Fichero

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En 1962 vio la luz En defensa de la política, del politólogo inglés Bernard Crick. Se trata de un discurso contra la “antipolítica” en todas sus formas, moda que no llegó a nuestras latitudes hasta unos veinte años después de esa obra. En ella ofrece el autor su concepto de política: “La política puede ser definida como la actividad mediante la cual se concilia intereses divergentes dentro de una unidad de gobierno determinada, otorgándoles una parcela de poder proporcional a su importancia para el bienestar y la supervivencia del conjunto de la comunidad”. Esto es, el gobernante sería, esencialmente, un árbitro o mediador que debe adjudicar “parcelas de poder”. (Una concepción clínica de la política la entiende, en cambio, como la profesión que tiene por objeto la identificación o invención de tratamientos eficaces a los problemas públicos y la aplicación de éstos).

Pero la definición de Crick es de uso común, y esa idea lleva al extremo del político que pretende quedar bien con todo el mundo. Un importante político venezolano, ex candidato presidencial, confió al suscrito que era entendido como el único ciudadano que era a la vez de los Leones del Caracas y los Navegantes del Magallanes. El mismo Crick abunda más adelante al reconocer “que no hay ninguna finalidad implícita en los actos de conciliación o contemporización. Cada acto de conciliación cumple su objetivo, sea o no teleológico, si en el momento de su realización hace posible, en alguna medida, el ejercicio de un gobierno pacífico”. Sin duda, es ésta una idea de la política que es preferible a la noción que conocemos con el nombre de Realpolitik o política del poder: que el objeto de la política es la adquisición de poder, mientras se obstaculiza a los adversarios. Esto es, la política como combate, como juego “suma-cero”.

Ambas concepciones, por otra parte, se han acostumbrado a la cohabitación. El 9 de diciembre pasado Juan Carlos Caldera, dirigente de Primero Justicia, llamaba a mantener un “espíritu de democracia, paz y reconciliación”, pero al mismo tiempo (reporta El Universal) “afirmó que la victoria obtenida por el Bloque del No el pasado domingo debe servir para que todos los ciudadanos reflexionen y se den cuenta de que el camino a seguir debe ser la participación y la lucha”.

A pesar de las limitaciones de la idea de política sustentada por Crick, su ensayo contiene muy valiosas observaciones. La Ficha Semanal #175 de doctorpolítico reproduce, de traducción de Mercedes Zorrilla Díez, el inicio del segundo capítulo de In Defence of Politics, que lleva por título “Defensa de la política contra la ideología” y trata el tema del totalitarismo como negación de la política. El retrato que allí hace pareciera tomado del gobierno y las prácticas de Hugo Chávez.

LEA

Totalitarismo vs. Política

Que no cualquier tipo de gobierno es político y que la política es un concepto mucho más preciso de lo que suele creerse son verdades que se vuelven evidentes al analizar el sistema totalitario de gobierno y su justificación ideológica. El sistema totalitario contrasta de la manera más nítida con el sistema político, y el pensamiento ideológico es una negación explícita del pensamiento político. El totalitarista cree que todo es incumbencia del gobierno y que la misión de éste es reconstruir de arriba abajo la sociedad de acuerdo con los objetivos de una ideología. La ideología hace una crítica de la sociedad existente y una profecía, basándose en una única “clave histórica”, sobre una etapa final de la evolución social perfectamente justa y perfectamente estable. Reconocer el carácter único del sistema totalitario y las aspiraciones únicas de la ideología totalitaria debería ayudarnos a entender la peculiar importancia de algunos aspectos de la política. La ferocidad del ataque contra la idea de una diversidad de grupos sociales semiindependientes y contra la idea de los derechos del individuo nos convencerá de que el totalitario por lo menos sabe que esas dos cosas son el núcleo de lo que hace posible la política y, de paso, nos desengañará de la importancia de algunas otras cosas.

La comparación destruirá como mínimo cualquier identificación fácil de libertad política con “democracia”. La distinción entre regímenes democráticos y no democráticos, según la cual los regímenes libres son simplemente los que se basan en un consenso activo y voluntario, se desvanece a la luz de los regímenes totalitarios. Como ha escrito Hannah Arendt en su gran obra Los orígenes del totalitarismo:  “Es doloroso darse cuenta de que siempre van precedidos por movimientos de masas y de que ‘disponen del apoyo de las masas y descansan en él’ hasta el final”. Negar que la Unión Soviética o la China comunista tienen el apoyo de las masas (no faltó quien lo negara en el caso de la Alemania nazi) puede ser consolador, pero es falso y peligroso, un síntoma de la profunda convicción con que muchos buenos liberales creemos en una teoría de gobierno falsa: la que sostiene que el consentimiento del pueblo necesariamente comporta libertad. El ensayo de Mill On Liberty se basa en la premisa de que la libertad necesita ser defendida incluso de la democracia, de que es preciso inculcar a los demócratas el respeto por la libertad. Mill se da cuenta de de que el gobierno representativo no sería garantía de libertad si todos los cargos fueran ocupados por hombres que compartieran las mismas opiniones. Sin embargo, esa idea rara vez cala en la opinión pública. Seguimos intentando definir el libre ejercicio de la política en términos de democracia, y al parecer no podemos entender que, atendiendo a la historia del desarrollo de las instituciones democráticas (que no es lo mismo que la historia de la tolerancia), los comunistas pueden considerarse demócratas con el mismo derecho. Los regímenes totalitarios son un producto de la era democrática. Dependen del apoyo de las masas y han encontrado la manera de dirigir la sociedad como si fuera, o estuviera a punto de ser, una sola masa. Incluso la oposición, más escandalosa que efectiva, debe ser destruida no porque ofenda el orgullo propio de los autócratas sino porque su misma existencia niega las teorías del ideólogo totalitario. Tampoco se permite la pasividad, a diferencia de lo que ocurre en la autocracia. Los escépticos deben ser forzados a la acción hasta que empìece a gustarles.

El totalitarismo no es sólo un superlativo para denostar viejas prácticas autoritarias “con el traje nuevo” de las posibilidades que ofrece la tecnología moderna. La tecnología moderna no se ha limitado a ampliar la capacidad de explotación del gobierno, sino que ha contribuido a la creación de un nuevo estilo de pensamiento ideológico tan desmesuradamente ambicioso, que incluso la mera obediencia pasiva con la que se contentaba la mayoría de los antiguos autócratas ha dado paso a la necesidad de un entusiasmo activo y constante. El autócrata quería gobernar pacífica y plácidamente (aunque tuviera proyectos militares, éstos se limitaban al placer que pudieran proporcionarle durante su propia vida), pero el líder totalitario aspira a “remodelar por completo esta penosa situación” y su pensamiento abarca épocas enteras en lugar de limitarse a generaciones humanas. Himmler afirmaba que sus hombres de las S.S. no estaban interesados en “problemas cotidianos” sino “en temas ideológicos que seguirán siendo importantes durante décadas y siglos…” El disfrute del poder y la perpetuación de un régimen o dinastía pasan a un segundo plano comparados con la consecución por el partido único de los objetivos de una ideología. Casi sin darnos cuenta hemos traspasado los límites de la clasificación griega de los sistemas de gobierno que durante tanto tiempo pareció adecuada, y que presuponía que el gobierno tenía objetivos limitados y que el Estado, aunque fuera la institución social predominante, no era omnipotente.

El objetivo del sistema de gobierno totalitario no es sólo una intensa autocracia. Los autócratas, cuando el Estado aumentaba demasiado su extensión y complejidad para que todos los grupos con intereses divergentes pudieran ser dominados por la guardia de palacio, sólo podían resolver el problema compartiendo el poder. La restricción del poder (por limitada que fuera) y la consulta (por unilateral que fuera) se convertían en algún grado (por mínimo que fuera) en una necesidad administrativa. El consentimiento de las masas, cuando éstas adquirieron importancia a raíz del crecimiento de las ciudades y la expansión de la industria, sólo podía obtenerse mediante su participación en la política. Como resumió Rousseau en uno de esos instantes de claridad empírica que hacen perdonables tantos otros: “El más fuerte nunca es es bastante fuerte para ser siempre el amo, a no ser que transforme la fuerza en derecho y la obediencia en deber”. La ideología totalitaria ofrece esa base de derecho y deber de una manera plausible, inteligente y revolucionaria. Consigue lo que Napoleón anunció que sería la política del futuro: “la organización de las masas dispuestas al sacrificio por un ideal”. Para el régimen totalitario nada queda fuera del ámbito del gobierno y todo es posible. Las masas deben ser redirigidas u orquestadas, hacia una armonía futura única. Queda claro que esa línea de pensamiento puede ser llamada antipolítica, con el consentimiento de los defensores tanto de la ideología como de la política.

Bernard Crick

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