Cartas

Un buen amigo os dirá siempre la verdad; salvo en el caso de que la verdad sea agradable.

Enrique Jardiel Poncela

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El candidato del Partido Socialista de los Estados Unidos a las elecciones presidenciales de 1904, 1908 y 1912 en ese país, Eugene V. Debs, fue arrestado en 1918 y sentenciado a prisión de diez años por haber pronunciado un discurso que “obstruía” el reclutamiento militar en tiempos de la Primera Guerra Mundial. (Obtuvo el perdón del presidente Warren Harding luego de que cumpliera casi tres años de cárcel). Alrededor de setenta y cinco periódicos estadounidenses perdieron el derecho a llevar ejemplares a sus suscritores por correo o recibieron la prohibición de publicar cualquier cosa relativa a la guerra entre junio de 1916 y mayo de 1918. El editor del Milwaukee Leader, un periódico de aquel partido, fue sentenciado a veinte años de prisión. (Tuvo la suerte de ganar una apelación sobre un punto procesal).

En 1919 Charles Schenck, Secretario del Partido Socialista, fue condenado a prisión de veinte años por imprimir y enviar por correo quince mil folletos opuestos a la recluta militar a varones elegibles para la conscripción. La publicación contenía, entre otras, la afirmación siguiente: “Si usted no afirma y apoya sus derechos, está ayudando a negar o despreciar derechos cuya retención es el solemne deber de todos los ciudadanos y residentes de los Estados Unidos”. La Corte Suprema de este país dictaminó otra cosa: en decisión unánime redactada por el famoso Oliver Wendell Holmes, el tribunal sostuvo que la condena recibida por Schenck era constitucional, por cuanto la Primera Enmienda, relativa a la libertad de expresión, no protegía discursos que incitaran a la insubordinación. La Corte razonaba que las circunstancias de la guerra permitían mayores restricciones a la libertad de expresión, y en el proceso echó las bases de la doctrina del “peligro claro e inminente”. (Holmes escribió: “La cuestión, en todo caso, es si las palabras empleadas lo son en tales circunstancias y son de tal naturaleza que crean un claro e inminente peligro de causar los males substantivos que el Congreso tiene derecho de impedir”. También dijo: “La más astringente protección de la libertad de opinión no protegería a un hombre que gritara falsamente ‘fuego’ en un teatro y causara pánico”). En realidad, Schenck sólo sirvió nueve meses de la pena que le fuera adjudicada.

Estas incidencias penales eran el resultado de la aplicación de la Ley de Espionaje de 1917, que declaraba criminal suministrar información (o falsos informes o declaraciones) que llevaran la intención de interferir con “la operación y el éxito” de las fuerzas armadas estadounidenses o promovieran el éxito de los enemigos. (En ciertos casos, tales acciones podían conllevar la pena de muerte). Esta legislación fue aprobada a instancias del presidente Woodrow Wilson, el ex Presidente de la Universidad de Princeton, que pensaba que una disensión extendida en tiempos de guerra era una amenaza real a la victoria de los Estados Unidos. La ley de 1917 fue ampliada por la Ley de Sedición al año siguiente, que consideraba un delito que los ciudadanos emplearan “lenguaje desleal, obsceno, difamatorio o abusivo” dirigido al gobierno de los Estados Unidos, la bandera o las fuerzas armadas en situación de guerra. (La ampliación estipulaba multas no superiores a los diez mil dólares y prisión no superior de veinte años por discursos o escritos de esa clase. Fue derogada por el Congreso de 1921).

El 26 de octubre de 2001, mes y medio después de la demolición de las torres del World Trade Center en los ataques “hiperterroristas” del fatídico 11 de septiembre, George W. Bush ponía el ejecútese a la Ley Patriota, aprobada por amplia mayoría en ambas cámaras del Congreso de los Estados Unidos.

Esa ley extiende la autoridad de las agencias gubernamentales con el fin de combatir el terrorismo. Entre sus estipulaciones, amplía la capacidad de examinar comunicaciones telefónicas y por correo electrónico, así como registros médicos, financieros y de otra naturaleza de los ciudadanos, libera de restricciones a la recolección de inteligencia del exterior dentro de los Estados Unidos, expande los poderes del Secretario del Tesoro para la regulación de transacciones financieras (especialmente las de individuos y entidades extranjeras) y acrecienta la discrecionalidad de las autoridades para detener y deportar inmigrantes sospechosos de haber incurrido en conductas relacionadas con el terrorismo. Más aún, al ampliar la definición de terrorismo para incluir el doméstico, la ley extiende el ámbito al que sus provisiones son aplicables.

La Ley Patriota ha sido cuestionada porque debilitaría la protección de las libertades civiles en los Estados Unidos. Ya algunas de sus estipulaciones han sido declaradas inconstitucionales por varias cortes federales. Siendo que ciertas disposiciones debieron expirar el 31 de diciembre de 2005, los proponentes originales de la ley procuraron con cierta antelación extenderlas indefinidamente. En julio de ese año el Senado aprobó cambios sustanciales, pero luego de que la Cámara de Representantes mantuviera mucho de la redacción original, se llegó a un compromiso en el que la mayoría de los cambios introducidos por los senadores desapareció. Esta versión ligeramente atenuada de la Ley Patriota fue refrendada por el presidente Bush el 9 de marzo de 2006.

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La Gaceta Oficial venezolana Nº 38.940, del 28 de mayo de 2008, publica la novísima Ley del Sistema Nacional de Inteligencia y Contrainteligencia, emanada del Decreto Nº 6.067, del 14 de mayo de 2008, con rango, valor y fuerza de ley. (En virtud de la ley habilitante vigente). Hay quienes han sostenido que el presidente Chávez no estaba facultado para tal promulgación, pero el numeral 9 de la ley habilitante (En el ámbito de seguridad y defensa), estipula su habilitación para legislar sobre “la organización y funcionamiento del Sistema Nacional de Inteligencia y Contrainteligencia”. Por otra parte, la ley dictada el 14 del mes pasado y activada el 28 estaba prevista en la Ley Orgánica de Seguridad de la Nación (2002), cuyo Artículo 26 dice a la letra: “El Sistema Nacional de Inteligencia y Contrainteligencia se entenderá como el procesamiento del conjunto de actividades, informaciones y documentos que se produzcan en los sectores públicos y privados, en los ámbitos nacional e internacional, los cuales, por su carácter y repercusión, son de vital importancia a los fines de determinar las vulnerabilidades o fortalezas, tanto internas como externas, que afecten la seguridad de la Nación. La ley respectiva regulará lo atinente a su organización y funcionamiento”.

Esta pieza ha sido recibida por un contrapunto coral de voces opositoras, que la compara con leyes de Hitler (Carlos Figueredo Planchart), cree que coloca a todos los ciudadanos bajo sospecha y elimina hasta el sigilo sacramental de la confesión católica (Liliana Ortega), sostiene que sustituye el garantismo del Código Orgánico Procesal Penal por un Estado policial de persecución (Jesús Ramón Quintero), argumenta que convierte a Venezuela en una sociedad de informantes (Blanca Rosa Mármol de León), aduce que se ha decretado que los jueces se hagan espías a favor del gobierno (José Miguel Vivanco), opina que es una ley para implantar el miedo a los periodistas y éstos se sientan amenazados y perseguidos y sería en sí misma una violación determinante de los derechos humanos (Miguel Henrique Otero), evalúa que estuvo muy mal redactada, carece de técnica legislativa y adolece de notables vicios (Rocío San Miguel), estima que siembra la violencia y el terror en el país (Julio Borges) y sentencia que atenta contra las libertades del país (Manuel Rosales). Para determinar la validez de estas calificaciones conviene un examen clínico y comparado de lo que la ley en verdad establece.

En primer término, se destaca el punto de la obligatoriedad, bajo sanción penal, de satisfacer los requerimientos de las autoridades de inteligencia y contrainteligencia (“órganos con competencia especial”) en procura de información relativa a presuntas amenazas a la seguridad, la defensa y el “desarrollo integral” del país. El Artículo 16 de la ley define en su primer parágrafo: “Son Órganos de Apoyo a las actividades de inteligencia y contrainteligencia, las personas naturales y jurídicas, de derecho público y privado, nacionales o extranjeras, así como los órganos y entes de la administración pública nacional, estadal, municipal, las redes sociales, organizaciones de participación popular y comunidades organizadas, cuando le sea solicitada su cooperación para la obtención de información o el apoyo técnico, por parte de los órganos con competencia especial”. Y en su segundo parágrafo establece: “Las personas que incumplan con las obligaciones establecidas en el presente artículo son responsables de conformidad con la Ley Orgánica de Seguridad de la Nación y demás actos de rango legal y sublegal aplicables a la materia, en virtud de que dicha conducta atenta contra la seguridad, defensa y desarrollo integral de la Nación”.

Dicha redacción remite al Artículo 53 de la Ley Orgánica de Seguridad de la Nación, aprobada hace seis años, que reza así: “Quedan obligadas todas las personas residentes o transeúntes en el territorio nacional a atender los requerimientos que le hicieren los organismos del Estado en aquellos asuntos relacionados con la seguridad y defensa de la Nación; su incumplimiento acarreará la aplicación de sanciones civiles, penales, administrativas y pecuniarias de acuerdo con lo previsto en el ordenamiento legal vigente”. El carácter penal, pues, de la negativa a tales requerimientos, no es nuevo. Por ejemplo, el Artículo 54 de la misma ley especifica: “Las personas naturales o jurídicas, nacionales o extranjeras, así como los funcionarios públicos que tengan la obligación de suministrar los datos e informaciones a que se refiere la presente Ley y se negaren a ello, o que las dieren falsas, serán penados con prisión de dos (2) a cuatro (4) años, en el caso de los particulares; y de cuatro (4) a seis (6) años, en el caso de los funcionarios públicos”.

Pero es que esta figura penal tampoco fue inaugurada en la ley de 2002. Su antecesora, la Ley Orgánica de Seguridad y Defensa (1976), promulgada bajo la presidencia de Carlos Andrés Pérez y aprobada por el Congreso cuyo Presidente era Gonzalo Barrios y cuyo Vicepresidente era Oswaldo Álvarez Paz, ya establecía en el numeral 5 de su Artículo 8 que era facultad del Consejo Nacional de Seguridad y Defensa: “5. Requerir de los organismos públicos, entidades privadas y de personas naturales o jurídicas, los datos, estadísticas e informaciones que considere necesarios para la seguridad y defensa de la República; los cuales tendrán carácter de documentación confidencial o secreta para el Consejo y en ningún caso podrán ser divulgados”. Al mismo tiempo decía en su Artículo 33: “Los particulares nacionales o extranjeros y los funcionarios públicos que se negaren a suministrar informaciones que afecten la seguridad y defensa del país y a los cuales se refiere el artículo 8º de esta Ley, o que las dieren falsas, según libre apreciación del Juez, serán penados con prisión de 1 a 2 años en el caso de los particulares, y de 2 a 4 años en el caso de los funcionarios públicos”. En el tránsito de una ley a otra, por tanto, lo que ha ocurrido es que las penas han aumentado.

Por otra parte, la misma obligatoriedad de la ley venezolana es contemplada en el proyecto de ley sometido por el gobierno de Colombia al Senado de ese país: “Artículo 29. Deber de colaboración de las entidades públicas y privadas. Las entidades públicas y privadas deberán cooperar con las agencias de inteligencia y contrainteligencia para el cumplimiento de los fines enunciados en esta ley”. (El Poder Judicial es, naturalmente, una entidad pública, Aquí se ha dicho que la ley venezolana convierte a nuestros jueces en espías). Se trata acá de un proyecto introducido en octubre de 2007, todavía en discusión. En la exposición de motivos se lee: “El capítulo [octavo] establece deberes de colaboración para entidades públicas y privadas, con el fin de facilitar la labor de las agencias que desarrollan actividades de inteligencia y contrainteligencia para la efectiva realización de su misión constitucional. Al respecto, la Corte Constitucional ha avalado la imposición de deberes de colaboración a los ciudadanos cuando su fin es la protección de la seguridad nacional y el orden público”. Y añade: “Este tipo de deberes no son extraños en el contexto internacional. El rápido avance de las telecomunicaciones, en particular la expansión de la telefonía celular, han creado retos para la seguridad nacional. Por ello en países como EE.UU., se establecieron obligaciones específicas de colaboración para operadores y proveedores de servicios de comunicación (Ley Calea de 2000), que deben informar a los Estados cuando introducen cambios de tecnología y proveer a las autoridades judiciales los protocolos y el software correspondiente”.

Lo que sí constituye una innovación es lo previsto en el Artículo 24 de la nueva Ley del Sistema Nacional de Inteligencia y Contrainteligencia: “Se podrá requerir a las personas, en el marco del respeto a sus derechos fundamentales su colaboración para preparar o ejecutar procedimientos operativos y de investigación, manteniendo la confidencialidad o secreto de su colaboración con los Órganos con Competencia Especial. Estos colaboradores deberán dar el tratamiento de información clasificada a aquella que hayan obtenido durante la preparación o ejecución de procedimientos operativos, en los términos establecidos en el presente Decreto con Rango, Valor y Fuerza de Ley”. Aquí ya no se trata de aportar información, sino de coadyuvar en la preparación y ejecución de operativos. En el caso de este tipo de requerimiento, sin embargo y a diferencia de lo especificado en el segundo parágrafo del Artículo 16, no se fija responsabilidad de incumplimiento penable. (Nullum crimen, nulla poena sine lege).

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En otro nivel está la consideración de la inclusión, en la enumeración que hace el Artículo 16 de los sujetos que deberán prestar colaboración, de “las redes sociales, organizaciones de participación popular y comunidades organizadas”. Hay quienes quieren ver en esto un “calco” de las regulaciones cubanas, o la creación de figuras equivalentes a los “Comités de Defensa de la Revolución Cubana”. Pero estas figuras tienen en Cuba funciones diversas, muy detalladas en su normativa, que están completamente ausentes de la ley que nos ocupa. Hay aquí algo de razonamiento paranoico, explicable en una población antigobierno que ha sido sistemáticamente amedrentada. A comienzos del régimen chavista se supuso que la función vigilante y delatora, al estilo de los comités cubanos, sería cumplida por los “círculos bolivarianos”, que el gobierno estimuló directamente desde Miraflores, en evidente abuso y malversación. La verdad es, no obstante, que los otrora temidos círculos—hubo urbanizaciones enteras que invirtieron cuantiosos recursos en sistemas de alarma y defensas físicas contra el “inminente” asalto de sus huestes a partir de 2001—ya no están de moda, y nunca alcanzaron la extensión que el gobierno deseaba. (En su momento cumbre, los “círculos bolivarianos” en Petare no superaron una afiliación del 2% de sus habitantes).

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Las previsiones más controvertidas de la Ley del Sistema Nacional de Inteligencia y Contrainteligencia tienen que ver con su Capítulo V (De la Actividad Probatoria). Sus prescripciones constituyen, para unos cuantos, el verdadero atentado contra la legalidad y la constitucionalidad en Venezuela. Específicamente, se señala que esas disposiciones coliden con lo establecido en el Código Orgánico Procesal Penal. Copiemos, primero que nada, textualmente los dos primeros artículos del capítulo en cuestión:

“Artículo 20

Principio de Legalidad de la Prueba

Todas las informaciones, documentos y objetos inherentes a la seguridad, defensa y desarrollo integral de la Nación, obtenidos en la actividad operativa y de investigación ejecutadas por los Órganos con Competencia Especial, tendrán el carácter procesal penal de diligencias necesarias y urgentes, sin estar sujetas a otras condiciones temporales o materiales establecidas en la ley.

En el supuesto que las diligencias recaigan sobre hechos definitivos o irreproducibles, o exista temor fundado de su extinción o desaparición, o resulte inminente la comisión de un delito, dichas diligencias serán ejecutadas por los Órganos con Competencia Especial sin requerir orden judicial o fiscal alguna, a tal fin esta situación excepcional deberá ser justificada mediante acto motivado, en donde se exprese la presencia de alguna de las condiciones antes establecidas y que las referidas actividades operativas y de investigación son ejecutadas en resguardo de la Seguridad y Defensa de la Nación. Las resultas de las diligencias en referencias tendrán el carácter de prueba técnica y serán libremente incorporadas al proceso judicial pertinente, permitiéndose posteriormente la materialización del derecho a la defensa, en todas sus formas de expresión y específica mente al control de la prueba y al controvertido.

Artículo 21

Confidencialidad o Secreto de la Prueba

Cuando la integridad de la actividad operativa y de investigación de inteligencia y contrainteligencia requiera el mantenimiento de la confidencialidad o secreto sobre los indicios y pruebas preconstituidas, las mismas se mantendrán en tal estado y solo podrá ser levantada tal clasificación cuando la finalidad inherente a la seguridad, defensa y desarrollo integral de la Nación objeto de la investigación no se vea comprometida, procediéndose a su incorporación sobrevenida en la fase procesal oportuna y correspondiente, garantizando siempre el derecho a la defensa de los procesados”.

Una primera observación es que el lenguaje del Artículo 20 hace alusión expresa al Código Orgánico Procesal Penal, al decir que las informaciones, documentos y objetos resultantes de las diligencias del sistema “tendrán el carácter procesal penal de diligencias necesarias y urgentes”. Este carácter es descrito específicamente en el Código. (“Artículo 284. Investigación de la Policía. Si la noticia es recibida por las autoridades de policía, éstas la comunicarán al Ministerio Público dentro de las doce horas siguientes y sólo practicarán las diligencias necesarias y urgentes. Las diligencias necesarias y urgentes estarán dirigidas a identificar y ubicar a los autores y demás participes del hecho punible, y al aseguramiento de los objetos activos y pasivos relacionados con la perpetración”).

La observación crítica dirigida a estos dos artículos destaca que los órganos del sistema prescindirán de orden judicial o fiscal para realizar sus diligencias. En verdad, para materializar esta prescindencia deben darse primeramente los supuestos que la permiten: “En el supuesto que las diligencias recaigan sobre hechos definitivos o irreproducibles, o exista temor fundado de su extinción o desaparición, o resulte inminente la comisión de un delito…” Son estas condiciones las que el ministro Rodríguez Chacín asimila a la perentoriedad de la situación de flagrancia la que, dicho sea de paso, era la única condición que la Constitución de 1961 exigía para la puesta en custodia de los senadores y diputados, que gozaban de inmunidad parlamentaria. (En el segundo parágrafo de su Artículo 143: “En caso de delito flagrante de carácter grave cometido por un Senador o Diputado, la autoridad competente lo pondrá bajo custodia en su residencia…”)

Luego, los supuestos que autorizan la práctica de diligencias sin orden judicial o fiscal, deben ser plasmados en un acto motivado en la “situación excepcional”, el que posteriormente es incorporado “al proceso judicial pertinente” en la “materialización del derecho a la defensa”.

La falta de orden judicial, por lo demás, es práctica común en muchos países. Así, por ejemplo, la legislación inglesa (Intelligence Services Act, 1994) requiere sólo una autorización del Secretario de Estado para “la entrada o interferencia en la propiedad o la telegrafía sin hilos”, cuando estima valiosa la actuación y que sus resultados no puedan lograrse por otros medios.

También puede compararse el procedimiento venezolano recién pautado con previsiones del proyecto de ley colombiano antes citado. Por ejemplo, dice este proyecto: “Artículo 8°. Autorización y documentos soportes. Las misiones y operaciones de inteligencia y contrainteligencia deberán estar plenamente soportadas y autorizadas por orden de operaciones o misión de trabajo emitida por el superior jerárquico, según la naturaleza de la operación. Toda actividad de inteligencia y contrainteligencia a través de la cual se desarrolle una misión u operación estará enmarcada dentro de éstas y deberá ser reportada”. Adicionalmente dicen los numerales 1 y 3 de su Artículo 5: “5.1. Principio de necesidad. Las actividades de inteligencia y contrainteligencia deben ser necesarias para alcanzar los fines constitucionales deseados; podrá recurrirse a ellas siempre que no existan otros medios que afecten en menor medida los derechos fundamentales”. “5.3. Principio de proporcionalidad. Las actividades de inteligencia y contrainteligencia deberán ser proporcionales a los fines buscados y sus beneficios deberán exceder las restricciones impuestas sobre otros principios y valores constitucionales”. Esto es, la propuesta (por el gobierno) legislación colombiana supone de entrada que en la ejecución de operaciones de inteligencia y contrainteligencia “derechos fundamentales”, “principios y valores constitucionales” serán afectados. En este sentido, la ley venezolana tiene la ventaja de haber especificado un procedimiento preciso, ante la indefinición genérica de las previsiones colombianas, las que pudieran dar paso a abusos peores.

Pudiera argumentarse que el proyecto del gobierno de Colombia hace declaraciones de respeto a los derechos constitucionales, como así: “Artículo 4°. Límites y fines de la actividad de inteligencia y contrainteligencia. Las actividades de inteligencia y contrainteligencia estarán limitadas en su ejercicio al cumplimiento estricto de la Constitución, la ley, el respeto de los Derechos Humanos, el Derecho Internacional Humanitario, y en especial al apego al principio de la reserva legal, que garantiza la protección de los derechos a la honra, al buen nombre, la intimidad personal y familiar y al debido proceso”. Pero, igualmente, la ley venezolana establece lo mismo en redacción más sintética: “Artículo 1. Objeto. El presente Decreto con Rango, Valor y Fuerza de Ley tiene como objeto desarrollar la organización, funcionamiento y competencias del Sistema Nacional de Inteligencia y Contrainteligencia, con fundamento en las normas, principios y valores establecidos en la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela y las leyes que regulan la materia”. Y también reitera: “Artículo 3. Definición y Principios. El Sistema Nacional de Inteligencia y Contrainteligencia es el conjunto orgánico y material, conformado por los órganos y entes que dirigen y ejecutan actividades de inteligencia y contrainteligencia bajo los principios de legalidad, honestidad, coordinación, corresponsabilidad, cooperación, competencia, lealtad institucional, celeridad, eficacia y eficiencia, en estricta observancia de los derechos y garantías constitucionales”.

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Hay, por supuesto, otras críticas a la ley del 28 de mayo. Un caso es el de la confidencialidad de ciertos procedimientos y la protección de los acusadores, que parecieran negar el derecho a la defensa porque “no se sabría” de qué se acusa a alguien y quién lo hace. Esto es una exageración, por un lado y, por el otro, se trata de normas comunes a las leyes sobre la materia en muchos países. De nuevo el proyecto de ley debatido en Colombia estipula cosas como ésta: “Artículo 15. Reserva. Por la naturaleza de las funciones que cumplen las agencias que desarrollan actividades de inteligencia y contrainteligencia sus documentos, información y elementos técnicos, estarán amparados por la reserva legal por un término máximo de 40 años y tendrán carácter de información clasificada según el grado que les corresponda en cada caso”.

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Pero, en opinión de esta publicación, el problema no es tanto la letra de la ley sino el espíritu de su ejecutor. Éste no es otro, por ahora, que un gobierno que ha dado reiteradísimas muestras de su propensión al abuso. En fin de cuentas, estamos en el país de la “Lista de Tascón”, violatoria de garantías constitucionales y reconocida por el propio Presidente de la República como cumplidora de una función útil a la revolución.

La grandilocuencia revolucionaria lleva, por lo demás, a categorías de gran indefinición, como la inclusión del “desarrollo integral” de la Nación en el ámbito de la ley. Claro que el Artículo 4 de la Ley Orgánica de Seguridad de la Nación define la entelequia: “Artículo 4° El desarrollo integral, a los fines de esta Ley, consiste en la ejecución de planes, programas, proyectos y procesos continuos de actividades y labores que, acordes con la política general del Estado y en concordancia con el ordenamiento jurídico vigente, se realicen con la finalidad de satisfacer las necesidades individuales y colectivas de la población, en los ámbitos económico, social, político, cultural, geográfico, ambiental y militar”. Es decir, absolutamente todo. Tal exhaustividad es peligrosa en manos de gobernantes arbitrarios, y hace recordar la identificación entre seguridad y desarrollo que era propia de la tristemente célebre “Doctrina de Seguridad” de los gorilas militares argentinos y brasileños de la década de los sesenta.

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Más en el fondo, hay un problema previo y superior. Éste es el reconocimiento de que la seguridad del Estado no es el fin supremo de las repúblicas, sino su valor intrínseco de respeto a sus constituyentes individuales, a los ciudadanos y sus derechos.

En 1967 la Corte Suprema de los Estados Unidos anuló una provisión de la Ley de Control de Actividades Subversivas de 1950, que declaraba criminal para los miembros del Partido Comunista trabajar en una planta de defensa. La corte sostuvo que la provisión violaba la libertad de asociación garantizada en la Primera Enmienda de la Constitución. El Juez Presidente Warren fue el ponente de la decisión, y escribió: “Este concepto de la ‘defensa nacional’ no puede ser entendido como un fin en sí mismo, justificativo de cualquier ejercicio de poder legislativo diseñado para promover ese objetivo. Está implícita en el término ‘defensa nacional’ la noción de defender aquellos valores e ideales que distinguen a esta nación. Durante casi dos siglos, nuestro país ha encontrado singular orgullo en los ideales democráticos consagrados en su Constitución, y los más apreciados de estos ideales han encontrado expresión en la Primera Enmienda. Sería verdaderamente irónico que, en nombre de la defensa nacional, sancionáramos la subversión de una de aquellas libertades—la libertad de asociación—que hacen que la defensa de la nación valga la pena”.

Esta lucidez prestada del juez Warren es lo que debiéramos oponer, como Pueblo y Poder Constituyente Originario, a una aplicación aberrante de la nueva Ley del Sistema Nacional de Inteligencia y Contrainteligencia, la que en sí misma no difiere mucho de leyes análogas en muchos países tenidos por civilizados.

Eso sí: sin histeria paranoica e irreflexiva. El tratamiento dado a la nueva legislación por la mayoría de las voces opositores ha sido, en general y lamentablemente, superficial y poco serio.

LEA

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