Eric Hoffer (1898-1983) fue un autodidacta estadounidense que produjo un clásico de la sociología o la psicología social: El verdadero creyente (The True Believer, 1951), un penetrante estudio del fanatismo. Wikipedia describe sus tesis del siguiente modo: “Los movimientos de masas se extienden con la promesa de un futuro glorioso, y requieren gente dispuesta a sacrificarlo todo por ese futuro, incluyendo a sí mismos y a otros. Para hacer eso, necesitan desvalorizar tanto el pasado como el presente. Por tanto, los movimientos de masas atraen a los frustrados; gente insatisfecha con su estado actual que es sin embargo capaz de una intensa fe en el futuro, y gente que quiere escapar a un sí mismo defectuoso creando un sí mismo imaginario, uniéndose a un compacto todo colectivo para escapar de ella misma. Algunas de las categorías de gente así son los pobres, los desadaptados, los creativos frustrados en sus intentos, los egoístas desbordados, los ambiciosos que entrevén oportunidades ilimitadas, ciertas minorías, los aburridos y los pecadores… Si el individuo aislado carece de vastas oportunidades para su progreso personal, buscará sustitutos. Estos sustitutos serían el orgullo en lugar de la confianza en sí mismo, la afiliación a un todo colectivo como un movimiento de masas, la certeza absoluta en vez de la comprensión”. No es difícil percatarse de que esta descripción de hace cincuenta y seis años desmonta y describe el mecanismo básico de la afiliación fanática al chavismo. (No toda afiliación al chavismo, por supuesto, tiene rasgos de fanatismo. La hay también por motivos estrictamente utilitarios). Pero igualmente se ajusta la misma descripción a cierto antichavismo. Más en general, The True Believer explica, nítida y convincentemente, cuál es el mecanismo que conduce a fenómenos sociales aborrecibles y ordinariamente incomprensibles, como la dominación de Hitler o Mussolini, o el desmedido autogenocidio de Pol Pot en Cambodia.
El fanático se une al movimiento de su elección por razones egoístas, no altruistas. No es tanto que cree en los ideales del movimiento como que no cree en sí mismo. Escribe Hoffer: “A menos que un hombre tenga los talentos para hacer algo de sí mismo, la libertad es un peso molesto… Nos unimos a un movimiento de masas para escapar a la responsabilidad individual o, en palabras de un ardiente joven nazi, ‘para librarse de la libertad’. No era simple hipocresía que los cuadros del nazismo se declararan inocentes de las enormidades que habían cometido. Se consideraban estafados y perjudicados cuando se les exigía responsabilidad por haber obedecido órdenes. ¿No se habían unido al movimiento nazi precisamente para liberarse de la responsabilidad?” Con quirúrgico estilo preciso, Hoffer diseca al fanático: “Mientras menos justificación tenga un hombre para reivindicar su propia excelencia, más presto estará a reivindicarla para su nación, su religión, su raza o su santa causa… Es probable que un hombre se ocupe de sus propios asuntos cuando éstos valen la pena de su atención. Cuando no lo son, su mente se alejará de sus propios asuntos insignificantes para ocuparse de los asuntos de los demás”.
En contraste con el fanático, Hoffer habla también del hombre libre y su muy diferente lucha: “Los hombres libres están conscientes de la imperfección inherente a los asuntos humanos, y están dispuestos a luchar y morir por aquello que no es perfecto. Saben que los problemas humanos fundamentales no pueden tener soluciones definitivas, que nuestra libertad, la justicia, la igualdad, etc., distan mucho de ser absolutas, y que la vida buena se compone de soluciones a medias, de compromisos, de males menores y tanteos hacia la perfección. El rechazo de las aproximaciones y la insistencia en absolutos son la manifestación de un nihilismo que aborrece la libertad, la tolerancia y la equidad”.
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No escapó a las agudas dotes de observación de Hoffer que para un verdadero fanático los movimientos a los que se afilie pueden ser intercambiables: quien hoy es afiebrado seguidor de una secta puede ser mañana fiel de una totalmente contraria. En nuestro patio local es bastante frecuente que gente que antaño adhirió furibundamente a movimientos de izquierda sea ahora más derechista que von Mises. Un anarquista que abomine del Estado puede moverse pendularmente hasta un liberalismo a ultranza porque éste también repudia la intromisión estatal, o alguien nacido en familia de alcurnia perezjimenista puede buscar la compensación al pecado original de su padre, ministro del dictador, afiliándose a un partido socialista. Algunos adhieren a los Tiburones de La Guaira porque entienden su fanatismo como políticamente correcto, en términos de una izquierda de tercera vía. La oposición Magallanes-Caracas equivaldría al bipartidismo adeco-copeyano y la divisa deportiva que no es ninguna de las dos tradicionales les provee la catarsis fanática apropiada.
No se necesita ser idiota para ser fanático; alguien muy inteligente puede sufrir de alguna carencia psicológica, y ésta puede ser tan elemental como un complejo de baja estatura o una insatisfacción con su propio fenotipo, que habría preferido, pongamos, más blanco y de pelo liso, para que círculos mantuanos a los que envidia le acogiesen con más facilidad. Así se hacen liberales y defensores de George W. Bush. Cuando se proponía en Venezuela, en tiempos del segundo gobierno de Rafael Caldera, el anclaje, a la argentina, del bolívar en el dólar, un conocido economista de la órbita del Movimiento Al Socialismo se hizo defensor de tal despropósito. Cuando el suscrito le hizo notar que esa decisión equivaldría a abdicar la soberanía financiera nacional en la Reserva Federal de los Estados Unidos, contestó, no poco orgulloso de su ocurrencia, olvidada de su reciente izquierdismo: “Yo prefiero que Alan Greenspan, y no Antonio Casas González, me maneje mis churupos”.
O puede darse un fenómeno aun más extraño: que en escisión gemelar, un hermano pueda ser el más obsecuente y rastrero parcial de Hugo Chávez, mientras el otro sea el más radical y atrabiliario de sus opositores. Me refiero, por supuesto, a los hermanos Escarrá, fraternal pareja de abogados: uno, Carlos, que defiende la tesis de que Hugo Chávez es el sol y centro de nuestro planetario sistema político; el otro, Herman, acaparador y solo titular del Artículo 350, pretendiente del trono opositor con fanatismo especular.
Ésta es una pareja doblemente emblemática. Carlos Escarrá ha descendido a los más bajos niveles de la adulación a Hugo Chávez, y se ha erigido como su más fiel intérprete, en el seno de la Asamblea Nacional, sobre el proyecto de “reforma” constitucional introducido en agosto desde el Poder Ejecutivo Nacional. (“El presidente viene a ser en nuestra constitución como el sol que, firme en su centro, da vida al universo. Esta suprema autoridad debe ser perpetua y permanente”. Nada de disimulo, el poder recrecido para Chávez debe entregársele, a su criterio, de manera vitalicia). En la margen contraria se ubica Herman, su hermano, que programa, muy poco originalmente, marchas y contramarchas, declara que no perderá el tiempo en debates inútiles sobre si ir o no a votar en el referéndum que considerará el proyecto de alteración constitucional y se la pasa amenazando, desde las magras fuerzas de su “Comando Nacional de la Resistencia”, que “no permitiremos” y “no toleraremos”.
Se trata, pues, de dos fanatismos hermanados; ambos se necesitan y sinérgicamente se potencian. Uno proclama la monarquía vitalicia de Hugo Chávez—todavía no hereditaria—; el otro la rebelión que busca impedir—¿con qué?—la celebración del referéndum en el que podríamos decir rotundamente no a la pretensión autocrática presidencial.
Carlos Escarrá, por supuesto, ya ha desplazado del ranking oficialista a competidores tan destacados como José Vicente Rangel, Diosdado Cabello (que ya ni suena), Willian Lara y la propia Cilia Flores. Herman Escarrá ha venido a relevar a Oswaldo Álvarez Paz, Alejandro Peña Esclusa, Orlando Urdaneta y Robert Alonso al timón de la oposición furibunda. Ambos están equidistantemente alejados de la mayoría del pueblo venezolano, igualmente harta de estos extremos estériles y perniciosos.
El chavismo es, ciertamente, un proceso político oncológico, tumoral, canceroso. Es invasivo, y su evidente metástasis alcanza ya el cerebro de la Nación. Tan grave cosa es manifiesta en el aumento de la agresividad general, en el crecimiento del abuso, en la enfermedad de la psiquis venezolana, que desde que Chávez llegó al poder no ha salido del sobresalto como condición cotidiana.
Pero el oposicionismo violento es simétricamente dañino. Pretendiendo ser, en pura pose, heroico y valeroso, renunciando a la sindéresis y la serenidad que se requieren para superar eficazmente al maligno chavismo, no hace otra cosa que justificarlo. Tan decimonónico y pretencioso como Chávez es Herman Escarrá, que gusta hablar con la arrogante prosopopeya que distinguía el verbo, por caso, de su difunto colega David Morales Bello, o el de un divertido copeyano que dejaba frutas a una dama pretendida, junto con una nota que le rogaba aceptar su “ofrenda de estas cucurbitáceas”. En el concepto de la política de Herman, tal vez en el de Carlos, el derecho es la categoría suprema, de allí que se sienta especialmente adiestrado para la conducción de la República, pues nadie como él, constitucionalista, estaría mejor dotado.
Es por esto que, para salir de Carlos Escarrá, no hay mejor remedio que salir primero de su hermano Herman. En el fondo se trata de repudiar al fanatismo, del signo que sea. Como entreviera Hoffer, Carlos y Herman son, en verdad, intercambiables, y los fanáticos que los siguen pudieran encontrarse un día conque sus líderes respectivos se han pasado, instantáneamente, al campo contrario. A fin de cuentas, Herman Escarrá fue diputado a la Asamblea Constituyente de 1999 en las planchas de Chávez—de cuya “Comisión Presidencial Constituyente” fuera miembro destacado—, en el kino urdido por Luis Miquilena. Ahora, como nuevo Alfredo Peña, otro espécimen de la altanera política furibunda e indignada, ya no reconoce su origen.
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