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El mundo está, en algunas cosas, muy mejorado últimamente. Nosotros tuvimos, primeramente, un espectacular 2 de diciembre, cuando se derrotara el terrible proyecto de “reforma” constitucional auspiciado por el Ejecutivo y la Asamblea Nacional. A partir de allí, el gobierno de Chávez ha tenido que recular en varias ocasiones. (“La imposición de normas demagógicas de admisión a las universidades, el currículo ‘bolivariano’, la declaración de las FARC como insurgentes, la prohibición de aumentar el costo de los pasajes en Caracas, el cobro de la transmisión de videos de Venezolana de Televisión, la Ley de Inteligencia y Contrainteligencia”).

Luego, los demócratas en los Estados Unidos se han puesto de acuerdo para postular al primer hombre de raza negra a la Presidencia, y éste hace campaña ahora abrazado de su hasta hace nada contendiente, la primera mujer en aspirar al mismo cargo. Tan sólo el domingo pasado, además, la Madre Patria se alzó, para alborozo de todo español, de todo peninsular, de todo hispanoamericano, invicta, con la copa europea de fútbol al cabo de cuarenta y cuatro años.

Pero el evento más dramático y positivo de todos los últimos es, sin que quepa un asomo de duda, el astuto operativo del gobierno de Colombia que devolvió, finalmente, la libertad a Ingrid Betancourt y a otros catorce rehenes en poder de las FARC. El mundo entero está de fiesta. Bueno, no todo el mundo. Las FARC deben estar desoladas, y algo tristes Ramón Rodríguez Chacín y su jefe, el presidente Chávez. Sería especulación pura imaginar los sentimientos al respecto de Ahmadinejad y Mugabe.

El muy feliz suceso viene a ser la puntilla para las FARC, dejadas en ridículo luego de que hubieran sufrido las mortales bajas de Manuel Marulanda, Raúl Reyes e Iván Ríos. El ejército colombiano, que tenía cercados a los guardianes de Ingrid Betancourt, optó por dejarlos con vida en el engaño, y el gobierno de Colombia presentó tal decisión como acto de buena voluntad, que acompañó con una nueva invitación a que los irregulares depongan las armas—como recomendó el presidente Chávez después de sacar cuentas más realistas—con la promesa de una reincorporación digna a la vida ciudadana civilizada.

Las declaraciones de Ingrid Betancourt a su llegada a Bogotá, serenas, agradecidas e inteligentes, fueron una poderosa defensa de la democracia y la civilidad y un decidido espaldarazo a Álvaro Uribe. No sólo dijo que, por fortuna, había sido no ella sino Uribe electo a la Presidencia de Colombia, pues había resultado ser “un gran presidente”, sino que había reflexionado largamente y concluido que la reelección, concretamente la de Uribe y en general como posibilidad constitucional, había sido inmensamente beneficiosa para Colombia.

En momentos cuando ha sido judicialmente cuestionada la reelección de Uribe, una afirmación como ésa, proveniente de voz tan querida y poderosa, la de la mujer del día, no tiene precio. Para todo lo demás existe Mastercard.

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