Fichero

LEA, por favor

Ahora ha abierto el Presidente de la República un nuevo frente de batalla. Ya no es que enfrenta al jefe del capitalismo imperialista mundial, Sr. George W. Bush. Ahora está en guerra personal y directa con la Corona de España. No puede sentirse más feliz que con eso. Ahora sí puede decir que es, en verdad, el segundo Libertador, el segundo Bolívar, en una Segunda Guerra de Independencia que nos separará definitivamente de España.

Claro que el primer Bolívar, el único, procuraba hablar y actuar con la mayor urbanidad, especialmente si se dirigía a algún enemigo. Luego de su entrevista con Morillo en Santa Ana (27 de noviembre de 1820), el general español pudo escribir: “Acabo de llegar del pueblo de Sta. Ana, en donde pasé ayer uno de los días más alegres de mi vida en compañía de Bolívar y de varios oficiales de su estado mayor, a quienes abrazamos con el mayor cariño… Bolívar estaba exaltado de alegría; nos abrazamos un millón de veces, y determinamos erigir un monumento para eterna memoria del principio de nuestra reconciliación en el sitio en que nos dimos el primer abrazo”. A Hugo Chávez, en cambio, le manda a callar el Rey de España.

Los acólitos de siempre han salido a defender la patanería del Jefe del Estado. El propio Chávez equivoca la causa del regaño, y adelanta la hipótesis de que el Rey se molesta porque él diga que Aznar tenía conocimiento del golpe de abril de 2002, que a lo mejor el mismo Juan Carlos lo sabía, y explica que no tuvo intención de ofender a nadie. Según él, llamar fascista a una persona, y compararla con una serpiente, no constituyen ofensa; interrumpir a un orador, colega suyo, fuera de su propio derecho de palabra, es algo a lo que tiene derecho, pues puede decir lo que le dé la gana.

Chávez no ha entendido qué pasó, puesto que es constitucionalmente incapaz de cortesía. Sus secuaces sí, pero creen entender también que en la adulación incondicional y rastrera les va la continuidad en sus lucrativos cargos.

Hubo un precursor del Rey. No hace mucho vino a Venezuela el juez Baltasar Garzón, español como Juan Carlos de Borbón, como José Luis Rodríguez Zapatero y José María Aznar; español, en fin, como nosotros, que formamos nuestro cerebro y nuestra alma en el espacio de la lengua castellana. Como pueblo somos, por encima de cualquier otra cosa, españoles, por más que políticamente no seamos súbditos de la Corona de España. “Venezuela no es un pueblo. Es tan sólo la población que de la parte septentrional de América del Sur ha hecho el pueblo español. Esta es la verdad que ya no debemos eludir”. (En carta del suscrito al Dr. Arturo Sosa h., 7 de septiembre de 1984).

Garzón vino al 37o. Congreso Internacional de CONINDUSTRIA, para hablar el 19 de junio de este mismo año. Al conocerse públicamente sus palabras, se desató la acostumbrada jauría oficialista para insultarlo, tratando de descalificarle sin adelantar ni un solo argumento.

La Ficha Semanal #170 de doctorpolítico reproduce la sección final del discurso de Baltazar Garzón. Es una lectura apropiada para el momento.

LEA

Garzón soldado

El espíritu democrático se ha ido tejiendo de forma lenta pero incontenible desde todos los frentes de la inteligencia humana y, siguiendo la estela de John Locke en su carta sobre la tolerancia en el ya lejano 1689, debemos defender el derecho de libertades y derechos humanos, empresariales y laborales, y de resistencia y de rebelión ante situaciones extremas de abuso de poder, huyendo de la sumisión que impone la obediencia oficializada y proclamando la necesidad de enarbolar la bandera de la libertad por encima del jergón de la sumisión, como decía Étienne de La Boétie en su discurso sobre la servidumbre voluntaria allá por el siglo XVI.

Los adictos a la intolerancia no tienen más argumentos que la cobardía y la violencia. Borges nos recuerda la historia del caballero a quien, en medio de una discusión teológica o literaria, su contrincante arrojó a la cara un vaso de vino. Sin inmutarse, el agredido replicó: “Esto señor, es una digresión; ahora espero su argumento”.

Los defensores de la intolerancia actúan como ese agresor y carecen de argumentos. No dejan lugar a la razón común, y con su acción quieren borrar al contrincante si es un adversario o aniquilarlo si es un enemigo.

Los intolerantes no dudan. Descienden por línea directa del autoritarismo—que siempre se reviste de una especie de verdad inmutable—están cargados de consignas, son disciplinados y sumisos, tergiversan la realidad y la historia, a las que nacionalizan, y finalmente se inmolan o matan por sus posiciones trascendentes, que únicamente existen en el hueco de su cabeza. El oficial en la Colonia Penitenciaria de Kafka es un adicto a la intolerancia, preocupado únicamente por la eficacia de su máquina de matar, confundiendo la justicia con la necesidad de las víctimas. Por eso, ni en sueños reciben los intolerantes la visita de la duda.

La ideología de la intolerancia localista, tribal, fascinada melancólicamente por lo irracional y lo mítico, se asienta preferentemente en viejos bastidores doctrinales, dogmas y ortodoxias a granel, donde la crítica es imposible y a veces se adereza con un supuesto izquierdismo, como mero adhesivo oportunista que busca presentar lo viejo como moderno y camuflar la persecución política y la depuración ideológica desde un fanatismo totalitario.

Para los intolerantes la culpa siempre es del otro; a través de esta gimnasia sombría se liberan de sus propios fantasmas, lo que les permite seguir viviendo en los parajes de la ficción y del delirio. Los intolerantes crean su propio entorno social, cultural y afectivo; se movilizan y se encuadran para facilitar aliento popular a sus activistas y simpatizantes, se esfuerzan en captar militantes tristemente esmaltados con siniestras y horrendas agresiones como único botín de guerra. Así se cierra una especie de círculo infernal de este juego escalofriante, diseñado para un obsceno destino por los santones de cualquier fundamentalismo, que es la expresión patológica del desequilibrio y de la quiebra del universo.

Los fundamentalistas rechazan la hermenéutica, el pluralismo y el relativismo, y sólo afirman desde una turbia complicidad el miserable reinado de la exclusión. Cuando el disenso está amordazado, la tortura, el asesinato, la censura, la extorsión, la amenaza, la corrupción, han sido herramientas favoritas a través de la historia de los intolerantes, que pretenden evitar cualquier opinión divergente y, si ésta surge, silenciarla o denostarla inmediatamente.

Ante esta pequeña corte de testigos que hoy nos reunimos aquí, me parece oportuno traer también a colación las palabras de Elías Canetti, que en su masa y poder ha contribuido decisivamente a poner de relieve el carácter atávico y transindividual de las actitudes intolerantes, ligadas siempre a los reflejos de la supervivencia que rigen las psicologías del poder.

El filósofo británico Jonathan Glover denuncia el carácter criminal de la intolerancia política y cultural. La conclusión de Glover, tras el repaso a tanta ignominia de tal exceso de barbarie, es un tanto desalentadora para la especie humana. Los hombres no han aprendido; no hemos aprendido a respetarnos los unos a los otros. Persiste una especie de orgullo guerrero que fomenta la eliminación de aquellos que han sido calificados de enemigos. Confiesa Glover que la antipatía hacia las diferencias, combinada con un aberrante tribalismo, son constantes y casi inextirpables de la psicología del intolerante. Sin embargo, hija legítima de la tolerancia es la libertad que se abrocha irrefutablemente con la paz, una paz democrática incardinada en el derecho y en la justicia. La libertad, como afirma Don Manuel Azaña, Presidente de la Segunda República Española, no hace felices a los hombres, los hace sencillamente hombres.

Ahora que el concepto de seguridad pugna por sofocar y neutralizar al concepto de libertad, es preciso volver a cantar la gloria constitutiva de la libertad humana como la única empresa y aventura irrenunciables. Frente a la injusticia y a la infamia, sólo cabe una pedagogía de la indignación activa cimentada en la libertad.

Frente al curso fatal y siniestro de los acontecimientos, sólo cabe una oposición firme que ponga a prueba, desde la libertad, nuestra capacidad para cambiar el ritmo de la historia. Frente a la trinchera que destila odio y segrega venganza, sólo cabe el ejercicio de una libertad que, desde el coraje y la convicción ética, interpele y desafíe la mezquina gloria de los intolerantes y que cubra de garantías a quienes ninguna respetan.

Karl Popper lo afirmó sin rodeos: sólo la libertad parece hacer segura a la seguridad, y entre ambas cubren todo el espectro garantista que pueda exigirse, pero a la vez contiene su excusa. La única paz posible y verdadera es una paz justa, libre y democrática. Demos por ello validez actual a las palabras del padre Juan de Mariana, que también en el ya lejano siglo XVI decía: “Bueno es el nombre de la paz, sus frutos gustosos y saludables, pero advertid que bajo el color de la paz no nos hagamos esclavos, A la paz la acompañan el respeto y la libertad. La servidumbre es el mayor de los males y se debe rechazar con todo cuidado, con las armas y la vida si fuere necesario”.

Hoy es un buen día para cimentar la lucha por la libertad y la justicia, y es que sólo en libertad la justicia da vida y muestra cómo debe lucharse para que éstas adquieran sentido. El destino no está trazado en las estrellas; lo formamos nosotros día a día. Ni tristezas ni olvido, ni impunidad ni justificación. Es preciso vencer el miedo, y hacerle frente en cualquier esquina con la mano abierta y el corazón entero.

Queridos amigos y amigas: el mundo que hoy vivimos es una inmensa cartografía de diferencias. Sólo, insisto de nuevo, la tolerancia puede cambiar el mundo. Cuanto más amplio es el marco de intercambio cultural, más aprenderemos los unos de los otros. Habitamos un mundo más plural y variado que nunca, y la globalización no puede acabar con las culturas del mundo, sólo puede añadir una más. La base de esta cultura global tendrá que ser el pluralismo, porque es el único valor capaz de abarcar a todos los demás para conducirnos a una unidad diversa. De cómo construyamos esto dependerá nuestro futuro como género humano y nuestras posibilidades como parte del universo.

La cultura nos provee de referentes éticos y, como decía Borges, yo preferiría pensar que a pesar de tanto horror hay un fin ético en el universo, que el universo responde al bien. Y en ese argumento pongo mis esperanzas, y es por ello que, frente a los intolerantes que siembran semillas de odio, frente a los que ejercen el poder y permiten o auspician que se mate, o que el miedo se apodere de una humanidad secuestrada, y frente a los que confunden religión frente a fundamentalismos fanáticos, la única vía, insisto, es, ahora más que nunca, recuperar las exigencias de una ética de la convicción junto con una ética de la responsabilidad. Es ejercer la valentía civil, que antepone el valor de la verdad a cualquier conveniencia pragmática y utilitarista. Es exigir la compatibilidad entre el pluralismo de opciones que diseñe el horizonte de nuestro futuro democrático, lejos de la neutralidad valorativa de la que nos hablaba Max Weber.

Una democracia sin valores, inmersa en la incertidumbre o en la contingencia política oportunista, tiende a convertirse en un totalitarismo visible o latente, y olvida lo que Tocqueville advertía acerca de que el fundamento de la sociedad democrática estriba en el estado moral de un pueblo. Aprendamos del Libertador Simón Bolívar cuando, en la carta al Teniente Coronel español Francisco Doña el 27 de agosto de 1820, le decía: “El hombre de honor no tiene más patria que aquella en la que se protegen los derechos de los ciudadanos y se respeta el carácter sagrado de la humanidad”; o, cuando en su carta al General Santander el 30 de octubre de 1823, le dijo: “En moral, como en política, hay reglas que no se pueden traspasar pues su violación suele costar caro”.

Baltazar Garzón

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