LEA, por favor
Ésta es la segunda vez que viene a la Ficha Semanal de doctorpolítico un texto de Joseph E. Stiglitz, Premio Nóbel de Economía en 2001. En esta ocasión se reproduce una sección del libro que escribiera con Andrew Charlton, académico de la Escuela de Economía de Londres. El libro (Fair Trade for All. How Trade Can Promote Development), ha sido traducido por Natalia Rodríguez Martín para la edición española de Taurus: Comercio justo para todos, 2007, de la edición de Oxford University Press en 2005.
Hace diez semanas—Ficha Semanal #203 del 15 de julio de 2008—pudimos leerle a Stiglitz: “La reacción contra la globalización obtiene su fuerza no sólo de los perjuicios ocasionados a los países en desarrollo por las políticas guiadas por la ideología, sino también por las desigualdades del sistema comercial mundial. En la actualidad—aparte de aquellos con intereses espurios que se benefician con el cierre de las puertas ante los bienes producidos por los países pobres—son pocos los que defienden la hipocresía de pretender ayudar a los países subdesarrollados obligándolos a abrir sus mercados a los bienes de los países industrializados más adelantados y al mismo tiempo protegiendo los mercados de éstos: esto hace a los ricos cada vez más ricos y a los pobres cada vez más pobres… y cada vez más enfadados”.
La sección escogida para hoy examina las causas de la llamada “década perdida” de América Latina, y forma parte del segundo capítulo de Comercio justo para todos, bajo el título “El comercio puede ser bueno para el desarrollo”. Es ilustrativo de cómo pueden ser cambiantes las opiniones de los economistas, no sólo entre ellos mismos, sino de una década a otra. Lo que en un momento es la receta estándar, es objeto de crítica y rechazo post mortem pocos años después.
Ocurrió así con la estrategia latinoamericana de sustitución de importaciones, iniciada en nuestro caso bajo el gobierno de Rómulo Betancourt y dirigida desde el Ministerio de Fomento que capitaneaba Lorenzo Fernández. Era la época del “Compre venezolano”. A comienzos de la década perdida, hacia 1982, ya se decía en Venezuela que su modelo de desarrollo estaba agotado.
El libro de Stiglitz y Charlton pone claramente de manifiesto cómo es que los países más grandes y desarrollados han intentado obtener ventajas, en desmedro de los países más débiles, de la Organización Mundial del Comercio desde la llamada Ronda de Doha, en 2001. El optimismo de esa reunión ha dado paso a la acritud. En el prólogo, los autores reportan de la subsiguiente reunión de Cancún: “También había amenazas, especialmente por parte de Estados Unidos, de abandonar este enfoque multilateral para sustituirlo por negociaciones bilaterales… Los países en desarrollo más pequeños reconocían, por su parte, que en este tipo de discusiones bilaterales su posición negociadora resultaría todavía más débil de lo que ya era en un escenario multilateral. Muchos de los acuerdos comerciales bilaterales firmados desde Cancún han demostrado que estos temores estaban justificados”.
La lectura del libro de Stiglitz y Charlton está también justificada: no sólo se trata de una argumentación convincente por un comercio con justicia, sino que fundamenta sus recomendaciones sobre una nutrida información técnica, producto del análisis riguroso de estos dos capaces profesionales.
LEA
…
Se busca década
En los años siguientes a la II Guerra Mundial, América Latina probó una estrategia económica bastante diferente a la de los países del Este asiático. Como muchos países del Tercer Mundo, varios gobiernos latinoamericanos se sintieron reconfortados por las experiencias recientes de los países más ricos. Muchos de los países que habían luchado en la II Guerra Mundial lograron, con una planificación centralizada, un crecimiento en la industria pesada al producir en masa municiones, barcos, aeronaves, maquinaria y productos químicos para la actividad bélica. Los países en desarrollo también habían presenciado el big bang de la industrialización estalinista de la Unión Soviética durante la década de 1930. La URSS experimentó una rápida acumulación de capital y tasas de crecimiento económico de dos dígitos, mientras las más liberales economías capitalistas occidentales luchaban por mantenerse a flote en la Gran Depresión. Los aparentes éxitos industriales de la planificación durante el período bélico y de la planificación económica soviética se confabularon para convencer a muchos países en desarrollo de la importancia del papel del gobierno en la gestión del proceso de industrialización.
Estas observaciones fueron respaldadas por economistas del desarrollo que creían que los problemas de los países en desarrollo eran estructurales y exigían una radical intervención del gobierno para ser superados. Arthur Lewis (1955) planteó que el desarrollo requería coordinación porque “los distintos sectores deben crecer en adecuada relación entre ellos o no crecerán en absoluto”. Propugnaba un modo de industralización que debía gestionarse de manera que ésta se produjera de forma simultánea a lo largo de muchos sectores, para lograr así un “crecimiento equilibrado”. Otros economistas combinaron esta idea con las economías de escala y llegaron a la conclusión de que sólo se podría poner fin al problema del subdesarrollo mediante un “gran impulso” (big push) de nuevas inversiones distribuidas por muchos sectores que se reforzarían mutuamente. Paul Rosenstein-Rodan (1961) sugirió que los intentos de desarrollo económico que estaban centrados demasiado estrictamente en un pequeño número de sectores se encontrarían con el problema de una demanda inadecuada, lo que en última instancia limitaría el crecimiento.
La opinión económica predominante era, por tanto, que el desarrollo económico exigía una industrialización y el avance de vigorosas industrias manufactureras y que la industrialización no ocurriría por sí sola. En esa época, la producción de los países en desarrollo consistía principalmente en productos agropecuarios. Ya que la mayoría de los productos manufacturados consumidos en estos países eran importados, llegaron a la conclusión de que el camino al éxito pasaba por fomentar que las compañías del propio país produjeran los bienes de consumo que anteriormente habían sido adquiridos en el extranjero. Como consecuencia muchos países en desarrollo se embarcaron en políticas de “sustitución de importaciones”. Se argumentó que sólo se deberían importar bienes de producción “esenciales”. De este modo no sólo se dirigirían las escasas divisas hacia donde tendrían una más alta rentabilidad social, sino que la consecuente demanda de bienes producidos localmente (porque otras importaciones estarían restringidas) promovería la industrialización. Además, solamente gracias a la protección podrían competir sus industrias con las bien establecidas firmas de Europa y Estados Unidos.
En Brasil el gobierno de Getulio Vargas estableció en 1951 un sistema de licencias de importación para dar prioridad a las importaciones de combustible y bienes de equipo. A continuación se amplió con un sistema de tipos de cambio múltiples a través del cual se introducían importaciones prioritarias en el país a un tipo favorable, mientras las importaciones de bienes que se consideraba que podrían ser producidos internamente eran castigadas con tipos de cambio más altos. Más tarde, la política comerial fue añadida al grupo cuando la Ley de Aranceles de 1957 aumentó la protección para los bienes producidos en el país. En las décadas de 1950, 1960 y 1970 países de todo el mundo, como Chile, India, Ghana, Perú, Brasil, México, Argentina, Ecuador, Pakistán, Indonesia, Nigeria, Etiopía y Zambia, entre otros, siguieron políticas parecidas de sustitución de importaciones.
Por supuesto, la idea de que estos países en vías de desarrollo deberían intentar usar políticas comerciales para promover activamente industrias en las que no son competitivos es anatema para la simple lógica de la ventaja comparativa que David Ricardo había esclarecido más de un siglo antes. La razón de que tantos países rechazaran la ventaja comparativa en el contexto de sus estrategias de desarrollo económico descansaba en la creencia imperante de que el concepto de ventaja comparativa era insuficiente porque era demasiado estático. Los países en desarrollo no querían depender de las exportaciones de productos básicos que eran compatibles con sus capacidades actuales porque consideraban que tenían limitadas perspectivas de crecimiento a largo plazo y una tendencia negativa respecto a la relación de intercambio. En su lugar, creyeron que con el tiempo se podría desarrollar la ventaja comparativa en industrias más “deseables” con ayuda de activas políticas comerciales e industriales.
Los países de América Latina crecieron rápidamente en las décadas de la sustitución de importaciones. pero luego, a comienzos de los ochenta, un país tras otro comenzó a verse en dificultades, incumplieron el pago de sus deudas y el continente entró en “la década perdida”, durante la que el crecimiento se detuvo y los ingresos por persona en la región incluso cayeron. Las tasas de crecimiento económico, que de media se habían situado en el 6 por ciento en la década de 1970, cayeron hasta casi cero en la de 1980.
El contraste entre el estancamiento económico de América Latina en los ochenta y el notable crecimiento del Sureste asiático condujo a muchos comentaristas a extraer conclusiones sobre la efectividad relativa de su políticas comerciales. No parecía que este marcado contraste entre regiones pudiera atribuirse a la dotación de recursos o a factores globales y por lo tanto parecía que las diferencias debían residir en las políticas que siguió cada región. A este respecto, muchos economistas creían que las diferencias más importantes entre los dos grupos de países residían en las políticas de integración, apertura y comercio, esto es, la sustitución de importaciones en América Latina versus la promoción de la exportación en Asia. La visión neoliberal era que el problema de América Latina se centraba en una excesiva intervención estatal en el desarrollo de las industrias nacionales, lo que provocaba que éstas fueran ineficientes y no competitivas y requiriesen demasiado gasto público, lo que en última instancia causaba una inflación galopante. El FMI y el Banco Mundial en particular se erigieron en defensores de la postura de que la sustitución de importaciones era una de las principales causas del estancamiento de los países latinoamericanos.
La sustitución de importaciones se apoyaba en la controvertida creencia de que el apoyo gubernamental a una industria de manera temporal podría fomentar el desarrollo a largo plazo, lo que a menudo se conoce como el argumento de la “industria incipiente”. Este análisis sostiene que hay un elemento dinámico en el desarrollo industrial que, al combinarse con un fallo del mercado, puede justificar una intervención temporal del gobierno. Una variante de este argumento sugiere que las empresas pueden necesitar atravesar un período inicial de aprendizaje antes de ser capaces de competir con éxito con compañías extranjeras más establecidas. Sin embargo, los críticos objetaban que si una empresa con el tiempo llega a ser rentable, entonces debería ser capaz de financiar su fase aprendizaje gracias a los mercados de capital privado (asumiendo que existan mercados de capital efectivos), y si los beneficios de este aprendizaje se quedan por completo en la compañía, entonces no existen motivos para la intervención del gobierno. Solamente alguna imperfección en el mercado de capital justifica la acción estatal e, incluso entonces, la mejor política (si está al alcance de los países en desarrollo) sería intentar mejorar dicho mercado en lugar de imponer distorsiones comerciales.
Otra vertiente de la teoría de la industria incipiente sostiene que las firmas pioneras llevan beneficios a la economía, ya que pueden invertir en proporcionar a los trabajadores nuevos conocimientos y habilidades de los que pueden aprovecharse otras compañías cuando éstos cambian de trabajo o crean sus propias empresas. O, de manera alternativa, las compañías pioneras pueden generar nuevos conocimientos que se conviertan en bienes públicos a disposición de las siguientes empresas. Sin embargo, el argumento de la industria incipiente fue criticado por Robert Baldwin (1969), quien sostenía que, incluso cuando existen imperfecciones del mercado, la protección temporal a la industria podría ser inútil. Podría no generar un incentivo para que las empresas adquirieran más conocimientos de los que adquirirían en caso contrario. Además, al subvencionar la producción nacional, la protección a la industria incipiente podría animar a las empresas que entren posteriormente en el mercado a adelantar sus inversiones, lo que en realidad podría dejar en aún peor situación a la empresa pionera. Baldwin mostró cómo algunos de los simplistas argumentos contra el libre comercio eran defectuosos teóricamente, pero, como el posterior debate pone en evidencia, hay argumentos convincentes que han permanecido.
Sin embargo, una alternativa a la visión neoliberal sostiene que el fracaso de América Latina tuvo menos que ver con la sustitución de importaciones que con factores exógenos independientes de las políticas nacionales. Los efectos combinados de una recesión global y la respuesta política de los países desarrollados tuvieron un efecto nocivo en la región. Según el South Centre (1966) los países latinoamericanos experimentaron simultáneamente cuatro tipos de shock: “un shock de la demanda de las exportaciones en los países en desarrollo; la subsiguiente caída en los precios de los productos básicos y shock en la relación de intercambio; un shock en el tipo de interés y un shock en la oferta de capital”.
Esta visión alternativa culpa por la década perdida no tanto a la estrategia de sustitución de importaciones como a las políticas respecto a la deuda de los países de América Latina combinadas con unas desafortunadas circunstancias globales. Estos países pidieron fuertes préstamos durante la década de 1970, lo que les permitió evitar la recesión global que siguió al shock de los precios del petróleo. Pero hacia el final de la década la deuda externa de la región se había disparado y los pagos del servicio de la deuda alcanzaron los 33.000 millones de dólares por año—casi un tercio de las ganancias por exportaciones de la región—. Los países de América Latina no tuvieron más remedio que asumir el riesgo de la fluctuación de los tipos de interés; cuando la Reserva Federal de Estados Unidos los subió hasta niveles sin precedentes, muchos países se vieron empujados al abismo. Entre las evidencias que apoyan esta interpretación está el hecho de que todos estos países, tanto aquellos en los que había problemas relativamente grandes con el programa de sustitución de importaciones como en los que éstos no existían, acabaron en bancarrota, y prácticamente al mismo tiempo, poco después del aumento de los tipos de interés en Estados Unidos. Si el problema subyacente hubiera sido la estrategia de sustitución de importaciones, entonces presumiblemente la evolución de esa estrategia habría tenido lugar de manera diferente en los diferentes países. Y sin embargo, ni un solo país latinoamericano experimentó mucho crecimiento durante la década de 1980, independientemente de las diferencias de sus políticas.
Esta visión alternativa sugiere que fueron los abiertos mercados de capitales de América Latina, más que su relativamente cerrada política comercial, los que condujeron a la década perdida. En la década de 1970 los países latinoamericanos disponían de los mercados de capital más abiertos del mundo desarrollado, lo que se evidencia por su alta proporción de flujos globales de inversión extranjera directa. En términos de liberalización financiera, América Latina era mucho más abierta que el Sureste asiático, donde los controles sobre el flujo de capital extranjero eran estrictos. La dependencia de América Latina de los flujos de capital extranjero e inversión extranjera directa es lo que la hizo particularmente vulnerable a los shocks de la economía global.
De este modo, así como existen interpretaciones alternativas sobre el papel de las políticas comerciales e industriales en el éxito del Este asiático, también hay opiniones alternativas sobre el papel de las políticas comerciales e industriales en el fracaso de América Latina. Es cierto que las políticas de sustitución de importaciones estaban lejos de ser perfectas y hubo algunas malas inversiones y cierta corrupción. Pero lo que América Latina y el Esta asiático mostraron es que el proceso de una liberalización exitosa es considerablemente más complejo de lo que podría sugerir el neoliberal Consenso de Washington. Los países asiáticos siguieron complejas políticas de desarrollo económico que combinaron la intervención gubernamental con la promoción de las exportaciones y el control de la calidad y volumen de las entradas de capital. Es más, dispusieron la secuencia en la que se producía la liberalización y prestaron atención a la política social, incluyendo educación y equidad, además de invertir fuertemente en infraestructura y tecnología.
Joseph E. Stiglitz – Andrew Charlton
intercambios