La característica general de la política venezolana hasta ahora es que si usted está mejor preparado en el campo de las ideas, es más inteligente a la hora de buscar soluciones y tiene las ideas claras sobre lo que hay que hacer para sacar adelante el país, entonces usted ya perdió las elecciones.
Argenis Martínez
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Existe una antigua leyenda de las tribus germánicas según la cual al comienzo del mundo sólo había dos clases de hombres: héroes y sabios. Según el mito, los héroes se levantaban todas las mañanas dispuestos para la faena: conquistar castillos, derrotar bandidos, rescatar doncellas y matar dragones. Al caer el día cesaba la jornada; y entonces los héroes se dirigían a las cuevas de los sabios, para que éstos les explicaran el significado de sus hazañas, pues no sabían ni por qué ni para qué las emprendían.
Es inevitable relacionar la tensión polar que esa narración nos muestra con el satírico epígrafe de Argenis Martínez. Lo que la leyenda indica es que desde hace mucho tiempo, en un pueblo bastante distante de nuestra heredad, ya se pensaba que había una gente que se ocupaba de las cosas y otra distinta que se entretenía con los significados de las cosas. No es sólo en Venezuela, pues, que se manifiesta esa bipolaridad entre “hombres de acción” y “hombres de pensamiento”, entre héroes y sabios, entre caciques y brujos. Pero en Venezuela esta tensión se manifiesta con particular crudeza.
Porque no sólo es que en Venezuela se prohibe a los brujos mandar, sino que ni siquiera se les estima. Una vez un profesor extranjero, experto internacional en sistemas de decisión racional de alto nivel, fue invitado por un ministro central de un gabinete de la última mitad de siglo venezolana. El profesor, a petición del ministro, recomendó la institución de un centro de investigación y desarrollo de políticas—con una cierta propensión al largo plazo, bien dotado de recursos, escudado del poder—una unidad de análisis de políticas para la Presidencia de la República, naturalmente sometida al corto plazo, con capacidad de respuesta instantánea, y un programa de formación para los que trabajarían en ambos tipos de centro. Dijo que esa trilogía era indispensable para aumentar la racionalidad en la toma de decisiones públicas. Después de escucharlo con mucha atención, y después de declarar que esto último era lo que él procuraba hacer desde su ministerio, el ministro dijo: “El problema, profesor, es que por mucho tiempo más la clave de la política venezolana estará en el número de compadres que tenga el Presidente en el país”.
Y no se crea que algo así ocurre sólo en el corazón del Gobierno Central: hace unos años ya, en una de las operadoras de PDVSA, cuando la empresa pasaba por ser nuestro dechado de virtudes gerenciales, un conferencista buscaba una página en blanco en el rotafolio de la junta directiva a la que hablaría en unos instantes. En ese proceso se topó con una página en cuyo centro estaba escrito lo siguiente: “A la industria petrolera no le conviene tener demasiada gente inteligente”.
¿Qué es este prejuicio contra las personas que tienen la tara de intelectualidad? Que se sepa, la Constitución sólo inhabilita para el ejercicio de los altos cargos públicos a quienes no son venezolanos por nacimiento, a los que siéndolo tengan otra nacionalidad, a quienes son demasiado jóvenes, a quienes son religiosos, a quienes estén sometidos a condena por sentencia definitivamente firme. No existe indicación alguna de la inhabilidad política de los “hombres de pensamiento”. ¿De dónde se saca entonces que éstos no deben mandar?
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Es un rasgo de modernidad de las más exitosas sociedades del planeta la presencia institucional importante de una reflexión profesional, sistemática, disciplinarmente amplia, sobre la dirección de sus organizaciones. En cada organización de importancia, sea pública o privada, las unidades de inteligencia y estrategia ocupan un espacio considerable y, fuera de ellas, grandes centros de análisis constituyen los think tanks, los “tanques de pensamiento”, que son capaces de inventar políticas, analizarlas, mejorarlas, e inventar también herramientas de análisis, de predicción, de invención y decisión.
Acá en Venezuela, en cambio, ha resultado muy difícil establecer este tipo de centros, y cuando se ha logrado hacerlo su vida ha resultado efímera o se ha distorsionado sus funciones propias para convertirlos en fabricadores de discursos o vitrina de eventos dirigidos a un objetivo de relaciones públicas. Y también ocurre que se le da el nombre de think tanks a organizaciones que realmente no lo son, con lo que se desacredita inmerecidamente a los verdaderos.
Si uno observa con un poco de detenimiento a las sociedades dominantes, se dará cuenta de que en ellas abundan organizaciones de esa clase. No debe ser casualidad que prolifere en los Estados Unidos toda clase de institutos de investigación y desarrollo de políticas—la Corporación RAND, la Institución Brookings, el Instituto Hudson, el Centro para el Estudio de las Instituciones Democráticas, el Instituto Catón, la Fundación Heritage, el Instituto de Investigaciones de Stanford, y un larguísimo etcétera. Las sociedades avanzadas procuran alcanzar racionalmente un destino favorable.
Y no dudan de la enorme utilidad que estos centros de recomendación pueden rendir. Las ganancias que pueden derivarse de un solo estudio pueden justificar por sí solas toda la vida de un instituto. (El caso antonomásico es el del descomunal ahorro que representó para la fuerza aérea norteamericana la invención, en el seno de la Corporación RAND, del método de abastecimiento de combustible a los aviones en vuelo, que evitaban las operaciones de mayor consumo de gasolina: el aterrizaje y el despegue).
Hay, pues, una razón profunda para esa mayor presencia de los institutos de política en las sociedades dominantes, de un mayor espacio para ellos: en los sistemas sociales más evolucionados, como ocurre con los sistemas biológicos, hay una mayor presencia de pensamiento organizado, que en lo social se concentra sobre la búsqueda de soluciones a los problemas públicos.
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Usualmente no se toman demasiado en serio los partidos y líderes políticos el tema del programa de gobierno, o muchas veces—hay honrosas excepciones—lo acometen a través de métodos intuitivos y vistosos, con los que procuran ligarlos a la mezcla de impresiones que su mercadeo de campañas busca inyectar en la psiquis de los Electores. Estos métodos son constitucionalmente ineficaces para generar un esquema estratégico con alguna coherencia, y así refuerzan la tendencia a despreciar esa actividad.
Cuando algún dirigente político más sensato que el promedio ha logrado persuadir a sus copartidarios de que un programa de gobierno es algo de importancia, casi siempre se dispone la realización de un evento—en ocasiones precedido de eventos parciales más pequeños—en el que una pléyade de notables viene a exponer sus ideas programáticas en el área de su especialidad. La elección de ese método de ensamblaje de partes elaboradas por una decena de cabezas dispares, o la acumulación aluvional de fragmentos menores cuando se involucra a centenares de participantes, es un error reiterado de la política venezolana, y conduce usualmente a documentos tibios, que se diferencian poco de los de otros partidos, ineficaces en su excesiva vaguedad y abstracción o, paradójicamente, en su excesivo detalle. Nunca se ha producido por este método un plan de gobierno que haya sido ejecutado.
En todo caso, siempre se destina a la elaboración programática una escasa cantidad de recursos. Un precandidato presidencial de partido consideraba demasiado costoso invertir, en el sostén de una unidad que trabajaría todo un año para elaborar un “programa de Estado”, una cantidad que era la mitad de lo que en ese mismo momento aquél gastaba en publicidad en una sola semana. En esa misma ocasión ofreció un argumento que le parecía definitivo; decía que las elecciones norteamericanas de ese año serían ganadas por un cierto candidato y éste no tenía un programa, de modo que ¿para qué hacía falta un programa?
Esa anécdota parece ser la versión criolla de la leyenda alemana en la que los héroes se han desentendido de los fines, de los significados políticos, y sólo atienden a la emisión de señales, que pueden ser cabalgatas en Carabobo, patadas de fútbol en atuendo deportivo, moños recogidos o sueltos, asociaciones felinas o bolivarianas, boinas militaroides, eslóganes, jingles, apariciones en estadios o corridas de toros. El problema de los contenidos políticos, de los tratamientos a problemas públicos, de los programas, no es asunto que les desvela. Para eso siempre puede contratarse a alguien que los imagine y los escriba.
Otro candidato presidencial venezolano, por ejemplo, decía a un auditorio de estudiantes universitarios que el país estaba urgido de un “nuevo modelo político” pero que él ¡no estaba seguro de cuál era! Al comentar tan inocente declaración en un grupo que se reúne frecuentemente para analizar el acontecer político nacional, el líder del mismo opinó que eso no venía siendo problema del candidato. De esta manera daba expresión a una noción bastante común, y que no es exclusiva de nuestra escena política. En su obra Para entender al neoliberalismo, William Schneider se refiere al mismo punto del desinterés presidencial norteamericano por lo programático, al decir que un presidente “después de todo, siempre puede contratar a alguien que le solucione los problemas”.
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En un viejo modelo político los caciques mandan, los héroes matan dragones, pero no tienen que pensar en la solución a los problemas públicos. De eso debieran ocuparse, subordinados siempre a quienes mandan, los sabios que encuentran los significados y los brujos que producen menjurjes y encantamientos. Profesionales que encuentren soluciones. El modelo, el arquetipo, el paradigma (en el viejo sentido de ejemplo), prescribe a quien detente o quiera detentar el mando el papel y el carácter de un combatiente. No en vano las imágenes con las que los actores políticos convencionales hacen auto-referencia tienden a ser las de “combatiente” o “luchador” político o social, y se refieren a la “arena” y a la “lucha” políticas y a los procesos de “vencer” y “derrotar”.
Y piensan ellos, así como la mayoría de nosotros, que su papel consiste en “mandar”. No en mandar a secas, lo que pudiese ser moderado si se restringiera al mando sobre los órganos ejecutivos del Estado, sino que se entiende como mandando sobre la Nación. El candidato que declaró con la mayor frescura desconocer cuál era el modelo político que necesitaba Venezuela se refirió, en un conocido programa de televisión, a quienes pretendieran “gobernar sobre un país”. Y esta idea de que se gobierna sobre un país es, con seguridad, algo que debe ser cambiado, justamente, en un nuevo modelo político para Venezuela y, si a ver vamos, para cualquier país. No se gobierna sobre un país, se gobierna para un país.
Todas estas cosas pertenecen a la noción que encontramos en la leyenda alemana, en el rotafolio de la compañía petrolera venezolana, en el ministro que hablaba de compadres, en los que anuncian sus pretensiones presidenciales sin saber lo que harían como presidente: que los héroes mandan aunque sean unos inconscientes.
Y su corolario fuerte es que los sabios, los brujos, no mandan, no pueden mandar, no se les debe permitir que manden, porque ellos no saben matar dragones ni vencer oponentes en las arenas políticas. No se concibe que quien ostensiblemente lea mucho, piense mucho, invente mucho, pueda ser un buen gobernante, sea un hombre capaz de acción, ni siquiera capaz de defenderse. Esto es percibido así no sólo por los políticos que trabajan bajo esas premisas, sino por el común de los mortales. Por eso podemos ser sorprendidos cuando llegamos a observar a un “hombre de pensamiento” comportándose como un “hombre de acción”.
Esta percepción va a cambiar, no obstante.
Desde hace ya algún tiempo es posible registrar una nueva irrupción del pensamiento y la inteligencia en el ámbito del poder. La revista Fortune titulaba en su edición del 14 de enero de 1991: “Ahora capital significa cerebro, no sólo dólares”. Y citaba a líderes empresariales norteamericanos que decían cosas como las siguientes: que el capitalismo empresarial había dado paso a un capitalismo gerencial que ahora cedía el sitio a un “capitalismo intelectual”; que “la materia gris es tan diferente a los billetes que la economía neoclásica, con sus leyes de la oferta y la demanda y de los rendimientos decrecientes, no puede explicar adecuadamente cómo funciona su substancia”; que el capital intelectual producirá un profundo desplazamiento en la riqueza del mundo de los dueños de los recursos naturales a quienes controlen las ideas y el conocimiento.
Este proceso, que ya ha comenzado en el ámbito de la economía, no tardará en manifestarse con igual fuerza en el ámbito de la política, y cuando lo haga cambiará radicalmente el modo como ésta es practicada.
Es probable que continúe habiendo un predominio de los “hombres de acción” en las cabezas ejecutivas de los Estados, de los partidos políticos, pero aun en este caso habrá un marcado aumento del espacio y la influencia de los “hombres de pensamiento” en la política. Es probable que los hombres de pensamiento que se dediquen a la formulación de políticas se entiendan más como “brujos de la tribu” que como “brujos del cacique”. Esto es, se reservarán el derecho de comunicar los tratamientos que conciban a los Electores, sobre todo cuando las situaciones públicas sean graves y los caciques se resistan a aceptar sus recomendaciones.
Pero también es probable que en algunos pocos casos algunos brujos lleguen a ejercer como caciques. En situaciones muy críticas, en situaciones en las que una desusada concentración de disfunciones públicas evidencie una falla sistémica, generalizada, es posible que se entienda que más que una crisis política se está ante una crisis de la política, la que requiere un actor diferente que la trate.
Vilfredo Pareto, sociólogo y economista italiano de principios del siglo XX, se ha hecho muy conocido en el ámbito empresarial, gracias a que sus “curvas” han devenido en concepto medular de la escuela gerencial de la “calidad total”. También es el autor de La circulación de las élites. En este libro Pareto describe la configuración de poder más frecuente como aquélla en la que los hombres de acción, los “leones”, son los que gobiernan. Pero también expone que cíclicamente los leones arriban ante atolladeros que no pueden superar, y deben venir entonces los “zorros” al gobierno, los hombres de pensamiento, los que dominan el “arte de la combinatoria”, a resolver la situación. (En términos de nuestro folklore, Tío Tigre sustituido por Tío Conejo). Según su esquema, los leones y los zorros se alternan cíclicamente; según Pareto las élites circulan.
Tal vez, entonces, estemos en Venezuela necesitando un desplazamiento, aunque sólo sea temporal, de leones por zorros, de caudillos por filósofos. Tal vez estemos ante la necesidad de un ciclo de Pareto, y entonces cobre vigencia la idea de un “retorno de los brujos”, que fuera el título de uno de los libros de mayor influencia en la fértil década de los años sesenta.
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