Cartas

Todavía falta tiempo bastante para que una conciencia irreversible se apodere de los seres humanos: que la suprema condición política es la de ciudadano del planeta, que la polis que finalmente tiene sentido es la planetaria.

Somos, en realidad, una sola cosa: la presencia, aunque étnica y culturalmente diversa, de Homo Sapiens sobre la tierra. Somos el fenómeno humano. (Pierre Teilhard de Chardin). Nuestra historia hizo divergir, hacia grupos distantes, hacia civilizaciones independientes entre sí, lo que según los paleontólogos era una primera camada de la especie, aparecida originalmente en sabanas de África. De allí migraron unos cuantos hacia Anatolia, subiendo por el Asia Menor, y de allí salió la exploración ramificada hacia Europa  y Asia y Oceanía y América. Radicados en tierras lejanas las unas de las otras, cuando el nomadismo dio paso al asentamiento agrícola, cada tribu primigenia fue construyendo su propia civilización.

Arnold Toynbee dedicó doce volúmenes (Estudio de la Historia) a enumerarlas y seguir su curso, no sin incurrir en distinciones de cierta arbitrariedad. Encontró las siguientes: Andina, Arábica, Babilónica, Cristiana Ortodoxa Rusa y Cristiana Ortodoxa Principal, Egipcíaca, Helénica, Hindú, Hitita, Índica, Iránica, Maya, Méxica, Minoica, Occidental, Oriental Lejana Japonesa y Oriental Lejana Principal, Sínica, Sumérica y Yucateca. A esta lista añadió cuatro civilizaciones “abortivas” (Cristiana Occidental Lejana Abortiva, Cristiana Oriental Lejana Abortiva, Escandinava Abortiva y Siríaca Abortiva) y cinco civilizaciones “detenidas” (Espartana, Esquimal, Nomádica, Otomana y Polinésica). La enumeración precedente deja algunas otras “civilizaciones” sin considerar. (La Etíope o la Etrusca, por ejemplo).

La clasificación de Toynbee es, naturalmente, discutible. Pero es una noción importantísima de su teoría, expuesta en la introducción del primer volumen de su colosal obra, que la verdadera unidad del estudio de la historia no es la nación-estado, sino la civilización. Para establecer este punto pregunta qué es un “campo inteligible para el estudio histórico”, y toma para ilustrar la cuestión el ejemplo de su patria chica, Inglaterra, que no sólo estableció el imperio más extenso de la historia (los Estados Unidos originales y Canadá, la Guayana Inglesa y más de una isla caribeña, Australia y Nueva Zelanda, la India, buena parte de Indochina y otros enclaves asiáticos, posesiones en el Mediterráneo y el Atlántico, así como enormes extensiones africanas como Rodesia y Suráfrica) sino que en tanto metrópoli existía en unas islas, las británicas, que están separadas de la Europa continental. Pues bien, a pesar de este relativo aislamiento metropolitano, y de la insólita extensión de sus dominios, Toynbee demuestra rápidamente que la historia de Inglaterra es incomprensible si no se la enmarca en el proceso más amplio de la Civilización Occidental. No hay manera de entender a Inglaterra sin referirse a Roma, a Escandinavia, a Alemania, a Francia, a España o Italia, para no mencionar a los fenicios, que llegaron a comerciar el estaño de las vetustas minas de Cornualles.

Más allá de Toynbee, otros autores han postulado unidades aun más grandes que las civilizaciones. Así, por ejemplo, David Wilkinson emplea conceptos de la “teoría de sistemas mundiales” (con nociones de origen marxista), y señala que, al menos desde el año 1.500 antes de Cristo, hubo conexiones entre civilizaciones antiguamente separadas que constituyeron una sola “Civilización Central”, expandida hasta incluir la India, el Lejano Oriente y, más tarde, Europa Occidental y las Américas para formar un único “Sistema Mundial”. Lewis Munford hablaba, ya en 1934, de una “ecumene” en el sentido cultural en Technics and Civilization, y luego William McNeill ha postulado que, en efecto, el predominio de Europa a través de sus formas económicas, su ciencia y sus instituciones políticas, ha establecido de hecho una “ecumene planetaria” hacia fines del siglo XVIII. Otros han señalado que antes de los viajes de Colón había en realidad dos “ecumenes” separadas por el Atlántico, y que fueron los conquistadores españoles quienes las fundieron en una sola en el siglo XVI. (Por más que a Chávez o Morales, que hablan español y sólo pueden pensar en esta lengua, les pese).

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Como podemos ver, la idea tiene tiempo andando, y también el corolario político de que tal entidad ecuménica requiere un único gobierno. Antes del Renacimiento, Dante Alighieri (1265-1321) se ocupaba también, tanto como de la poesía, de la política, como correspondía a un buen ciudadano ilustrado de Florencia. En De Monarchia, el autor de la Divina Comedia dedica un capítulo entero del primer libro de aquella obra a la conveniencia de un gobierno mundial. Si Clausewitz supone que la guerra es connatural a las naciones, pues no existe una autoridad mundial distinta de las naciones que compiten entre sí, Dante quiere que se obtenga la paz entre ellas precisamente con la instauración de un gobierno mundial. Reconociendo que esto no existe, apunta a los tiempos del emperador Augusto, cuya autoridad, en tiempos de Jesucristo, se extendía al mundo entonces conocido por los europeos y había llevado la Pax Romana hasta sus confines. Para Clausewitz es la guerra lo natural; para Dante lo natural es el gobierno y la paz. Así titulaba éste, al estilo prerrenacentista, las dos primeras secciones del capítulo: “El conocimiento de un único gobierno temporal sobre la humanidad es lo más importante y lo menos explorado”; “Dado que esta teoría es una ciencia práctica, su primer principio es la meta de la civilización humana, la que debe ser una y la misma para todas las civilizaciones particulares”. Es en esta segunda sección donde define: “Por el gobierno temporal del mundo o imperio universal entendemos un único gobierno sobre todos los hombres en el tiempo, esto es, sobre y en todas las cosas que pueden ser medidas en tiempo”.

La visión de Dante se extendía, conscientemente, sobre la Civilización Occidental, por más que postulara un gobierno por encima de todas “las civilizaciones particulares”. Vivía en un mundo de difícil comunicación, y ni siquiera había entonces contacto frecuente entre Florencia y Venecia. Marco Polo (1254-1324), veneciano, era perfecto contemporáneo de Dante, pero éste no pensaba mucho en la lejana y desconocida Catay (China), que Marco visitó y relató después. Lo importante, sin embargo, es que si hubiera pensado en ella y en Cipango (Japón), si hubiera tenido conciencia de la Civilización Maya o de la existencia de la Polinesia, Dante habría recomendado de todas formas lo mismo: “Los cielos son regidos por un solo motor, Dios, y el hombre está mejor cuando sigue el patrón de los cielos y el Padre Celestial”; “Los gobiernos humanos son imperfectos en tanto no estén subordinados a un supremo tribunal”; “Por tanto, el gobierno mundial es necesario para el mundo. El Filósofo vio este argumento cuando dijo: ‘Las cosas detestan estar en desorden, pero una pluralidad de autoridades es desorden; por consiguiente, la autoridad es única’.” (“El Filósofo” es Aristóteles, que tomó la cita de la Ilíada).

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Pero todo esto es pasado, y no tenemos gobierno mundial. Hay una asociación de estados-nación, más bien tenue, en la Organización de las Naciones Unidas, y ciertamente han ido añadiéndose instituciones planetarias con autoridades hasta hace poco inexistentes. (La Corte Penal Internacional es el caso más destacado y significativo). Por otra parte, hay megaprocesos cuya presión va llevándonos a conformar, en algún momento no tan lejano, una polis del mundo. Hay un calentamiento global que todos causamos, desde una vaca en Abisinia hasta un fumador en Estocolmo, desde un tractorista en Wisconsin hasta un talador en la Selva Amazónica. El clima no reconoce fronteras. Hay, desde hace tiempo ya, corporaciones transnacionales, pero también crimen transnacionalizado, desde el más vulgar hasta el terrorista, incontenible por policías locales. Hay, también, un cerebro del mundo en construcción. Google procesa ya alrededor de mil millones de búsquedas por día, y todavía la Internet está en pañales. Nos preocupa Chávez, pero también Putin y Bush, y se nos engurruña el corazón con un volcán chileno o un ciclón birmano. El mundo es plano, argumenta Thomas Friedman.

Es necesario un pacto federal que transfiera a una autoridad central planetaria ciertas atribuciones. ¿Cuáles serían? ¿Quiénes serían las autoridades de ese Estado global? ¿Cómo se les elegiría? Debe haber una legislatura planetaria, tal vez construible sobre una reforma de la Asamblea de las Naciones Unidas, pero probablemente haya que sustituir el Consejo de Seguridad por un Senado Planetario, compuesto por miembros elegidos por los bloques de la “geotectónica política”. Hay ya grandes bloques en el planeta bajo autoridad única: EEUU, Rusia, China, India, Europa, Australia. Hay protobloques en América del Sur y África, así como subbloques en Centroamérica. Hay entidades que tienen más bien base religiosa, como el Islam, que agrupa a más de 1.200 millones de almas. ¿Cómo sería y cómo pudiera establecerse un gobierno mundial viable y beneficioso? ¿Cómo se pagará?

En la base de todo tendría que estar la conciencia apuntada al principio: la de que en verdad somos, por encima de cualquier otra cosa, ciudadanos del planeta; la de que es una nueva soberanía planetaria, emanada del único pueblo del mundo, lo que dará base a un gobierno del mundo.

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Este nivel de análisis pudiera parecer escapista. A fin de cuentas, se dirá, nuestra realidad es Tascón y Müller Rojas, el apagón masivo de hace días y el currículo “bolivariano”, las elecciones de noviembre y la delincuencia que recrece con las lluvias, la restatización de SIDOR y el arrebatón del Valle del Turbio, el maletín de Raúl Reyes y el de Guido Antonini Wilson, la intervención en Bolivia y el escuálido proyecto del ALBA, el cangrejo de Danilo Anderson y el corrupto nepotismo de Barinas, la próxima coagulación del tránsito automotor y la neurosis de la psiquis nacional, la escuadra de 24 Sukhoi 30 para hacer la guerra y el estrellamiento creciente de aeronaves civiles, la escasez de leche y el precio ascendente de las demás cosas, el reventón de dólares y las escasas viviendas construidas, la ineficacia gubernamental que el propio Presidente admite y la reiteración de las odiosas coartadas. Es una variedad de sobresaltos que nos abruma.

Pero, en verdad, pensarnos como ciudadanos del planeta nos sirve doblemente. Por un lado, coloca en sus exactas proporciones de teatro bufo la gestión del gobierno nacional. Si sé que soy un ciudadano del mundo me percato más claramente de las pequeñeces intrascendentes de nuestra política, y veo con mayor nitidez la escasez de los discursos habituales.

Y también, por supuesto, se adquiere con esa conciencia el nivel correcto para el acceso a la modernidad y la superación de un proceso político generalmente mediocre. La solidaridad necesaria, la sintonía con el prójimo y sus necesidades, no puede agotarse en Evo Morales y sus tribulaciones, no debe ser formulada en términos guerreros y excluyentes.

Falta todavía mucho para que la crisis de la política, mucho más grave que una mera crisis política, dé paso a otra forma de hacerla, a un modo de entenderla que no la tenga por combate para aniquilar adversarios. Falta adquirir ese punto de vista, para que cesen simétricos chauvinismos que alientan un “choque de civilizaciones”.

Cuando Toynbee paseaba su mirada ancha por la historia del mundo, veía innumerables guerras de todo género y escala. Así como hacemos antropomorfismo de Dios—decir que somos creados a su imagen y semejanza es, en realidad, suponer presuntuosa y conmovedoramente que se nos parece—también lo hacemos de los animales, y hablamos del león como “el rey de la selva” o de todo el zoológico terrestre porque identificamos líder y combate, porque creemos consustancial a la política la lucha.

Pero vienen tiempos de acomodo y convergencia. Viene una nueva política.

LEA

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