Cartas

Era el año ya lejano de 1999, cuando todavía faltaban, en sus comienzos, dos años enteros para alcanzar el mítico año 2001, el mismo de la Odisea del Espacio de Kubrick y Clarke, el que daría comienzo a todo un milenio enteramente nuevo de la era cristiana. Ya Hugo Chávez Frías había asumido la Presidencia de la República, y una longeva peña caraqueña, íntegramente compuesta por personas contrarias a ese ciudadano, consideraba las posibilidades de la sociedad venezolana de oponerse a su gobierno. Durante la discusión le fue posible a quien escribe adelantar algunas conjeturas, que expresaron, según recuerda, las siguientes advertencias.

Oponerse a Chávez por mera negación, dije, no es posible. Uno no niega un fenómeno telúrico que tiene ante sus ojos. Un terremoto, por caso, o la fuerza del río Caroní que se manifiesta en sus raudales. La contundencia del triunfo de Chávez en la elección del 6 de diciembre de 1998 no podía ser discutida. Una abrumadora ventaja sobre su contendiente final—Henrique Salas Römer—le daba una indudable legitimidad democrática. (Y nadie puede decir que aquel momento estaban bajo control de Chávez las autoridades electorales del país).

La pura negación, que es en el fondo lo único que la oposición formal ha atinado a hacer—engrosar todos los días, ritualmente ya, con unas hojas adicionales el prontuario delictivo atribuido al actual presidente—, equivale a la estrategia de esos perros que persiguen automóviles ladrando. Los perros jamás alcanzaran al vehículo motorizado, que muy fácilmente excedería la máxima velocidad canina y, si su conductor así lo decide, puede aplastar sin misericordia alguna a cualquiera de los patéticos animales.

En cambio, afirmó el suscrito, son dos las oposiciones en principio posibles al fenómeno de Chávez, pues ya entonces era muy fácil pronosticar que su dominación sería, en balance, muy negativa para Venezuela. La primera de éstas era la de oposición por contención. Una represa que contenga al río y evite que sus aguas se ciernan sobre nosotros.

¿Era este tipo de oposición viable? Pues sí, y en la sesión mencionada puse sobre el tapete el muy reciente caso del primer decreto del gabinete inicial de Chávez, que convocaba a referendo para considerar la deseabilidad de una asamblea constituyente. La primera versión de ese decreto era groseramente autoritaria. Chávez quería preguntar si estábamos dispuestos a dejar en sus exclusivas manos todo lo concerniente a las normas que regirían la integración y elección de la constituyente. Un recurso interpuesto por el hasta entonces desconocido Gerardo Blyde, ante la Corte Suprema de Justicia, logró paralizar la avasalladora dinámica que quería imponer el Presidente. La Corte ordenó la reformulación del decreto dentro de normas más democráticas y Chávez no tuvo más recurso que acatar.

Bastante más tarde, el 19 de agosto de 2004, justo después de conocerse los resultados del referendo revocatorio que fueron adversos a la oposición, y habiendo expuesto esencialmente lo mismo respecto de la necesidad de contener al gobierno, se dijo en esta carta (#100): “Sería ingenuo suponer que ahora Chávez no apretará una tuerca más. La ley de policía nacional, la amenaza de renacionalizar la CANTV (tiene los reales), la ley de contenidos, una nueva ley de cultos, la toma de las universidades y nuevas represiones penales contra sus más detestados oponentes, están a la vuelta de la esquina. Urge encontrar el modo de tomarle la zurda muñeca que empuñará la llave inglesa y dificultarle el opresivo giro con el que querrá expandir su totalitaria y quirúrgica manera de gobernar”.

Pero advertí en febrero de 1999 que la mera contención no sería suficiente. Era tanto necesaria como posible una estrategia que más que oposición fuera una superposición.

………

Los médicos que diagnostican un tumor o un apéndice inflamado no establecen una relación neurótica y odiosa con el órgano afectado. Se limitan a constatar el estado patológico, serena y clínicamente, y recomendar un tratamiento, posiblemente una remoción. No se involucran emocionalmente odiando o detestando al carcinoma o al plasmodio que causa la malaria.

Para que sea posible superponer un discurso con sentido político al farragoso, invasivo e incorrecto discurso de Chávez, es preciso asumir una postura clínica de esa clase. Así podrá, entonces, examinársele bajo el microscopio con la mayor frialdad para describirlo como si se tratase de un artrópodo: “Tiene el cuerpo de color oscuro, tiene seis paticas, presenta una pequeña excrecencia frontal…”

Sólo así puede reconocerse, sin apasionamiento, cómo es que tiene logros indudables, de los que no es el menor la gigantesca transferencia de recursos que ha allegado a los más pobres pobladores del país. En la medida en la que esto pueda ocurrir, la más certera censura a sus defectos y a los peligros que acarrea, verdaderamente fundamentales, cobrará más autoridad y credibilidad.

Es este punto de vista, además, el único que puede permitir una operación ineludible: la de excusar a quienes han votado por él o sus partidarios en cada una de las elecciones ocurridas desde noviembre de 1998. El elector venezolano promedio, a las alturas de diciembre de 1997, quería votar por Irene Sáez, puesto que ya no quería hacerlo por candidatos verdes o blancos, que tanto lo habían defraudado en el pasado. En esos momentos, Chávez no llegaba a diez puntos en los sondeos de la intención de voto. Pero luego, la entonces señorita Sáez pactó con COPEI, perdiendo instantáneamente su condición de independencia, Acción Democrática no acertó a sacar un candidato distinto de Luís Alfaro Ucero—el más destilado exponente de la política de cogollos y componendas—y el país se vio súbitamente enfrentado a dos candidaturas que no eran del bipartidismo. Ambos candidatos, Chávez y Salas Römer, usaron desfachatadamente la manipulación psicohistórica—el uno entroncándose con Zamora, Rodríguez y Bolívar; el otro protagonizando cabalgatas patriotas por Carabobo.

Uno, sin embargo, era partidario de lo que el pueblo, mayoritariamente, intuía como necesario: una asamblea constituyente que pudiera traer remedio sistémico a la evidente insuficiencia política nacional. El asunto estuvo ya bastante claro al menos para la época de la campaña Lusinchi-Caldera de 1983, poco después de la cual se escribió: “…ya los ciudadanos teníamos la firme sospecha de que lo que andaba mal no era cada pieza por separado sino la armazón del conjunto, el Estado como un todo y, por ende, lo que se quería escuchar de los candidatos no eran promesas específicas al transporte o al deporte, sino remedios generales. El venezolano que asistió a cualquiera de las innumerables reuniones que poblaron, como a cualquier otra, la batalla electoral de 1983, estaba más preocupado por el país en su conjunto, clara y evidentemente enfermo, que por el interés sectorial de su inmediata incumbencia”.

El otro candidato, Salas Römer, intentó remar contra la corriente y, para colmo, aceptó al final el apoyo tardío de las autoridades de AD—los militantes de base votaron mayoritariamente por Chávez—, las que optaron por defenestrar a Alfaro en espectáculo tragicómico. No ayudaron tampoco las maniobras para la separación apresurada de las elecciones regionales y presidenciales—a poco de haberlas reunido en reforma legal de diciembre de 1997—ni la campaña “inteligente, profunda y con mucho real”, de fúnebres cuñas de televisión contrarias a la idea de la constituyente.

En estas circunstancias, el electorado votó mayoritariamente por Chávez, y no tiene sentido hacerle sentir culpable de lo acontecido después. La culpa de la autocracia que padecemos debe atribuirse a la dirigencia política predominante para el momento, y la maldad de Chávez no le da a ésa la razón, del mismo modo que la malignidad de Hitler no absuelve a la República de Weimar.

………

Una vez más confronta el país una encrucijada electoral. Esta vez se trata de aprobar o rechazar, en referendo popular, el proyecto de reforma constitucional presentado por el presidente Chávez a la Asamblea Nacional. Increíblemente, subsiste aferrada a más de una inteligencia, cual tenaz garrapata, la convicción de que no debe asistirse al acto referendario. Es persistente, porque así fue sembrada sistemáticamente, la idea de que no vale la pena votar, dado que el sistema electoral está controlado por el propio Chávez, quien no permitiría el reconocimiento a un triunfo de sus adversarios.

Así, todavía aparecen estudios estadísticos tan impecables como un teorema de Euclides, y se les blande como espada definitiva, pues han sido publicados en prestigiosas revistas especializadas, o algún conocido político habría quedado impresionadísimo con sus hallazgos. A fines de 2004, recién celebrado el referendo revocatorio del 15 de agosto, Súmate presentó con bombos y platillos los resultados de un estudio llevado a cabo por los profesores Hausmann y Rigobón—¡antes de que treinta días siquiera hubieran transcurrido desde el acto electoral!—como base para afirmar que se había cometido un fraude electrónico. (En su momento—# 103 de la Carta Semanal de doctorpolítico, del 12 de septiembre de 2004—esta publicación produjo la disección del referido informe, mostrando su invalidez). El año pasado, en cambio, estuvo de moda un nuevo estudio, el de los profesores Salas y Delfino, de la Universidad Simón Bolívar. El suscrito pudo presenciar la presentación que estos profesores hicieron de su análisis, y antes de desbaratarlo ante el mismo auditorio que los escuchara, invitó a almorzar a sus autores y a su promotor. En esa ocasión desmontó cordialmente su argumentación, en guerra avisada que no impidió que soldados murieran.

Pero ya esos estudios pasaron de moda, y ahora se distribuye en circuitos exclusivos uno distinto, hecho en Miami por María M. Febres Cordero y Bernardo Márquez, y se pretende que su trabajo—A statistical approach to assess referendum results: The Venezuelan recall referendum 2004—es la prueba verdaderamente definitiva de que hubo fraude el 15 de agosto de ese año, y que por tanto Chávez es un mandatario ilegítimo.

Esta nueva pieza adolece de la misma falla básica de los anteriores: es una manipulación estadística sin conexión con la realidad, y no demuestra en absoluto cómo habría sido perpetrado el delito electoral, que Hermann Escarrá asegura existió y Alejandro Plaz—Súmate—debió admitir que no podía ser probado. Comoquiera que esta publicación ya ha hecho examen crítico detenido de estudios de esa clase, se limitará a sugerir, por vía anecdótica ya empleada acá hace tres años, cuál es el problema de fondo con las “pruebas” de su especie.

Mi entrañable amigo Eduardo Quintana Benshimol, muy prematuramente fallecido, me contó la anécdota en 1974, hace ya treinta y tres años. Tiene que ver con cómo fue que Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein se conocieron. Russell estaba en Cambridge ante su clase, escribiendo teorema tras teorema en un pizarrón. Volteado hacia el salón notó la presencia de un joven con chaqueta, de pie, hacia el fondo—era Wittgenstein—y se percató de que éste movía negativamente la cabeza. Regresó por un momento a escribir sobre la pizarra y volteó de nuevo. Wittgenstein continuaba negando con la cabeza. Ya molesto, Russell le increpó, preguntándole cuál era el problema. A lo que el genio (Russell no lo era) dijo simplemente: “Profesor Russell, ¿podría usted por favor demostrarme que en este salón no hay un elefante?” Russell acogió confiadamente el reto y se lanzó a borrar el pizarrón y a escribir nuevos y larguísimos teoremas. Pero Wittgenstein permaneció impertérrito: “Perdone, Profesor Russell, pero eso no es una comprobación de que aquí no hay un elefante”. Al borde del desespero Russell devolvió el desafío: “Bien, joven, ¿quiere usted demostrarnos a todos que en este salón no hay un elefante?” Dijo Wittgenstein entonces: “Con su permiso, Profesor Russell”, y se movió en el salón hacia adelante, examinando calmadamente bajo los pupitres, tras unas cortinas y unos cuadros, hasta llegar al escritorio profesoral cuyas gavetas abrió y cerró para sentenciar: “Profesor Russell, en este salón no se encuentra un elefante”.

Pues bien, el elefante de Hausmann y Rigobón, Salas y Delfino, Febres Cordero y Márquez, es el presunto fraude del referendo revocatorio, y sus estudios un “pizarrón de Russell”, inconexo con existencias concretas. Pero los adalides de la “resistencia” y la abstención—que ahora convocan para una “gran marcha, ahora sí definitiva” para fines de octubre o comienzos de noviembre de este año—se valen de ellos para predicar que no se vaya a votar en el inevitable referendo por la reforma constitucional. No falta quien apunte: “¿Viste que Chávez anda preocupado con la abstención? Eso es lo que más duele, así que vamos a abstenernos”. No se dan cuenta de que Chávez admite esa angustia precisamente para alimentar, con la creencia de que tal cosa es su talón de Aquiles, la abstención de sus opositores que le entregue en bandeja de plata el texto constitucional que le hace falta para perfeccionar su dominación.

LEA

Share This: