Fichero

LEA, por favor

La Ficha Semanal #186 de doctorpolítico consiste de la traducción al español—de una traducción al inglés (por Sara Sugihara)—de un artículo escrito por Bernard-Henry Lévy, filósofo francés nacido en Argelia en 1948. La versión inglesa fue publicada el 15 de marzo por The New Republic, un interesante Journal of Politics and the Arts. (www.tnr.com). Debo agradecer al amigo Rafael Rengifo que me haya dirigido al artículo de Lévy, el que lleva consigo la gravedad e inmediatez del conocimiento personal de Iván Ríos, el guerrillero colombiano muerto y mutilado por quienes debían ser sus custodios.

La sucinta pieza pinta con economía y dolorido asombro el desquiciamiento de Ríos, persona que en vida hacía gala de una retorcida argumentación. Fue escrita el día cuando las agencias de noticias daban cuenta del espantoso asesinato a sangre fría de Iván Ríos (nom de guerre de Manuel Muñoz Ortiz), y es un testimonio primario acerca del poder enloquecedor de la ideología.

Lévy es más famoso por un libro descollante entre los dieciocho que lleva escritos, el que justamente lleva por título La ideología francesa. Uno de los líderes de la Nouvelle Philosophie (1976), sus críticos lo consideran un dandy malcriado y narcisista. (Casado tres veces, es hoy el esposo de la muy hermosa actriz francesa Arielle Dombasle). Pero Lévy es un valiente intelectual y periodista que se preocupa activamente por los derechos humanos y por su violación en cualquier parte del mundo.

No se trata, sin embargo, de un conservador radical que sea incapaz de sintonizar con acciones duras de “revolucionarios”. Lévy apoyó la “Doctrina Mitterrand”, que tolera que vivan en libertad en Francia terroristas italianos de la Brigada Roja, a pesar de que hayan sido condenados por la justicia de Italia. En este caso, Lévy estima que a fines de los años setenta y comienzos de los ochenta los derechos humanos eran violados constantemente en Italia, lo que absolvería las acciones de los brigadistas.

Como puede verse, Bernard-Henry Lévy es un hombre polémico. Es preciso leer con atención sus escritos—El testamento de Dios, Las aventuras de la libertad, El siglo de Sartre, American vertigo—, para disolver la impresión de inconsistencia que una postura como la mencionada causa, si se la compara con el juicio que hace de Iván Ríos. En todo caso, estamos frente a un pensador combativo y exigente, que junto con unos cuantos más rompió con el marxismo, inconforme con la respuesta de los seguidores de esa ideología a la situación cuasi-revolucionaria del mayo francés de 1968.

Nada de lo anterior resta poder a su artículo sobre Iván Ríos, al que puso por título Balada de un hombre muerto. En ella canta un hombre que es escuchado por Nicolás Sarkozy.

LEA

Balada guerrillera

En febrero de 2001, mientras investigaba para mi libro sobre las guerras olvidadas, conocí a Iván Ríos, el comandante de las FARC que fuera recientemente ejecutado por su propio jefe de seguridad y guardaespaldas, en algún lugar de la frontera entre los departamentos colombianos de Caldas y Antioquia.

Los periódicos de esta mañana dicen que tenía cuarenta años. En mi memoria era un poco más viejo.

En cualquier caso, era el más joven de los siete miembros del secretariado general de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, o FARC.

Era también el más cultivado del grupo, quizás el más inteligente, y el único que había estudiado en la universidad en Medellín. Antes de pasar a la clandestinidad se llamaba Manuel Muñoz Ortiz, y su relación con el líder supremo de las FARC, Manuel Marulanda Vélez, de sobrenombre “Tirofijo”, era muy estrecha. Pertenecía al círculo íntimo de Tirofijo. Como dijera Osama bin Laden de otro intelectual brillante, Omar Sheikh, era una suerte de hijo adoptado.

Puedo verlo ahora en su bunker de Los Pozos, en medio de la jungla amazónica, exponiéndome la serie de eventos que lo llevaron, un joven y estudiado marxista que había crecido con el castrismo y leído en detalle a los escritores Louis Althusser y Charles Bettelheim, a unir sus fuerzas con uno de los más sangrientos movimientos guerrilleros del planeta.

Puedo verlo: tranquilo, sereno, encarnando al “asesino delicado” de Camus; un hombre que había aprendido a vencer sus recelos. Era como un Kaliayev cuyos años de soledad y de aislamiento en una jungla, cuyas paranoia y oscuridad probablemente lo convirtieron en un salvaje e iracundo Stepan Fedorov: inhumano, desprovisto de escrúpulos o dudas.

Todavía puedo verlo, su emaciada silueta, su cabello bien peinado, su barba impecablemente mantenida, hablando como un profesor que analiza una ecuación extremadamente compleja, explicando sin el menor azoro la “profunda justicia” de los secuestros planeados por las FARC, de Ingrid Betancourt, entre otros.

Lo recuerdo hablándome mientras caminábamos hacia el pequeño aeropuerto rural donde se esperaba la llegada de Camilo Gómez, el Alto Comisionado para la Paz del Presidente de Colombia. Ríos empleaba sus habilidades dialécticas para convencerme de que el cultivo de coca, la militarización de los laboratorios clandestinos donde sería refinada, el tráfico de cocaína y su comercialización masiva al servicio de las metrópolis del Imperio Americano, todo eso era una forma de resistencia a la opresión, un modo para que campesinos empobrecidos quebrados por los capitalistas se defendieran a sí mismos, una respuesta políticamente correcta al deterioro de los términos de intercambio entre Norte y Sur implantados por las corporaciones estadounidenses.

Rara vez en mi vida me he topado con una racionalidad tan desquiciada.

Nunca había estado tan cerca de esta clase de degeneración ideológica, convertida en la coartada glaseada de un gangsterismo puro.

Ahora el hombre está muerto.

Veo las fotos publicadas hoy por la prensa colombiana. Todo lo que queda de su cara, donde a veces divisé una sonrisa furtiva, una mueca ligeramente demente que se borraba lentamente, es su máscara mortuoria que sobresale de la sábana de plástico blanco con la que su cuerpo fue amortajado.

Recuerdo su elegante gesto al señalar un mapa clavado en la pared del bunker, mostrándome la zonas de los departamentos de Huila y Putumayo donde aparentemente los gringos habían estado rociando defoliantes como los que una vez usaron en Vietnam.

Su mano derecha cortada fue entregada por Pedro “Rojas” Montoya, el guerrillero que lo mató. Rojas también llevó el pasaporte de Ríos y su computador personal al comandante de la guarnición de San Mateo, que durante semanas había rodeado a las FARC.

En verdad, oscilo esta mañana entre, no dos, sino tres sentimientos.

Primero, una cierta emoción (¿por qué no admitirla?) al recordar esa mente extraviada, esa brillante inteligencia que, aun el día que exponía sus intolerables sofismas, era oscuramente seductora.

Luego, una verdadera satisfacción, porque las FARC, este gang, esta mafia, está ahora en una racha perdedora, ya que la muerte de Ríos siguió de inmediato a la de su compañero del secretariado, Raúl Reyes, el 1Ëš de marzo, lo que quizás signifique que se acerca la largamente esperada rendición de las FARC.

Por último, el pensamiento esencial—no, más que el pensamiento el temor—sobre el destino de los rehenes en general y de Ingrid Betancourt en particular, en las horas y días que vienen. ¿Quién puede decir como actuarán estas bestias salvajes, estos perros de la guerra, cuando perciban que han sido acorralados? Y cómo—a pesar del horror, de los crímenes, de los errores inerradicables de estos años de terrorismo ciego—pudiéramos no rezar por el comienzo de un último, un verdaderamente último diálogo: uno que salve a los inocentes.

Bernard-Henri Lévy

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