Cartas

El tema de la enfermedad de los gobernantes, especialmente del desorden de sus mentes, ha preocupado desde hace tiempo a los especialistas. La Ficha Semanal #70 de doctorpolítico, del 1º de noviembre de 2005, ya daba cuenta del libro Locos egregios, del psiquiatra español Juan Antonio Vallejo-Nágera. En esta obra, publicada por vez primera por Dossat en 1977, Vallejo-Nágera hace la construcción analítica de un panteón de mandatarios (y otra gente destacada) a los que muy aparentemente les patinaba la cabeza. Muy apropiadamente, reseña los desvaríos de Juana la Loca, o los de Abderramán III y, por supuesto, los de Adolfo Hitler. De éste dice al iniciar el capítulo que le dedica: “Tenía Hitler hondamente arraigada la convicción de su propia singularidad histórica; tanto que, al hacer comparaciones con ‘otro’, nunca recurría a un contemporáneo: se remontaba a Napoleón y, es irónico, a Jesucristo”. El último de los capítulos de Locos egregios es “Consideraciones sobre el poder político y psicopatología”. Allí describe sucintamente el problema: “En el núcleo de la personalidad de estos seres excepcionales, que los convierte en imanes de multitudes, hay a veces rasgos anormales de la personalidad, que se desarrollan patológicamente, como un cáncer latente que se expande, precisamente cuando han alcanzado el poder, y por la dinámica misma de la pasión de mandar que les ha encumbrado”.

A más de treinta años de distancia, Praeger acaba de publicar en Londres In Sickness and in Power, libro que reitera la tesis del español. Su autor es el médico británico David Owen, quien emprende un inventario de las enfermedades—no sólo mentales—de poderosos entre las fechas de 1901 y 2007. A ese recuento dedica los dos primeros capítulos del volumen de 420 páginas; luego detalla las historias de los siguientes casos: Anthony Eden, John F. Kennedy, el Shah de Irán, François Mitterrand, George W. Bush y Tony Blair. De estos dos últimos explora su “comportamiento hibrístico” (del griego ὕβρις, hubris) en relación con la guerra de Irak que desataron a cuatro manos.

Lord Owen está particularmente calificado para la tarea: no sólo es él mismo médico que investigó sobre la química del cerebro y trabajó con neurólogos y psiquiatras, sino que también ha sido un destacado político que sirvió como miembro del Parlamento, Sub-secretario de Estado para la Marina, Ministro de Salud Pública y Ministro de Relaciones Exteriores de Inglaterra. El Barón Owen de Plymouth no oculta su convicción acerca de la existencia de una íntima relación entre medicina y política (lo que, por supuesto, conviene a quien escribe): “…también los políticos tienen la vida de la gente en sus manos… Los políticos, especialmente los jefes de gobierno, toman muchas decisiones que tienen efectos de gran alcance sobre la vida de las gentes que gobiernan y pueden incluso, en los casos más extremos, determinar si viven o no… Para los políticos como para los médicos, son atributos esenciales la competencia y la capacidad de hacer juicios realistas acerca de lo que puede o no lograrse. Cualquier cosa que afecte ese juicio puede hacer considerable daño… La interrelación entre políticos y doctores, entre la política y la medicina, me ha fascinado durante toda mi vida adulta. Sin duda mi propia trayectoria como médico y político ha alimentado mi interés e influido mi punto de vista. Me he interesado en particular en el efecto de la enfermedad en los jefes de gobierno sobre el curso de la historia”.

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Dos son los cuadros psicopatológicos que Owen describe en la introducción de su libro: el desorden bipolar y el “hibrístico”; ambos tienen rasgos parecidos. Para el primero de los síndromes anota los siguientes “signos y síntomas que acumulativamente fundamentan el diagnóstico”: 1. Energía, actividad y desasosiego aumentados; 2. Estado de ánimo eufórico; 3. Irritabilidad extrema; 4. Pensamientos y habla muy rápida, con saltos de una idea a otra; 5. Distracción, incapacidad de concentrarse; 6. Poca necesidad de sueño; 7. Creencias poco realistas sobre las propias capacidades y poderes; 8. Juicio pobre; 9. Un período largo de conducta diferente de la usual; 10. Impulso sexual acrecentado; 11. Abuso de drogas, particularmente de cocaína, alcohol y medicaciones para el sueño; 12. Conducta provocadora, invasiva o agresiva; 13. Negación de que algo ande mal; 14. Episodios de gasto exagerado. Éstos son los signos de la fase maníaca de la enfermedad, los que sería necesario observar en cada caso para el diagnóstico de bipolaridad (la fase opuesta corresponde, básicamente, a una severa depresión). De no observarse, se estaría ante el caso del desorden unipolar de la sola depresión. (Las dos primeras acepciones del DRAE para el término “manía” son: “1. f. Especie de locura, caracterizada por delirio general, agitación y tendencia al furor. 2. f. Extravagancia, preocupación caprichosa por un tema o cosa determinada”. Define a la manía persecutoria así: “Preocupación maniática de ser objeto de la mala voluntad de una o varias personas”. Es éste uno de los sentidos del término paranoia).

Owen reporta que tres psiquiatras estadounidenses—Jonathan R. T. Davidson, Kathryn M. Connor y Marvin Swartz, escribiendo sobre fuentes biográficas acerca de enfermedades mentales de los presidentes de Estados Unidos entre 1776 y 1974, en el Journal of Nervous and Mental Disease en 2006—han sostenido que Teodoro Roosevelt y Lyndon Johnson sufrían de desorden bipolar (maníaco-depresivo, en terminología antigua) mientras se desempeñaron en la presidencia de su país. Al comentar el punto señala que este diagnóstico está cuestionado, y que en general el público es más propenso a admitir que sus héroes pueden sufrir episodios de depresión, pero no están igualmente dispuestos a reconocer que su conducta maníaca sea sintomática de una enfermedad mental.

De hecho, Owen adelanta la siguiente conjetura: “Puede ser que la gente espere, o incluso quiera, que sus líderes sean diferentes de la norma, que exhiban más energía, trabajen más horas, parezcan excitados con lo que hacen y llenos de confianza en sí mismos; en breve, que se comporten de forma que, más allá de un cierto punto, un profesional la tendría por maníaca. En tanto esos líderes intenten lograr lo que el público desea, éste no quiere que se le diga que están mentalmente enfermos. Pero cuando esos líderes pierden el apoyo de su público, la cosa se torna muy diferente. El público estará entonces dispuesto a emplear palabras altisonantes [megalomanía, por ejemplo] que la profesión ha descartado para describir la enfermedad mental, como un modo de expresar su objeción al modo en que sus líderes se comportan”.

Vallejo-Nágera expresaba, en el fondo, la misma tensión cuando escribía: “…el mundo se encuentra ante un amargo dilema: conciencia de la necesidad del líder, junto al pánico a la aparición del dictador; y la intuición de lo peligrosamente imbricados que en la persona humana están los rasgos que hacen posible la iluminación de las multitudes con los que provocan la histeria de las masas. Las dotes personales para el ascenso al mando supremo (sobre el fervor colectivo) están psicológicamente enmarañadas con las que inducen a la usurpación del poder”.

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Es al desorden hibrístico al que Owen dedica más atención. La ὕβρις era un crimen, y el más grande de los pecados, en la Grecia clásica. El inglés moderno denota por hubris a la arrogancia y el sentido de superioridad excesivos; los griegos destacaban la actitud humillante que se derivaba de esa conciencia, observable con más facilidad en ricos y poderosos. Esta visión antigua coincide con la cristiana: la soberbia es el peor de los pecados. Quien tenía hubris, o “hibris”, en realidad retaba a los dioses y sus leyes, y la tragedia griega le retrataba en su caída.

Dice Owen: “No es ‘hibris’ todavía un término médico. El significado más básico fue desarrollado en la antigua Grecia, simplemente como la descripción de un acto: un acto hibrístico era uno en el que una figura poderosa, inflada con excesivos orgullo y confianza en sí misma, trataba a los otros con insolencia y desprecio”. Aristóteles diagnosticaba que “los jóvenes y ricos son dados al insulto [hubristai, es decir, ser hibrísticos] porque piensan que al hacerlo [acto de hibris] están demostrando superioridad”.

Es en el teatro griego, sin embargo, donde se refina la característica y se explora los patrones de la conducta hibrística, así como sus causas y consecuencias. Explica Owen: “Una carrera hibrística procede más o menos por el siguiente cauce. El héroe obtiene gloria y aclamación por haber logrado un éxito desusado en contra de las probabilidades. La experiencia se le sube a la cabeza: comienza a tratar a los demás, meros mortales ordinarios, con desprecio y desdén, y desarrolla tal confianza en su propia capacidad, que comienza a creerse capaz de cualquier cosa. Este exceso de confianza en sí mismo le lleva a interpretar equivocadamente la realidad que le rodea y a cometer errores. Tarde o temprano le llega su castigo y conoce su némesis, que lo destruye. Némesis es el nombre de la diosa de la retribución, y en el drama griego a menudo los dioses disponen la némesis porque es visto el acto hibrístico como uno en que el perpetrador trata de desafiar la realidad ordenada por ellos. El héroe que comete el acto hibrístico busca transgredir la condición humana, imaginándose ser superior y en posesión de poderes como los de los dioses. Pero los dioses no aceptarán eso; es así como son ellos quienes lo destruyen. La moraleja es que debemos poner cuidado en no permitir que el poder y el éxito nos suba los humos, haciéndonos demasiado grandes para nuestros zapatos”.

Ahora advierte Owen: “Los síntomas en la conducta que pueden justificar un diagnóstico de síndrome hibrístico se hacen típicamente más intensos mientras más tiempo permanezca en el poder un jefe de gobierno”. De seguidas sugiere que se diagnostique ese síndrome cuando quiera que tres o cuatro síntomas, de la lista que sigue, estén presentes en los gobernantes:

—Una propensión narcisista a ver el mundo primariamente como una arena en la que pueden ejercer poder y buscar gloria, antes que un lugar con problemas que necesitan se les aproxime de manera pragmática y no autorreferencial.

—Una predisposición a emprender acciones que probablemente les exhiban favorablemente, esto es, para resaltar su imagen.

—Una preocupación excesiva con la imagen y la presentación.

—Una manera mesiánica de hablar acerca de lo que hacen y una tendencia a la exaltación.

—Una identificación de sí mismos con el Estado, hasta el punto de considerar la perspectiva y los intereses de los dos como idénticos.

—Una tendencia a hablar de sí mismos en tercera persona o con el plural mayestático.

—Confianza excesiva en su propio juicio y desprecio por el consejo o la crítica de otros.

—Exagerada fe en sí mismos, rayana en un sentido de omnipotencia, respecto de lo que pueden alcanzar.

—Una creencia en que antes que ser responsables ante el mundano tribunal de sus colegas o la opinión pública, el tribunal al que tienen que responder es muy superior: la historia o Dios.

—Una convicción inamovible de que serán reivindicados en ese tribunal.

—Inquietud, irreflexión e impulsividad.

—Pérdida de contacto con la realidad, a menudo asociada con un aislamiento progresivo.

—Una tendencia a permitir que su “gran visión”, especialmente su convicción de la rectitud moral de un determinado curso de acción, obvie la necesidad de considerar otros aspectos, como la factibilidad, el costo y la posibilidad de consecuencias indeseadas; una terca renuencia a cambiar de curso.

—Como resultado, un cierto tipo de incompetencia en la implementación de una política, que puede ser llamada incompetencia hibrística. Es aquí donde las cosas van mal, precisamente porque el exceso de confianza hace que el líder no se moleste con la carpintería de una política. Aquí puede haber una desatención a los detalles aliada a una naturaleza indiferente.

Owen completa la descripción señalando los “factores externos” que aumentan la probabilidad del cuadro clínico: “éxito abrumador en la obtención y preservación del poder, un contexto político en el que hay mínimas limitaciones del líder que ejerce su autoridad personal y la duración del tiempo de su permanencia en el poder”.

¿Algo de esto nos suena conocido? Vale la pena destacar que, aunque el libro de Owen fue publicado este mismo año de 2008, no se encontrará en él ni una sola mención de la persona política de Hugo Chávez. No pareciera estar muy consciente de su existencia, porque verdaderamente se trata de un caso de librito. Chávez exhibe muy notoriamente, no tres o cuatro de los síntomas enumerados por Owen, sino todos los catorce. En Grecia, ya los dioses le hubiesen retribuido hace tiempo su hibris. Su némesis no puede andar muy lejos. Por de pronto, Zapata lo retrató, en una de sus mejores caricaturas, como un dinosaurio militar que afirmaba del tribunal que lo juzgaría: “A mí me absolverá la prehistoria”.

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Una noción análoga al síndrome descrito por Owen es la que se conoce como “enfermedad de la victoria”, que los japoneses llaman senshobyo. Éstos son los signos: arrogancia, exceso de confianza, complacencia, la repetición de previos patrones victoriosos en la lucha (en vez de desarrollar nuevas tácticas que anticipen los avances enemigos), la caricaturización y subestimación del contrincante, el desconocimiento de la información de malas noticias. Mientras el lado victorioso se vuelve complaciente, creyéndose invencible y conduciéndose con arrogancia, sus contrarios escarmientan y se adaptan.

Fue un ataque de senshobyo lo que llevó a los japoneses al desastre de Midway, poco después de su espectacular bombardeo de Pearl Harbor y su precoz extensión por islas y costas del Pacífico; fue la enfermedad de la victoria lo que llevó a Napoleón a la catastrófica invasión de Rusia, y a Hitler más de un siglo después a concebir y fracasar estrepitosamente, con su Operación Barbarroja, en el mismo intento.

Eso mismo le va a pasar a Hugo Chávez, enfermo de hibris y victoria. El suscrito conoce de cerca partidarios suyos que ya lo desahucian, tan evidente es su agresiva enfermedad. Incapaces de admitir la restauración de antiguos usufructuarios del poder, se quejan de no distinguir en el paisaje la figura de un outsider, empleando el mismo término que introdujera a comienzos de los ochenta, cuando ya era obvio el desarreglo político del país, el oráculo que fuera Gonzalo Barrios.

Vallejo-Nágera cierra su libro con las siguientes palabras: “¿Está condicionada la humanidad a sentirse arrastrada sólo por líderes de gran potencia carismática, enraizada en tendencias neuróticas de agresividad tan fuertes e insatisfechas que despiertan y agrupan a las del mismo sentido que tienen latentes las masas? ¿Puede engañársenos con el señuelo artificial de un carisma inventado por los creadores profesionales de una imagen política, que al montarse sobre una personalidad endeble se derrumbará en los momentos de crisis, cuando su fuerza carismática, en realidad inexistente, sería necesaria para la defensa colectiva? ¿No es posible la agrupación en torno a un líder, sereno, equilibrado, que a la vez con fuerza y mesura sepa conducir sin avasallamiento? Sí, es posible, pero hemos querido mostrar con estos comentarios lo fácil que resulta el engaño”.

LEA

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