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Hace exactamente una semana los irlandeses, en lugar de ratificar directamente el Tratado de Lisboa a través de su parlamento, celebraron un referéndum que técnicamente acaba con el acuerdo. Hasta ese momento el tratado, una reforma de previos tratados (Maastricht, Roma), había venido siendo ratificado sin problemas. (En diciembre pasado había sido firmado por los líderes de los 27 países miembros de la Comunidad Europea). Irlanda estaba obligada por su nueva constitución a someter el asunto a plebiscito. Es así como, con una abstención cercana al 60%, el 53,4% de los votos dijo no al tratado. Esto es, 598 mil personas decidieron por 495 millones de ciudadanos europeos o, si se quiere, 0,12% de los habitantes de Europa paralizaron el desarrollo institucional de su unión. Las reglas, sin embargo, eran muy claras: para que el tratado entrara en efecto, absolutamente todos los países miembros debían ratificarlo.

El Tratado de Lisboa reformaba la armazón de las instituciones europeas para crear una presidencia y una cancillería más ágiles y con mayor poder. Hoy en día, el Presidente Encargado ejerce por el brevísimo plazo de seis meses; la nueva provisión estipulaba que se elegiría al Presidente del Consejo Europeo por dos años y medio.

Más decisiva parecía la fusión de dos cargos actuales: el de Alto Representante para la Política Común del Exterior y la Seguridad, en manos del español Javier Solana, y la Comisionaduría de Relaciones Exteriores y la Política de Vecindad Europea, cuyo titular es Benita Ferrero-Waldner, austriaca a pesar de sus primeros nombres. Las disposiciones de Lisboa creaban un único Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, quien sería además un Vicepresidente de la Comisión, ejercería como Secretario General del Consejo y dirigiría la Agencia de Defensa Europea. (El temor de que tal acumulación de poderes erosionara la soberanía de los estados miembros fue la razón para que se produjera una declaración especial, que aseguraba que el nuevo cargo “no afectaría las bases legales, responsabilidades y poderes existentes de cada Estado Miembro en relación con la formulación y conducción de su política exterior, su servicio diplomático nacional, sus relaciones con terceros países y su participación en organizaciones internacionales, incluyendo la condición de miembro en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas de un Estado Miembro”).

Es posible que fuera demasiado pedir a la pobre Irlanda, que conoce la prosperidad sólo muy recientemente, después de siglos de sometimiento británico. Cuando por fin sacaba la cabeza con una vigorosa industria informática, no estaría muy dispuesta a sacrificar nada de su costosa autonomía. Irónicamente, el Tratado de Lisboa reconocía por primera vez el derecho de un estado miembro de abandonar la unión. Ahora se busca en reunión en Luxemburgo la continuación del proceso de ratificación mientras se diseña una “solución” para Irlanda.

Lo cierto es que el proceso integracionista europeo ha sido tanto largo como laborioso. Cuando, en 1993, el esfuerzo de unificación monetaria estuvo a punto de descarrilar—a causa de presiones introducidas por altas tasas de interés del Bundesbank—nadie menos que Milton Friedman, líder de la Escuela Monetarista de Chicago, dijo en entrevista a L’Espresso): “Si los europeos quieren de veras avanzar en el camino de la integración, deberían comprender que la unidad política debe preceder a la monetaria. El continuar persiguiendo algo que se acerca a una moneda común, mientras cada país mantiene su autonomía política, es una receta segura para el fracaso”.

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