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Tal como fuese anticipado en la edición anterior, esta Ficha Semanal #150 de doctorpolítico contiene la sección final—Riposta a la ideología: una nueva estrategia del conflicto—de la conferencia que el gran filósofo protestante francés, Paul Ricoeur, desarrollara en la Semana Social de Rennes en 1972. Con esta entrega se completa el texto íntegro de la misma.
Puede ser oportuno acá anotar algunos de los puntos establecidos por Ricoeur en sus textos de ensayo político.
Por un lado, Ricoeur analiza con detalle (La ideología y la utopía: dos expresiones del imaginario social) tres funciones importantes de las ideologías, a saber, la ya revisada de la ideología como disimulación o distorsión, la de justificación o legitimación y, finalmente, la ideología en tanto integración. Así pone: «Me parece que su función es de integración, más fundamental todavía que la precedente de legitimación y, con mayor razón, que la de disimulo. A fin de hacer comprender de qué se trata, partiré de un uso particular de la ideología, en el cual resulta evidente su función de integración. Se trata de las ceremonias de conmemoración, gracias a las cuales una comunidad cualquiera reactualiza, de alguna manera, los acontecimientos que considera como fundantes de su propia identidad: es, en consecuencia, una estructura simbólica de la memoria social».
Pero también destaca una cierta fragilidad del discurso político, inevitable. El análisis de Ricoeur señala que el discurso político transcurre en el espacio de la retórica, específicamente en lo que Aristóteles llama la retórica deliberante o política. En este sentido, la retórica política se diferencia de la demostración racional de conclusiones, que procede por pasos lógicos e ineludibles hasta arribar a conclusiones plenamente garantizadas. Es lo que en la Carta Semanal #241 se comentaba sobre la distinción aristotélica entre conocimiento y opinión.
En efecto, la acción política se orienta primordialmente al futuro, y acerca de éste no podemos alcanzar la certidumbre, y sólo podemos tener opiniones. (Precisamente es la retórica el tipo de espacio discursivo apropiado para la emisión y discusión de opiniones). En consecuencia, los resultados de la deliberación política nunca podrían escapar de la disputa razonable. No existe constitución, ley o emprendimiento político que pudiera ser definitivamente justificado. Es ésa la fragilidad de la política, tal como la explica Ricoeur.
Resulta natural, entonces, una cierta frustración ante la incapacidad del discurso político para alcanzar la certeza. Es tal frustración motivo suficiente para aceptar una cierta ideología, o un método que pretenda, a pesar de lo antedicho, haber arribado a conclusiones inescapables. Algunos, pues, aceptarán, para escapar a la duda, un programa utópico que prometa una sociedad ideal alcanzable, o una cómoda ideología que prescriba la ruta que debiera transitar una sociedad dada. En cambio, otros se refugian en un método—el análisis de costo-beneficio, por ejemplo—para proponer resultados supuestamente inmunes a los desafíos racionales. Aun otros pueden simplemente huir de la política, en vista de que sus logros habituales son escasos o terribles.
Pero entonces tales conductas dan paso a la exclusión. Quienes huyen de la política se excluyen a sí mismos, y los que abrazan ideologías o utopías excluyen a quienes no estén de acuerdo con ellas y, en este caso, ejercen un cierto grado de dominación sobre los excluidos. Dado, prosigue Ricoeur, que el objetivo de la política responsable es el predomino del poder común sobre la exclusión, debe representarse las opiniones de tanta gente como sea posible, pues sólo así es posible promover ese poder general de la comunidad. Es así como la responsabilidad en política nace de su propia fragilidad.
LEA
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Estrategia del conflicto
III. RIPOSTA A LA IDEOLOGÍA: hacia una nueva estrategia del conflicto.
He aquí lo que yo quería decir sobre las motivaciones-pantalla, sobre las ideologías. Nuestro problema actual es atravesar esas motivaciones-pantalla y liquidar en nosotros esta comprensión ideológica de los conflictos. He tratado la ideología como una esquematización impuesta por la fuerza a los hechos, sea para minimizar sea para imponer el conflicto, y, sobre todo, como una concepción-pantalla que impide reconocer la realidad. La riposta a la ideología debe ser a la vez empírica, teórica y práctica.
l. Riposta empírica:
Hoy es preciso tener el espíritu muy flexible, muy experimental, muy atento a las formas antiguas y nuevas del conflicto, no contentarse con análisis que tienen más de un siglo, sino ser muy descriptivos, discernir los verdaderos conflictos, tanto contra las ideologías que los enmascaran como contra las que los magnifican. Es lo que he intentado hacer en la primera parte de este trabajo.
2. Riposta teórica:
Necesitamos una reflexión fundamental sobre el conflicto, sobre su función. Aquí quisiera aportar la contribución de una reflexión más propiamente filosófica y discernir el reto de todos los conflictos descritos. Por mi parte, me impresiona que en nuestros días no podamos llegar a unir estas dos palabras: libertad e institución. El reto que se oculta tras el conflicto de la sociedad represiva y la libertad salvaje, de la ideología del diálogo y de la del conflicto a toda costa, es éste: ¿cómo conjugar los progresos de la libertad y los de la institución? Aquí es donde yo veo el ámbito, el núcleo del drama y del desgarramiento contemporáneo. Tenemos una buena crítica de los sistemas económicos, ya se trate del capitalismo o del socialismo autoritario; pero los conflictos mayores nos trasladan más allá de esta crítica de los sistemas.
Lo que me parece que está en cuestión es la posibilidad misma de vivir en instituciones.
En efecto, por una parte, las instituciones han llegado a ser ilegibles e indescifrables, extrañas y alienantes, pesadas e insoportables; por otra parte, somos presa del fantasma de una libertad sin instituciones. Me parece que esta es la paradoja que subyace a lo que he denominado la ilusión de la disidencia y la tentación del orden.
Ahora bien, para afrontar este vértigo de doble sentido, del orden y de la libertad salvaje, es preciso rehacer hoy todo un trabajo de pensamiento, como el que han hecho los grandes filósofos políticos: Platón y Aristóteles entre los antiguos, Maquiavelo, Rousseau y Hegel entre los modernos. La tarea, hoy como ayer, es interrogarse sobre lo que puede ser una libertad sensata, es decir, una libertad que tenga sentido. No es necesario, en cada época, reinventar el problema del «Contrato social» de Rousseau, es decir, la idea de un pacto en el cual «cada uno se dé a todos sin darse a nadie»; dicho de otro modo, la idea de una renuncia mutua, por la cual la libertad salvaje desiste a favor de la libertad civil. Para Rousseau, es cierto, el contrato era sólo un contrato político en el que lo que estaba en juego era el Estado y su soberanía. Hoy, para nosotros, el problema es el del nexo social más elemental, al nivel del lenguaje, de la sexualidad y del ejercicio de toda clase de autoridad. Tomado en su extensión más general, el desafío del «Contrato social» es «la entrada en instituciones». La tarea de nuestro tiempo es, por lo tanto, pasar del «contrato social restringido» (a lo política y a la soberanía) a un «contrato social generalizado» (a toda institución).
Si rechazamos esta problemática, nuestra libertad seguirá siendo algo arbitrario, obstinado y devastador; lo que Hegel, siguiendo en esto a Rousseau, llamaba «libertad del vacío, furia de destrucción». Y, en efecto, una libertad que no entre en institución es potencialmente terrorista. De aquí que hoy la piedra angular de una filosofía social es ésta: repensar todas las instituciones en función de un criterio único: la realización y el florecimiento de la libertad.
La institución no es nada en sí misma; consiste en un conjunto de reglas aplicadas a las actuaciones y a los comportamientos sociales, que permite a la libertad de cada cual realizarse sin dañar la de los otros. Todo pensamiento político fundamental debe mantenerse en este punto crucial donde se entrelazan la institución y la libertad, o mejor, donde se engendran mutuamente. Si la institución no se sitúa en ese trayecto inteligible que Hegel llamaba «la realización de la libertad», se convierte en opaca, ilegible, indescifrable, y cada cual comienza a soñar su libertad fuera de las leyes.
En cambio, una cosa es cierta: lo más contrario a todo pensamiento político—y finalmente a toda acción política—es la reivindicación de lo informe. En términos positivos, la entrada en institución forma parte del concepto de libertad, si, por lo menos, la libertad sensata debe ser otra cosa que la arbitraria y salvaje. Una apología de la libertad salvaje, al eliminar la cuestión del sentido, conduce, inevitablemente, a la «furia de destrucción».
A partir de esta convicción fundamental, podemos ahora volver a los problemas concretos que mencionaré para terminar.
Efectivamente, sólo el que conserve en lo más profundo de su convicción la exigencia de una síntesis de la libertad y del sentido, de lo arbitrario y de la institución, puede vivir de modo sensato el conflicto central de la sociedad moderna. Aunque hoy en día no estamos incluso en situación de dar una figura a nuestra esperanza, podemos ya darle un nombre a nuestro descontento, reflexionar sobre él y comprenderlo. Es cierto que desde el mundo capitalista hasta el mundo comunista, la historia humana no ha logrado realizar una síntesis exitosa entre el poder de decidir, detentado por los diversos poderes y concentrado en la autoridad del Estado y, por otra parte, la pulsión de las libertades movidas por un sueño de espontaneidad, de auto-determinación y de auto-gestión; en una palabra, de creatividad. Pero al dar un nombre a nuestro descontento, damos también la forma de una flecha a nuestro deseo.
3. Riposta práctica:
Bajo este título daré algunas sugerencias prácticas referentes a lo que yo llamaría una nueva estrategia de los conflictos. Pero nos encontramos aquí en un terreno tan nuevo que nos agarra desprevenidos hasta el punto de que es necesario dar a estas sugerencias la forma de pregunta: «El conflicto, ¿signo de contradicción o de unidad?»
a) Hay una primera cuestión que se plantean frecuentemente los educadores y todos los que tienen a su cargo una responsabilidad y una autoridad, y la tarea de mantener en estado de funcionamiento una institución cualquiera: ¿hasta qué punto, y cómo, asumir en la conducta social la especie de experimentación salvaje que hemos visto desplegarse en el terreno de las costumbres, de las relacione sociales y políticas? ¿Debemos extender la tolerancia de la sociedad con respecto a todos los comportamientos «anómicos»? ¿Debemos y podemos hacerlo? He oído decir recientemente que una sociedad no funciona sino con base en una lealtad incondicional (loyalisme). Si esto es cierto, todo descenso de las tolerancias por debajo de un nivel crítico ¿no provoca, tarde o temprano, la réplica de un nuevo “orden moral”, de derecha o de izquierda, que ofrece y—si es necesario impone—una nueva lealtad incondicional? En resumen, ¿hasta dónde no ir demasiado lejos en el dejar hacer, dejar pasar? Tal vez no haya respuesta abstracta, al margen de la reconstitución de un cierto consenso social referente a los umbrales, los límites, y de una especie de tacto, cualidad mayor del hombre de Estado de mañana, concebido igualmente como educador de la comunidad y como depositario de la decisión política.
b) Una segunda cuestión se refiere al buen uso de las acciones de ruptura, simbólicas o no, violentas o no. Yo admito que ellas puedan despertar a las masas de su adormecimiento; pero también ahí hay en algún punto un umbral crítico; más allá de éste, aquellas acciones ya no son comprendidas y no provocan más que miedo, odio y cólera. El problema actual es hacer comprender, «concientizar», como dicen nuestros amigos latinoamericanos; para esta tarea no convienen acciones demasiado manifiestamente teatralizadas, sino verdaderas campañas de explicación. Tenemos necesidad de mediadores sociales que no busquen ni conciliar ni polarizar a toda costa, sino que ayuden a cada cual a reconocer a su adversario; en mi opinión, el mediador social es aquél que explica, al hombre del poder, las motivaciones profundas de la impugnación, y le revela que es él quien no tiene proyecto global—y no, como él cree, su adversario, a quien tan fácilmente acusa de «querer destruirlo todo sin saber qué cosa poner en su lugar»; pero el mediador social es también aquél que explica al anarquista la necesidad y el sentido de la entrada en institución; para este fin, ¡le dará un pequeño curso sobre Hegel!
Pero también existe la cuestión de saber lo que se puede esperar hoy de un esfuerzo así para «concientizar»—que yo opongo a «traumatizar». ¿Cómo hacerlo cuando el tiempo libre y la cultura popular están captados y modelados por los mismos poderes que reinan sobre la producción y el consumo?
c) Hay una tercera cuestión—y es inmensa—: saber qué pasa y qué va a pasar en cuanto al viejo debate entre reforma y revolución. Yo tiendo a decir que, planteado en términos de alternativa, el debate es puramente académico y escolástico. Lo esencial es saber, en cada situación, qué cambios se consideran deseables y razonables; es una cuestión de oportunidad y de ocasión de saber qué estrategia es apropiada. Porque si las reformas pueden ser acusadas de consolidar y prolongar el sistema, las revoluciones—sobre todo las fallidas—tienen un costo económico, social y, sobre todo, humano, que no se quiere evaluar. Nuestras sociedades han superado, tal vez, el punto de esta alternativa. Quizás hemos entrado en el tiempo de la estrategia compleja, en la que fases de negociación, de concertación, alternarán con fases de agitación, de ruptura y hasta de violencia, pero sin que el ritmo de crecimiento quede fundamentalmente amenazado. Esta cláusula plantea hoy, a la acción revolucionaria, condiciones desconocidas por las sociedades menos avanzadas y, por esta razón, menos frágiles que las nuestras. Mi tendencia aquí sería decir que la revolución y la reforma no pertenecen a los mismos planos de referencia: la revolución se sitúa, sobre todo, al nivel de las convicciones y de las motivaciones: es el «no» del gran rechazo; la reforma caracteriza el nivel de la acción; ella designa los cambios de fondo impuestos a la realidad social y política. Los momentos de ruptura violenta son, tal vez, necesarios; pero hay que pensar en ellos sólo como una peripecia. La revolución no es una peripecia: es la presión continua de la convicción sobre la acción responsable. Una nueva distribución se esboza así entre los términos mayores que sirven para definir una estrategia de la acción política.
Pero no quiero quitar su forma interrogativa a esta tercera sugerencia; es una pregunta que someto a su consideración: ¿han superado o no nuestras sociedades las formas clásicas de la acción revolucionaria, tal como ellas fueron codificadas por los grandes pensadores socialistas, de Proudhon y Marx a Lenín y Trotsky?
Termino con esta sugerencia, que perturba unas cuantas ideas preconcebidas. Pero ¿no estamos destinados a ser sacados de quicio en lo referente a nuestras ideas recibidas, si queremos permanecer atentos a las formas nuevas de los conflictos y a proyectar los nuevos rasgos de la acción misma?
Nuestro modo de participar en los «gemidos de la creación» es inscribir nuestra esperanza en una lectura atenta y en una acción innovadora.
Paul Ricoeur
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