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La semana pasada se reprodujo acá un entusiasta artículo de Mario Vargas Llosa, en elogio de Barack Obama y su campaña por la Presidencia de los Estados Unidos, y se aludió al discurso de éste del 18 de marzo, sobre el tema racial. Álvaro Vargas Llosa, hijo del gran escritor peruano, se sintió obligado hace unos días a reconocer las destacadas virtudes de ese discurso, en artículo—El discurso de Obama—publicado el 27 de marzo pasado.
Menos amplio que su padre, Vargas Llosa hijo debió escribir, a pesar de advertir distancias entre Obama y él, cosas como las siguientes: “Elogio ese discurso con la salvedad de que no comparto muchas de las ideas del candidato sobre el papel del Estado… En cualquier caso, el discurso fue al meollo de la cuestión racial en Estados Unidos… [E]l mero hecho de que un hombre con posibilidades reales de llegar a la presidencia esté dispuesto a tratar en público estas verdades inefables ha convertido a esta campaña presidencial, por un breve instante, en algo muy significativo”.
El ineludible YouTube, que usualmente admite videos de no más de diez minutos de duración, aloja el discurso entero de Obama, que cubre más de treinta y siete. En las primeras cuarenta y ocho horas después de su inserción, más de dos millones y medio de personas habían visto el video del discurso de Obama.
La Ficha Semanal #188 de doctorpolítico reproduce in toto ese discurso, en traducción que debió hacerse a propósito, pues no fue posible obtener una versión en español, ni siquiera en el sitio web de Barack Obama. Es la segunda ficha más larga que haya publicado doctorpolítico, pero así como YouTube, esta publicación apuesta a que será una pieza de extraordinario interés para los lectores.
En él revela Obama un temple digno de encomio, pues se fajó con un issue de campaña que amenazaba con enredarlo en grado sumo: el pastor de la iglesia a la que Obama pertenece, Jeremías Wright, había orado sermones que contenían afirmaciones muy agresivas y distorsionadas sobre el problema racial estadounidense. En lugar de minimizar la importancia del hecho y tratar de quitar significado a su relación con Wright, el precandidato demócrata tomó el toro por los cuernos y salió airoso.
Álvaro Vargas Llosa destacó todavía otro rasgo de la honestidad de Obama: “…trascendió no sólo las fronteras raciales sino también las ideológicas cuando elogió el valor de la responsabilidad individual, refiriéndose a él como un valor ‘conservador’, con lo cual quiso decir que no tenía ningún complejo a la hora de valorar lo que es una piedra angular de la visión social del adversario”.
Ya su padre había dicho de Obama, con ocho meses y pico de antelación: “No es un político al uso, sino una personalidad singular, excepcionalmente franca y persuasiva, que evita los estereotipos y las banalidades y no vacila en ir contra la corriente en defensa de sus convicciones… Los términos claves de su discurso son reconciliación, solidaridad, abrir más y más oportunidades para todos y emprender una lucha implacable contra la corrupción, los favoritismos, el privilegio y el abuso”.
LEA
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Lazos perfectibles
“Nosotros, el pueblo, con el fin de formar una unión más perfecta”.
Hace doscientos veintiún años, en un salón que aún está al cruzar la calle, se reunió un grupo de hombres que, con esas simples palabras, lanzó el improbable experimento democrático de América. Granjeros y académicos, estadistas y patriotas que habían cruzado un océano para escapar a la tiranía y la persecución, proclamaron finalmente su declaración de independencia en una convención en Filadelfia que se extendió hasta la primavera de 1787.
El documento que produjeron y fue luego firmado no estaba terminado. Estaba manchado por el pecado original de la esclavitud en esta nación, una cuestión que dividió a las colonias y llevó a la convención a un estancamiento, hasta que los fundadores optaron por permitir que el tráfico de esclavos continuara por al menos veinte años más, y por dejar cualquier resolución final a futuras generaciones.
Por supuesto, la respuesta a la cuestión de la esclavitud ya estaba engastada en nuestra Constitución, una Constitución que en su mismo núcleo tenía el ideal de una ciudadanía igual bajo la ley; una Constitución que prometía a su pueblo libertad y justicia, y una unión que podía y debía ser perfeccionada con el tiempo.
Sin embargo, las palabras en el pergamino no serían suficientes para liberar a los esclavos de sus ataduras, ni para proveer a los hombres y mujeres de todo color o credo con todos sus derechos y obligaciones como ciudadanos de América. Se necesitaría americanos de sucesivas generaciones que estuvieran dispuestos a hacer lo suyo, mediante la protesta y la lucha, en las calles y en los tribunales, a través de una guerra civil y la desobediencia civil, siempre con gran riesgo, para estrechar la brecha entre la promesa de nuestros ideales y la realidad de su tiempo.
Fue ésa una de las tareas que nos impusimos al comienzo de esta campaña: continuar la larga marcha de aquellos que nos precedieron, una marcha por una América más justa, más igualitaria, más libre, más compasiva y más próspera. Decidí optar por la presidencia en este momento porque creo profundamente que no podremos resolver los retos de nuestro tiempo a menos que los resolvamos juntos, a menos que perfeccionemos nuestra unión comprendiendo que podemos tener distintas historias, pero sostenemos esperanzas comunes; que podemos lucir diferentes y haber venido de sitios distintos, pero todos queremos movernos en la misma dirección: hacia un mejor futuro para nuestros hijos y nuestros nietos.
Esta creencia surge de mi inquebrantable fe en la decencia y la generosidad del pueblo americano. Pero también nace de mi propia historia americana.
Soy el hijo de un hombre negro de Kenya y una mujer blanca de Kansas. Fui criado con la ayuda de un abuelo blanco, que sobrevivió a la Depresión para servir en el ejército de Patton en la Segunda Guerra Mundial, y de una abuela blanca, que trabajó en una línea de ensamblaje de bombarderos en Fort Leavenworth mientras él se encontraba allende los mares. He estudiado en algunas de las mejores escuelas de América y he vivido en una de las naciones más pobres del mundo. Estoy casado con una negra americana que lleva en ella la sangre de esclavos y propietarios de esclavos, una herencia que pasamos a nuestras dos preciosas hijas. Tengo hermanos, hermanas, sobrinas, sobrinos, tíos y primos de toda raza y color, dispersos por tres continentes y, mientras viva, no olvidaré nunca que en ningún otro país de la tierra es mi historia siquiera posible.
Es una historia que no me ha convertido en el más convencional de los candidatos. Pero es una historia que ha marcado en mi dotación genética la idea de que esta nación es más que la suma de sus partes, que a partir de muchos somos, en verdad, uno.
A lo largo del primer año de esta campaña, en contra de todas las predicciones en contrario, vimos cuán hambriento estaba el pueblo americano de este mensaje de unidad. A pesar de la tentación de ver mi candidatura a través de un lente puramente racial, hemos tenido resonantes victorias en estados con algunas de las poblaciones más blancas del país. En Carolina del Sur, donde todavía flamea la Bandera Confederada, construimos una poderosa coalición de afroamericanos y americanos blancos.
Esto no es lo mismo que decir que la raza no ha sido un tema en la campaña. En distintos momentos de la campaña, algunos comentaristas me han considerado o “demasiado negro” o “no suficientemente negro”. Vimos burbujear en la superficie las tensiones raciales durante la semana previa a la primaria de Carolina del Sur. La prensa ha escudriñado toda encuesta en busca del menor signo de polarización racial, no sólo en términos de blanco y negro, sino también en términos de negro y pardo.
Y, sin embargo, sólo ha sido en las últimas dos semanas que la discusión de la raza en esta campaña ha asumido un giro particularmente divisivo.
En un extremo del espectro, hemos oído la implicación de que mi candidatura es, de algún modo, un ejercicio de acción afirmativa1; que sólo está basada en el deseo de liberales sorprendidos de comprar barata la reconciliación racial. Del otro lado, hemos oído a mi antiguo pastor, el reverendo Jeremías Wright, usar lenguaje incendiario para expresar puntos de vista que no sólo tienen el potencial de ampliar la división racial, sino que son puntos de vista que denigran tanto de la grandeza como de la bondad de nuestra nación, que sin duda ofenden por igual a blancos y negros.
Ya he condenado, en términos inequívocos, los puntos del reverendo Wright que han causado esa controversia. Para algunos, todavía quedan preguntas irritantes. ¿Sabía yo que él era un fiero crítico ocasional de la política doméstica y exterior de los Estados Unidos? Por supuesto. ¿Le escuché alguna vez afirmaciones que pudieran considerarse controversiales mientras estaba en su iglesia? Sí. ¿Estuve fuertemente en desacuerdo con muchos de sus puntos de vista políticos? Absolutamente, del mismo modo que, estoy seguro, ustedes han escuchado afirmaciones de sus pastores, sacerdotes o rabinos con las que estaban fuertemente en desacuerdo.
Pero las afirmaciones que causaron este reciente incendio no eran meramente controversiales. No eran simplemente el esfuerzo de un líder religioso por hablar en contra de injusticias percibidas. En vez de eso, expresaban una visión de este país profundamente distorsionada, una visión que cree que el racismo blanco es endémico, y que eleva lo que está mal en América por sobre todo lo que sabemos está bien en América; una visión que cree que los conflictos en el Medio Oriente están primariamente enraizados en las acciones de aliados decididos como Israel, en lugar de emanar de las odiosas y perversas ideologías del islamismo radical.
Como tales, los comentarios del reverendo Wright no sólo fueron erróneos, sino divisivos; divisivos en momentos cuando necesitamos la unidad, racialmente cargados en un tiempo cuando necesitamos unirnos para resolver un conjunto de problemas monumentales: dos guerras, una amenaza terrorista, una economía que cae, una crisis crónica del cuidado a la salud y un cambio climático potencialmente devastador. Son problemas que no son ni negros ni blancos, ni latinos ni asiáticos, sino más bien problemas que todos confrontamos.
Dados mi trayectoria, mi política y los valores e ideales que profeso, sin duda habrá aquellos para los que mis palabras de condenación no son suficientes. Preguntarán: ¿por qué asociarme con el reverendo Wright, en primer lugar? ¿Por que no me uní a otra iglesia? Y debo confesar que si lo único que conociera del reverendo Wright fuesen las pequeñas partes de esos sermones que han circulado interminablemente en la televisión y en YouTube, o si la Iglesia Unida de la Trinidad correspondiese con las caricaturas vendidas por algunos comentaristas, no hay duda de que yo hubiera reaccionado de forma muy parecida.
Pero la verdad es que eso no es todo lo que yo sé de ese hombre. El hombre que conocí hace más de veinte años es un hombre que ayudó a introducirme en mi fe cristiana, un hombre que me habló de nuestra obligación moral de amarnos los unos a los otros, de cuidar a los enfermos y levantar a los pobres. Él es un hombre que sirvió a su país como infante de marina, que ha estudiado y enseñado en algunas de las mejores universidades y los mejores seminarios del país, y que durante más de treinta años dirigió una iglesia que sirve a la comunidad haciendo el trabajo de Dios aquí en la tierra, alojando a quienes no tienen techo, ayudando a los necesitados, proveyendo servicios de cuidado diario, becas y ministerio en las prisiones, así como acercándose a los que sufren de SIDA.
En mi primer libro, Sueños de mi padre, describí la experiencia de mi primer servicio en la Trinidad:
“La gente comenzó a gritar, levantándose de sus asientos para aplaudir y aclamar, mientras un viento poderoso acarreaba la voz del reverendo arriba hasta la cúpula… Y en esa simple nota—¡esperanza!—oí algo más; al pie de esa cruz, dentro de las miles de iglesias a través de la ciudad, imaginaba las historias de gente negra ordinaria mezclándose con las historias de David y Goliat, Moisés y el Faraón, los cristianos en la guarida de los leones, el campo de huesos secos de Ezequiel. Estas historias—de supervivencia, de libertad y de esperanza—se convirtieron en nuestra historia, en mi historia; la sangre que se había derramado era nuestra sangre, las lágrimas las nuestras; hasta que esta iglesia negra, en este brillante día, parecía una vez más el vehículo que llevaba la historia de una gente a las futuras generaciones y a un mundo más grande. Nuestras pruebas y nuestros triunfos se hicieron a la vez únicos y universales, negros y más que negros; al hacer la crónica de nuestro viaje, las narraciones y los cánticos nos dieron un medio de reclamar recuerdos de los que no necesitábamos tener vergüenza… recuerdos que todo el mundo podía estudiar y querer, con los que podíamos comenzar a reconstruir”.
Ésa ha sido mi experiencia en la Trinidad. Como otras iglesias predominantemente negras del país, la Trinidad abarca la comunidad negra en su totalidad: el doctor y la madre asistida, el estudiante modelo y el antiguo pandillero. Como otras iglesias negras, los servicios de la Trinidad están llenos de risa ruidosa y humor a veces indecente. Está llena de danza, aplausos, gritos y alaridos que pueden ser irritantes para el oído no adiestrado. La iglesia contiene, a plenitud, la amabilidad y la crueldad, la fiera inteligencia y la chocante ignorancia, las luchas y los éxitos, el amor y, sí, la amargura y la parcialidad que componen la experiencia negra en América.
Y esto ayuda a explicar, quizás, mi relación con el reverendo Wright. Por imperfecto que pueda ser, ha sido como un familiar para mí. El fortaleció mi fe, ofició en mi boda y bautizó mi prole. Ni una sola vez, en mis conversaciones con él, le escuché hablar de ningún grupo étnico en términos derogatorios, o tratar blancos con los que interactuara de un modo que no fuera cortés y respetuoso. Él contiene dentro de sí las contradicciones—lo bueno y lo malo—de la comunidad a la que ha servido diligentemente por tantos años.
No puedo renegar de él como tampoco puedo renegar de la comunidad negra. No puedo renegar de él como no puedo hacerlo con mi abuela blanca, una mujer que ayudó a criarme, una mujer que se sacrificó una y otra vez por mí, una mujer que me ama tanto como pueda amar cualquier cosa en el mundo, pero es una mujer que alguna vez admitió su miedo de los hombres negros que pasaran en la calle junto a ella, y que en más de una ocasión profirió estereotipos raciales o étnicos que me hicieron azorar.
Estas personas son parte de mí. Y son parte de América, este país que amo.
Algunos verán esto como un intento por justificar o excusar comentarios que son simplemente inexcusables. Les aseguro que no es así. Supongo que lo políticamente prudente sería alejarse de este episodio y esperar nada más que se desvaneciera en la oscuridad. Podemos descartar al reverendo Wright como un desquiciado o un demagogo, tal como algunos han descartado a Geraldine Ferraro, luego de sus recientes declaraciones, como si alojaran algún sesgo racial profundamente asentado.
Pero la raza es un tema que yo creo que la nación no puede darse el lujo de ignorar. Cometeríamos el mismo error del reverendo Wright: simplificar y estereotipar y amplificar lo negativo hasta el punto de distorsionar la realidad.
El hecho es que los comentarios que se han producido y los asuntos que han emergido, en las últimas semanas, reflejan complejidades de lo racial en este país que realmente no hemos trabajado, una parte de nuestra unión que todavía tenemos que perfeccionar. Y si nos alejamos ahora, si sencillamente nos retiramos a nuestras respectivas esquinas, nunca seremos capaces de reunirnos y resolver retos como el cuidado de la salud, o la educación, o la necesidad de encontrar buenos empleos para todos los americanos.
La comprensión de esta realidad requiere un recordatorio de cómo llegamos hasta este punto. Como escribiera una vez William Faulkner: “El pasado no está muerto y enterrado. De hecho, ni siquiera es pasado”. No necesitamos recitar acá la historia de la injusticia racial en este país. Pero necesitamos recordar que muchas de las disparidades que existen en la comunidad afroamericana hoy en día provienen, en línea directa, de una generación anterior que sufrió bajo el brutal legado de la esclavitud y Jim Crow2.
Las escuelas segregadas eran, y son, escuelas inferiores; todavía no las hemos compuesto, cincuenta años después de Brown vs. el Consejo de Educación3, y la educación inferior que proveyeron, entonces y ahora, ayuda a explicar la generalizada brecha de logro entre los estudiantes negros y blancos de hoy.
La discriminación legalizada—por la que se impedía a los negros, a menudo con violencia, poseer propiedad, o que no se concediera préstamos a hombres de negocios afroamericanos, o que se excluyera a los negros de los sindicatos, o la fuerza policial o los bomberos—significaba que las familias negras no pudieran amasar ninguna riqueza significativa que legar a futuras generaciones. Esa historia ayuda a explicar la brecha de riqueza e ingreso entre negros y blancos, y los bolsones concentrados de pobreza que persisten hoy en tantas de nuestras comunidades urbanas y rurales.
Una carencia de oportunidades económicas entre los hombres negros, y la vergüenza y la frustración que producía el no ser capaz de proveer a sus familias, contribuyó a la erosión de las familias negras, lo que es un problema que puede haber sido agravado por muchos años de políticas de seguridad social. Y la falta de servicios básicos en muchos vecindarios urbanos de negros—parques para que jueguen los niños, policías de punto, recolección regular de la basura y mantenimiento de las ordenanzas de construcción—ayudó a crear un ciclo de violencia, deterioro y desidia que continúa espantándonos.
Ésta es la realidad en la que crecieron el reverendo Wright y otros afroamericanos de su generación. Maduraron a finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta, en una época cuando la segregación era todavía ley en el país y la oportunidad era sistemáticamente constreñida. Lo que es digno de notar no es cómo muchos fracasaron frente a la discriminación, sino más bien cuántos hombres y mujeres vencieron las probabilidades, cuántos pudieron encontrar una salida en una situación sin salida para aquellos que, como yo, vendríamos después.
Pero junto con todos aquellos que rasguñaron y agarraron en el camino para tener un pedazo del sueño americano, hubo muchos que no lo lograron, aquellos que fueron en último término derrotados, de un modo u otro, por la discriminación. Ese legado de derrota fue pasado a futuras generaciones, los jóvenes y, cada vez más, las jóvenes que vemos paradas en las esquinas o languideciendo en nuestras cárceles, sin esperanza o perspectivas de futuro. Incluso para los negros que lo lograron, las cuestiones de la raza y el racismo continúan definiendo su visión del mundo en forma fundamental. Para los hombres y mujeres de la generación del reverendo Wright, los recuerdos de humillación, duda y temor no han desaparecido, ni tampoco la ira y la amargura de esos años. Puede que esa ira no se exprese en público, en frente de colaboradores o amigos blancos. Pero encuentra su voz en la barbería o alrededor de la mesa de cocina. A veces, esa ira es explotada por políticos, para ganar votos sobre líneas raciales o compensar sus propias debilidades.
Y ocasionalmente encuentra su voz en la iglesia los domingos por la mañana, en el púlpito como en los bancos. El hecho de que tanta gente se sorprenda de oír esa ira en algunos de los sermones del reverendo Wright, simplemente nos recuerda el viejo clisé de que la hora más segregada de la vida americana ocurre el domingo en la mañana. Esa ira no siempre es productiva; de hecho, demasiado a menudo distrae la atención de la solución de problemas reales, nos impide encarar directamente nuestra propia complicidad en nuestra condición, e impide que la comunidad afroamericana forje las alianzas necesarias para generar un cambio real. Pero la ira es real; es poderosa, y desear que simplemente se vaya, condenándola sin entender sus raíces, sólo sirve para hacer más ancha la grieta de incomprensión que existe entre las razas.
De hecho, una ira similar existe en segmentos de la comunidad blanca. La mayoría de los americanos blancos de clase media o trabajadora no siente que haya sido particularmente privilegiada por su raza. Su experiencia es la experiencia del inmigrante; por lo que a ellos atañe, nadie les regaló nada, han construido de la nada. Han trabajado duro todas sus vidas, muchas veces sólo para ver sus trabajos embarcarse al exterior o sus pensiones echadas a la basura después de toda una vida de trabajo. Están ansiosos por su futuro, y sienten que sus sueños se escapan; en una era de salarios estancados y competencia global, la oportunidad pasa a ser percibida como un juego de suma cero, en el que tus sueños existen a mi costa. Así que cuando les dicen que deben enviar a sus hijos a una escuela no muy próxima, cuando escuchan que un afroamericano tiene una ventaja para conseguir empleo o un cupo en una buena universidad por una injusticia que ellos mismos jamás cometieron, cuando se les dice que sus temores acerca del crimen en los vecindarios urbanos están de algún modo prejuiciados, su resentimiento crece con el tiempo.
Tal como la ira de la comunidad negra, este resentimiento no siempre se expresa en educada compañía. Pero ha ayudado a conformar el paisaje político durante al menos una generación. La ira contra los programas sociales y la acción afirmativa ayudó a formar la coalición en torno a Reagan. Los políticos explotaban rutinariamente el miedo al crimen para sus propios fines electorales. Algunos anfitriones de programas de entrevistas y comentaristas conservadores construyeron carreras enteras desenmascarando quejas ficticias de racismo, mientras desechaban la legítima discusión de la injusticia racial y la desigualdad como si fuese mera corrección política o racismo recíproco.
Así como la ira negra a menudo se mostró como contraproducente, también este resentimiento blanco ha distraído la atención de los reales culpables de la opresión de la clase media: una cultura corporativa llena de negociados intestinos, prácticas cuestionables de contabilidad y afán de lucro a corto plazo, Washington bajo el dominio del cabildeo y los intereses especiales, políticas económicas que favorecen a los pocos antes que a los muchos. Y sin embargo, descartar el resentimiento de los americanos blancos, etiquetarlo como equivocado o incluso racista, sin reconocer que está basado en preocupaciones legítimas, también amplía la división racial y obstruye el sendero al entendimiento.
Es aquí donde estamos ahora. Es un estancamiento racial al que hemos estado adheridos por años. Contrariamente a los reclamos de algunos de mis críticos, negros o blancos, nunca he sido tan ingenuo como para creer que podamos trascender nuestras divisiones raciales en un solo ciclo electoral o con una sola candidatura, particularmente una candidatura tan imperfecta como la mía.
Pero he expresado la firme convicción, una convicción arraigada en mi fe en Dios y mi fe en el pueblo americano, de que trabajando juntos podemos superar algunas de nuestras viejas heridas raciales, y que de hecho no tenemos otra opción si queremos proseguir en el camino de una unión más perfecta.
Para la comunidad afroamericana, ese camino significa abrazar las cargas de nuestro pasado sin hacernos víctimas de él. Significa continuar insistiendo en una medida plena de justicia en todo aspecto de la vida americana. Pero también significa unir nuestras reivindicaciones particulares—por una mejor salud pública, mejores escuelas y mejores empleos—a las más grandes aspiraciones de todos los americanos: la mujer blanca que lucha por romper el techo de vidrio, el hombre blanco que ha sido despedido, el inmigrante que intenta alimentar a su familia. Y esto significa asumir toda la responsabilidad de nuestras vidas, exigiendo más de nuestros padres y pasando más tiempo con nuestros hijos, leyéndoles y enseñándoles que, aun cuando puede que enfrenten retos y discriminación en sus propias vidas, nunca deberán sucumbir a la desesperación o el cinismo y crean siempre que pueden escribir su propio destino.
Irónicamente, esta noción de autoayuda que es la quintaesencia de lo americano—y sí, de lo conservador—encontró expresión frecuente en los sermones del reverendo Wright. Pero lo que mi antiguo pastor no pudo entender es que embarcarse en un programa de autoayuda también requiere una creencia en que la sociedad puede cambiar.
El profundo error de los sermones del reverendo Wright no es que hablara contra el racismo en nuestra sociedad. Es que habló como si nuestra sociedad fuera estática, como si no hubiera habido ningún progreso, como si este país—un país que ha hecho posible que uno de sus propios miembros haga campaña por el más alto cargo del país y haya construido una coalición de blanco y negro, latino y asiático, rico y pobre—estuviera irrevocablemente atado a un trágico pasado. Pero lo que sabemos, lo que hemos visto, es que América puede cambiar. Ése es el verdadero genio de esta nación. Lo que ya hemos alcanzado nos da esperanza—la audacia de esperar—por lo que podemos y debemos alcanzar mañana.
En la comunidad blanca, el camino hacia una unión más perfecta significa reconocer que lo que agobia a la comunidad afroamericana no existe solamente en las mentes de la gente negra; que el legado de discriminación, y los incidentes de discriminación en la actualidad, aunque menos ostensibles que en el pasado, son reales y deben ser atendidos. No sólo con palabras, sino con hechos: invirtiendo en nuestras escuelas y comunidades, haciendo cumplir nuestras leyes de derechos humanos y asegurando la equidad en nuestro sistema de justicia penal, proveyendo a esta generación con escaleras de oportunidad que no estuvieron disponibles a generaciones anteriores. Requiere que todos los americanos nos demos cuenta de que tus sueños no tienen que realizarse a expensas de los míos, que la inversión en la salud, la seguridad social y la educación de los niños negros, pardos y blancos en último término redundará en la prosperidad de toda América.
Al final, entonces, lo que se precisa no es nada más ni nada menos que lo que todas las grandes religiones del mundo demandan: que hagamos a los demás lo que queremos que los otros nos hagan. Sé el guardián de tu hermano, dicen las Escrituras. Sé el guardián de tu hermana. Encontremos ese interés común que todos tenemos en todos los demás, y hagamos que nuestra política también refleje ese espíritu.
Porque tenemos una elección en este país. Podemos aceptar una política que engendra división, conflicto y cinismo. Podemos acometer la raza sólo como espectáculo—como hicimos en el juicio a OJ—o al día siguiente de la tragedia, como hicimos al paso de Katrina, o como carne para los noticieros de la noche. Podemos pasar los sermones del reverendo Wright en todos los canales, todos los días, y hablar de ellos hasta la elección y hacer que la única pregunta de esta campaña sea si el pueblo americano piensa que de algún modo creo en, o simpatizo con, sus más ofensivas palabras. Podemos martillar algún lapsus de algún partidario de Hillary como evidencia de que ella está jugando la carta racial, o podemos especular sobre si todos los hombres blancos harán rebaño en torno a John McCain en la elección general independientemente de sus políticas.
Podemos hacer eso.
Pero si lo hacemos, puedo decirles que en la próxima elección estaremos hablando acerca de alguna otra distracción. Y luego otra. Y luego otra. Y nada cambiará.
Ésa es una opción. Pero en este momento, en esta elección, podemos reunirnos y decir: “No esta vez”. Esta vez queremos hablar de las escuelas que se derrumban y roban el futuro de niños negros y blancos y asiáticos e hispánicos y americanos nativos. Los niños de América no son esos niños, son nuestros niños, y no dejaremos que se retrasen en una economía del siglo 21. No esta vez.
Esta vez queremos hablar de cómo las colas de la Sala de Emergencia están llenas de blancos y negros e hispánicos que no tienen seguro médico, que no tienen en sí mismos el poder de vencer los intereses especiales en Washington, pero que pudieran confrontarlos si lo hacemos juntos.
Esta vez queremos hablar sobre las fábricas cerradas que alguna vez proveyeron una vida decente para hombres y mujeres de toda raza, y las casas a la venta que alguna vez pertenecieron a americanos de toda religión, toda religión y todo modo de vida. Esta vez queremos hablar del hecho de que el problema real no es que alguien que no se te parezca pueda quitarte tu trabajo; es que la compañía para la que trabajas lo transporta al exterior por ninguna otra cosa que una ganancia.
Esta vez queremos hablar acerca de los hombres y mujeres de todos los colores y credos que sirven juntos, combaten juntos y sangran juntos bajo la misma orgullosa bandera. Queremos hablar acerca de cómo traerlos de regreso a casa de una guerra que nunca debió ser autorizada y nunca debió ser peleada, y queremos hablar acerca de cómo demostraremos nuestro patriotismo ocupándonos de ellos y de sus familias, y de ofrecerles los beneficios que se han ganado.
No estaría en campaña para Presidente si no creyera con todo mi corazón que es esto lo que la vasta mayoría de los americanos quiere para este país. Puede que esta unión no sea nunca perfecta, pero generación tras generación ha mostrado que siempre puede ser perfeccionada. Y hoy, cuando quiera que me encuentro dudando o cínico acerca de esta posibilidad, es la próxima generación lo que me da más esperanza, la gente joven, cuyas actitudes y creencias y apertura al cambio ya han hecho historia en esta elección.
Hay una historia que hoy quisiera dejarles, una historia que conté cuando tuve el gran honor de hablar en el aniversario del Dr. King en su iglesia local, la Baptista Ebenezer4 en Atlanta.
Hay una joven mujer blanca de veintitrés años con el nombre de Ashley Baia, que organizó nuestra campaña en Florencia, Carolina del Sur. Había estado trabajando para organizar una comunidad mayoritariamente afroamericana desde el comienzo de esta campaña, y un día estaba en una mesa redonda a la que cada quien iba a contar su historia y explicar por cuál razón se encontraba allí.
Y Ashley dijo que cuando tenía nueve años, a su mamá le dio cáncer. Y como tuvo que faltar al trabajo, fue despedida y perdió su seguro médico. Tuvieron que declararse en bancarrota, y es entonces cuando Ashley decidió que tenía que hacer algo para ayudar a su mamá.
Ella sabía que la comida era uno de los costos más caros, y así convenció a su mamá de que lo que más le gustaba comer y quería realmente comer más eran emparedados de mostaza y aliño. Porque eso era la forma más barata de comer.
Hizo esto durante un año hasta que su madre mejoró, y dijo a todos en la mesa redonda que la razón de unirse a esta campaña era que así podría ayudar a millones de otros niños en el país que también quieren y necesitan ayudar a sus padres.
Ahora bien, Ashley ha podido ejercer otra opción. Quizás alguien le dijo por el camino que la fuente de los problemas de su madre eran los negros que tenían seguridad social y eran demasiado holgazanes para trabajar, o los hispanos que entraban ilegalmente al país. Pero ella no escogió otra cosa. Ella buscó aliados para su lucha contra la injusticia.
En cualquier caso, Ashley terminó su historia y luego recorrió el salón y preguntó a cada uno por qué estaba apoyando la campaña. Todos tenían historias y razones diferentes. Muchos expusieron un punto específico. Al final llegó el turno de un anciano negro que todo el tiempo estuvo sentado tranquilamente. Y él no traía un punto específico. No habló del seguro médico ni de la economía. No dijo que se trataba de la educación o de la guerra. No dijo que estaba allí por Barack Obama. Dijo, simplemente, a todo el salón: “Yo estoy aquí por Ashley”.
“Yo estoy aquí por Ashley”. En sí mismo, ese único instante de reconocimiento entre esa joven blanca y ese negro viejo no es suficiente. No es suficiente para ofrecer cuidado de salud al enfermo, ni empleos a los desempleados, ni educación a nuestros hijos.
Pero es donde arrancamos. Es donde nuestra unión se hace más fuerte. Y, como muchas generaciones han llegado a darse cuenta a lo largo de los doscientos veintiún años desde que una banda de patriotas firmara aquel documento en Filadelfia, es allí donde la perfección empieza.
Barack Obama
………
Notas del traductor
1. El concepto de «acción afirmativa» (affirmative action) se refiere, en los Estados Unidos, a políticas que procuran compensar deficiencias de atención, típicamente en educación o empleos, a miembros de alguna minoría no dominante.
2. Jim Crow alude al personaje central de canto y baile que caricaturizan a las personas de raza negra en los Estados Unidos, y el nombre sirvió para designar como «Leyes de Jim Crow» a la legislación que, aunque prometía «tratamiento igual pero separado» a los negros, significó la segregación legal en los estados del sur y algunos fronterizos. Estuvieron en vigencia entre 1876 y 1965.
3. En 1954, sobre demanda de Oliver Brown y otros doce padres de niños negros discriminados contra el Board of Education, la Corte Suprema de los Estados Unidos decidió históricamente que las leyes de los estados que prescribían establecimientos diferentes para niños blancos y negros negaban a éstos la igualdad de oportunidades educativas. A partir de esa decisión—unánime, bajo la presidencia del impar Earl Warren—se tuvo a la segregación racial por violación de la Décimo Cuarta Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos. El dictamen fue un hito en la lucha por los derechos humanos de las minorías raciales en ese país.
4. Ebenezer es, en transliteración del hebreo antiguo, Eben’Ha’Ezer, que literalmente significa piedra o roca de socorro. En el primer libro de Samuel es mencionado como el sitio de dos batallas entre los hebreos y los filisteos. Ebenezer Scrooge es el villano que en Canción de Navidad, de Charles Dickens, llega al arrepentimiento y la conversión a la caridad.
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