La Política es un arte. A pesar de la legítima existencia de “ciencias políticas”, la Política no es en sí misma una ciencia, sino una profesión, un arte, un oficio. Del mismo modo que la Medicina es una profesión y no una ciencia, por más que se apoye en las llamadas “ciencias médicas”, la Política es la profesión de aquellos que se ocupan de encontrar soluciones a los problemas públicos.
Por tal razón, las soluciones a esta clase de problemas no se obtiene, sino muy rara vez, por la vía deductiva. La esencia del arte de la Política, en cambio, es la de ser un oficio de invención y aplicación de tratamientos. En este sentido, hay un “estado del arte” de la Política.
El paradigma así delineado se contrapone a una visión tradicional de la Política como el oficio de obtener poder, acrecentarlo e impedir que un competidor acceda al poder. Esta formulación, que los alemanes bautizaron con el nombre de Realpolitik, es el enfoque convencional, que en el fondo es responsable por la insuficiencia política—exactamente en el mismo sentido que se habla de insuficiencia cardiaca o renal—de los actores políticos tradicionales. El tránsito de un paradigma de Realpolitik a un paradigma “clínico” o “médico” de la política se hará inevitable en la medida en que la sociedad en general crezca en informatización y acreciente de ese modo el nivel general de cultura política de los ciudadanos.
Siendo que la política es una profesión, y de las más complejas, se sigue que debe beneficiarse de una formación sistemática de educación superior, la que debe ser impartida por una escuela universitaria de Política, en la que pudiera ganarse una licenciatura y, posteriormente, grados superiores.
No son lo que se requeriría las escuelas de Ciencias Políticas. Los “politólogos” egresados de tales escuelas están preparados para el estudio y la enseñanza sobre los procesos políticos, no para hacer Política. Tampoco son la solución los postgrados en políticas públicas, encaminados a preparar para el rol de analistas—policy analysis—al estilo de instituciones tales como la Escuela Keneddy de Gobierno (Universidad de Harvard) o el doctorado en policy analysis de la Corporación RAND, puesto que, de nuevo, sus egresados están en capacidad de servir como auxiliares científicos a la toma de decisiones públicas, y no como decisores ellos mismos. (Típicamente el análisis de políticas se conduce en institutos especializados que en inglés son designados con el nombre de think tanks).
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Tradicionalmente—y sobre todo en Venezuela—el político profesional es un autodidacta, proveniente en su mayoría del campo jurídico o militar, aunque ocasionalmente de otras profesiones: Belaúnde Terry, arquitecto; Lusinchi, médico… Esas formaciones inciden de modo muy colateral sobre la profesión política propiamente dicha, y se da preferencia a destrezas o técnicas más relacionadas con el proceso de obtención de poder.
Así, la oratoria es una práctica apetecida por nuestros políticos, como lo es también el conocimiento de la técnica propagandística y demás instrumentos de análisis y manejo de la opinión pública. Una comprensión suficiente de los procesos de negociación y resolución de conflictos resulta útil al modelo prevaleciente de política de poder y conciliación de intereses.
Este modelo prescribe, en consecuencia, que la legitimación de un actor político se da en función de su éxito como “combatiente” o “luchador”, en la medida de su éxito en el descrédito de un adversario, y muy poco en términos programáticos relacionados con la solución de problemas públicos. Por otra parte, las organizaciones que típicamente alojan a quienes compiten por el poder se parecen muy poco a las instituciones del poder público, por lo que el adiestramiento en la creación y mantenimiento de alianzas dista mucho de ser útil a la hora de dirigir un aparato público organizado de manera muy distinta. La coordinación de una marcha de protesta es asunto muy diferente a la toma de decisiones en gabinete, o a la formulación de una política exterior, por ejemplo.
No se trata de desconocer que el know how en artes como las mencionadas sea totalmente impertinente al ejercicio político. A fin de cuentas, la emulación y la competencia son conductas connaturales a las personas. En este caso, sin embargo, es posible concebir una disciplina del combate, un encauzamiento del mismo con privilegio de una legitimación programática. No se trata de eliminar el «combate político», sino de forzar al sistema para que transcurra por el cauce de un combate programático como el descrito. Valorizar menos la descalificación del adversario en términos de maldad política y más la descalificación por insuficiencia de los tratamientos que propongan. Este desiderátum, expresado recurrentemente como necesidad, es concebido con frecuencia como imposible. Se argumenta que la realidad de las pasiones humanas no permite tan romántico ideal. Es bueno percatarse a este respecto que del Renacimiento a esta parte la comunidad científica despliega un intenso y constante debate, del que jamás han estado ausentes las pasiones humanas, aun las más bajas y egoístas, mientras ese conjunto humano progresa, indetenible, en la búsqueda de la verdad. El relato que hace James Watson—ganador del premio Nóbel por la determinación de la estructura de la molécula de ADN junto con Francis Crick—en su libro La Doble Hélice (1968) es una descarnada exposición a este respecto. Pero si se requiere pensar en un modelo menos noble que el del debate científico, el boxeo, deporte de la lucha física violenta, fue objeto de una reglamentación transformadora con la introducción de las reglas del Marqués de Queensberry. Así se transformó de un deporte “salvaje” en uno más “civilizado”, en el que no toda clase de ataque está permitida. En cualquier caso, probablemente sea la comunidad de electores la que termine exigiendo una nueva conducta de los «luchadores» políticos, cuando se percate de que el estilo tradicional de combate público tiene un elevadísimo costo social.
Por otra parte, una buena proporción del trabajo político tiene que ver con negociación y manejo de conflictos, así como es de mucha utilidad estar familiarizado con los principales protocolos y técnicas del análisis de políticas—diseño de escenarios, análisis de sensibilidad, etc. No es esto suficiente, sin embargo, y Tocqueville hizo un preciso apunte a este respecto, cuando comentaba cómo los políticos al servicio de Luis XVI fueron incapaces de prever la irrupción de la Revolución Francesa: «…es decididamente sorprendente que aquellos que llevaban el timón de los asuntos públicos—hombres de Estado, Intendentes, los magistrados—hayan exhibido muy poca más previsión. No hay duda de que muchos de estos hombres habían comprobado ser altamente competentes en el ejercicio de sus funciones y poseían un buen dominio de todos los detalles de la administración pública; sin embargo, en lo concerniente al verdadero arte del Estado—o sea una clara percepción de la forma como la sociedad evoluciona, una conciencia de las tendencias de la opinión de las masas y una capacidad para predecir el futuro—estaban tan perdidos como cualquier ciudadano ordinario». (Alexis de Tocqueville: El Antiguo Régimen y la Revolución).
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Tal vez sea aun más fundamental la ignorancia o más bien desactualización epistémica de la inmensa mayoría de los políticos. El siglo XX, acabado de concluir, ha representado para la humanidad una fase de insólito aumento de la complejidad. Usualmente nos referimos a ella en sus manifestaciones tecnológicas o económicas. Con frecuencia aproximadamente igual tratamos de interpretar los cambios políticos del siglo y los destacamos como expresión del profundo grado de transformación de esta época. Menos frecuente es el examen de los cambios al nivel gnoseológico e ideológico, que desde un punto de vista no marxista del cambio social, en gran medida son responsables de este último, el cambio observable en sistemas más tangibles. Las revoluciones en el pensamiento, en la comprensión del universo, de la sociedad, de las relaciones del hombre y de su entorno, ocurridas en el siglo XX, han sido profundas.
A través del análisis de las fracturas que se producen en los contenidos de ciertos campos del conocimiento cuando se pasa de una época a otra, el filósofo francés Michel Foucault (Les mots et les choses), empleó la noción de episteme para referirse al núcleo de nociones básicas y centrales de una determinada época o, de otro modo, para designar el espacio total de lo pensable en un momento histórico específico. Foucault analiza en detalle el campo de la biología, el de la economía y el de la lingüística. Así llega a encontrar cómo hay una radical diferencia conceptual, una verdadera fisura de separación, entre la biología moderna y la clásica, la que ni siquiera se pensaba a sí misma como biología sino como “historia natural”. Igual discontinuidad se observa entre la economía y la ciencia que la precedió, la “teoría de las riquezas”, y entre la lingüística y la “gramática” que fue su antecesora. En cambio, logra demostrar la comunidad de imágenes e ideas que se da entre la historia natural, la gramática y la teoría de las riquezas, del mismo modo como encuentra nociones comunes a la economía, la lingüística y la biología posteriores. Nuestros políticos, como prácticamente todos los hombres, comprenden al mundo y a la sociedad desde una episteme, un conjunto de paradigmas que en el mejor de los casos corresponden a nociones prestadas de la física clásica. Así, por ejemplo, son comunes las expresiones “fuerzas políticas”, “vectores políticos”, “espacios políticos”, y se discute con la mayor seriedad cuestiones tales como que si hay espacio para una nueva fuerza política.
Pero resulta que en los últimos cuarenta años la ciencia ha podido arribar a un conocimiento altamente pertinente al caso de la Política: se trata de la comprensión de los sistemas complejos con las teorías de la complejidad, de los fenómenos caóticos, del comportamiento de enjambres, etc. Un político profesional que ignore estas nuevas estructuras para la interpretación de los sistemas complejos será incapaz de comprender las sociedades contemporáneas y por tanto de prescribir tratamientos a sus problemas.
El pénsum, en consecuencia, de una escuela universitaria de Política, deberá componerse de un conjunto de materias que correspondan a la complejidad del campo profesional de ese oficio y la responsabilidad implicada en ejercerlo. De un lado, las materias políticas propiamente dichas. En otro grupo, las muy fundamentales disciplinas de la nueva episteme, junto con las herramientas analíticas que requiere. (Matemáticas fractales, principalmente). Una buena dotación de materias electivas—políticas especiales como la educativa, la sanitaria, la comunicacional, etc.—junto con talleres, seminarios y un régimen de pasantías, complementará la redondez necesaria a la carrera. No pasaría mucho tiempo, por otra parte, sin que debiera responderse a ulteriores necesidades de postgrado.
Para llevar a la práctica estas nociones será preciso el desarrollo de un proyecto más completo y detallado, así como armar la estrategia necesaria a la obtención de las autorizaciones que debiera proveer nuestro Consejo Nacional de Universidades para la creación de esta novísima y fundamental carrera. Y ninguna de estas cosas, por otra parte, será posible sin que una universidad específica asuma el liderazgo de la idea. ¿Cuál de las nuestras se atrevería? ¿Será preciso crear una enteramente nueva?
Es pronosticable que la demanda de cupo en una carrera como la descrita sería muy nutrida, en una sociedad que, como la venezolana, se encuentra inmersa en graves problemas de índole política, necesitados de solución.
Por último, la innovación implicada en la fundación de una Escuela de Política, única en su clase en el mundo, conllevaría un inusitado interés internacional en torno a su existencia y evolución.
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