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Es evidentísimo que la instauración del régimen chavista en Venezuela, desde 1999, constituye un proceso que en términos oncológicos es canceroso: agresivo, invasivo, maligno. Y puede tenérsele por tal porque su aparición en el teatro político venezolano no se debe a la inoculación de un virus dañino por la vía de un vector externo: un anofeles o un zancudo patas blancas. El chavismo estaba, en estado latente, dentro del cuerpo nacional.
Pero el muy preocupante cuadro clínico que el chavismo representa no es la única enfermedad del sistema político venezolano; antes de 1992, cuando se observara el signo precoz del chavoma por primera vez, ya el aparato político estaba aquejado por el grave síndrome de una insuficiencia política generalizada. Esta expresión cabe perfectamente; el médico habla de insuficiencia renal cuando el aparato urinario no filtra la sangre como debe, o de insuficiencia cardiaca cuando el corazón no bombea la sangre con la presión requerida. La función del aparato político es la de resolver problemas de carácter público; no otra cosa lo justifica. En consecuencia, cuando no lo hace es justo diagnosticarlo como insuficiente.
¿Desde cuándo estuvo presente en Venezuela este cuadro de insuficiencia política? Por lo que atañe a la intuición popular, los estudios de opinión comenzaron a detectar un desapego de los electores en relación con los partidos a comienzos de los ochenta (encuesta Gaither de agosto de 1984). Ya la campaña electoral de 1983 había sido muestra de la fatiga de los ciudadanos ante las ofertas tradicionales de los candidatos. (“El venezolano que asistió a cualquiera de las innumerables reuniones que poblaron, como a cualquier otra, la batalla electoral de 1983, estaba más preocupado por el país en su conjunto, clara y evidentemente enfermo, que por el interés sectorial de su inmediata incumbencia. De allí el éxito de la vaga promesa del ‘Pacto Social’ por Jaime Lusinchi, pues si abstracta e imprecisa, al menos tenía la virtud de ser formalmente una panacea”. Krisis, Memorias Prematuras, 1986).
Para febrero de 1985, mientras Lusinchi no había aún cumplido la mitad de su período, fue posible elaborar un documento que dibujaba lo que pudieran ser los rasgos de una organización política con un código genético distinto del de un partido tradicional. Una sección del mismo, reproducida en esta Ficha Semanal #217 de doctorpolítico, inventariaba la oferta del “mercado político” venezolano. La evaluación allí contenida acerca de las ofertas—el VII Plan de la Nación cuyo diseño fuera liderado por Luis Raúl Matos Azócar y Ana Julia Jatar, las proposiciones del Grupo Roraima, etcétera—continúa siendo en gran medida válida para describir las ofertas actuales. (Las no chavistas; el chavismo es caso aparte y mucho más grave).
Falta asistir a una verdadera transformación en el paradigma político prevaleciente, que sigue siendo el mismo de la política de poder: uno en el que la legitimación política tiene que ver menos con nuestra propia positividad que con la negatividad del contrario.
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Mercado político
Lo que se está ofreciendo al país en momentos de obvia crisis es insuficiente. El gobierno, por ejemplo, el que, dicho sea de paso, ha cumplido un primer año de casi máxima eficiencia dentro de los viejos marcos en los que opera, no ha hecho otra proposición substancial que la oferta del llamado “pacto social” y la adopción de un estilo de gobierno que ofrece un contraste favorable respecto de otros anteriores. Pero el “pacto social” no es otra cosa que un instrumento, una herramienta. Es una herramienta, para comenzar, que no tiene nada de nueva. Es el viejo instrumento del diálogo o del consenso, de la concertación o del acuerdo, con el viejo nombre que vuelve a estar de moda de “pacto social”. Y es una herramienta, por lo demás, que para algunos importantes analistas requiere un substrato de relativa prosperidad para ser manejada. Pero no hay en esa proposición instrumental del “pacto social” una visión del país, una concepción del Estado, mucho menos un programa.
Tampoco se puede llamar programa del gobierno a los lineamientos para un VII Plan “de la Nación” puesto que aún el gobierno no lo reconoce como su proposición, y sobre todo cuando hemos sido testigos de la forma como se separó de su cargo el campeón de ese documento. Sin embargo, la proposición está allí; ¿qué encontramos en ella?
Los primeros componentes de lo que habría sido el VII Plan “de la Nación” revelaron un intento por mejorar la metodología con la que se había venido arribando a los planes “de la Nación”, los que debieran ser el atado de las políticas más importantes y más a largo plazo de la gestión de gobierno. Nuevamente, pues, una preocupación por la herramienta que en este caso representó un intento más o menos serio por mejorar.
Luego puede encontrarse en los lineamientos del VII Plan un conjunto meramente enumerativo de los que se considera “los” problemas nacionales. No hay a su lado una enumeración de oportunidades que nos salve de otra de esas listas abrumantes y castradoras de nuestro lado calamitoso. No hay allí una verdadera trabazón diagnóstica de los problemas enumerados. Ni siquiera puede considerarse a esa lista, más aún, una taxonomía completa, pues más de un profundo problema ha quedado sin incluir. Como tal enumeración problemática, contribuye a la depresión de la psicología nacional sin postular al menos una verdadera explicación de esa problemática.
En cuanto a las soluciones se las ofrece de tres clases: primera, una lista de estados deseables (más democratización, mejor distribución de la riqueza, etcétera), lo que obviamente no es la solución sino el estado que se alcanzaría después de aplicar las soluciones que no se proponen; segunda, una fórmula procedimental de obtener las soluciones—otra vez—por consenso de “sectores representativos”; y, tercera, la “solución” del “sector económico de cooperación”. Se nos dice que por esto último debe entenderse la implantación—tampoco detallada en su aplicabilidad—de nuevas variantes de la propiedad de medios de producción. (En el mundo se están dando, con éxito, nuevas formas de asociación productiva de modo espontáneo, pero es difícil entender cómo podría manejarse un proceso así desde un centro gubernamental). Los lineamientos del VII Plan no son, en consecuencia, una solución suficiente o pertinente.
Otros actores—los partidos—proponen, básicamente, o un apoyo al gobierno o una oposición. Ambos se rigen por una regla de silencio y control por parte de pequeños círculos o “cogollos”, lo que hace aún menos probable en ellos la emergencia de proposiciones de refrescamiento. El “principal partido de la oposición” ha propuesto un programa compuesto del “objetivo” de oponerse “vigorosamente” al gobierno actual y el de recuperar el control del poder público en la próxima oportunidad electoral. Para más tarde se propone realizar un evento bajo la guisa de un “congreso ideológico”, pues vagamente barrunta que debe haber algo fundamentalmente malo en su forma de comprender lo político. Será un evento que difícilmente puede ofrecerle, a posteriori, una justificación para haberse opuesto que no sea la del mero deseo de recuperar el poder, que es la que hasta ahora han ofrecido. Recientemente, luego de volver a leer en la opinión pública un rechazo cada vez más generalizado a la gestión de los actores políticos tradicionales, ese partido ha desempolvado para proponer al gobierno una suerte de agenda de concertación, en la que efectivamente sólo puede hallarse otra enumeración incompleta de áreas en las que “deberían” ponerse de acuerdo, sin que, por supuesto, tal agenda haya sido acompañada de un conjunto equivalente de proposiciones concretas sobre el manejo de cada área. Ocasionalmente, es cierto, algún “equipo” de ese partido emite consideraciones y algunas proposiciones en torno a ciertas coyunturas particulares, en las que las diferencias que logra establecer respecto de las líneas gubernamentales son usualmente diferencias de grado.
De otros lados ha surgido, en aprovechamiento de una “moda de la derecha” y ante la evidencia del preocupante desempeño económico, dos proposiciones cuya asociación no es todavía definitiva. Un grupo de jóvenes empresarios ha patrocinado la realización de un estudio acerca del reciente proceso económico nacional, estudio en el que se incluyen proposiciones de cambio en la política económica general hasta ahora seguida por los gobiernos venezolanos. El estudio es demasiado limitado y puntual como para que pueda considerársele una proposición global, pues no considera sino aspectos económicos e incurre en algunas apreciaciones inexactas, como cuando hace residir el mayor peso de la explicación de la problemática en el modelo de desarrollo aplicado por países que experimentaron un auge petrolero. Tiene sin embargo este estudio el inestimable valor de haber apuntado en la dirección correcta cuando sugiere que lo que es necesario cambiar son los “axiomas” en los que se ha sustentado la política económica.
Hasta cierto punto asociado a esa proposición ha resurgido un discurso liberal que propone una generación de relevo opuesta al Estado, el que es visto como la explicación última de casi todos los males. Acompañan a esta reedición del liberalismo seudoexplicaciones de nuestro “subdesarrollo” tan manidas como la de este tenor: “…una naturaleza sobreprotectora, que nos ha dotado a la vez de un clima benigno y de riquezas naturales, que no exigen otro sacrificio que la extracción, ha ido estimulando en nosotros… la certidumbre de que nos basta extender la mano para que el pan llueva sobre ella, y por esa vía, ha fomentado en nosotros la irresponsabilidad, la pereza y la sensación de que siempre algún milagro nos rescatará de la miseria, sin necesidad de que ofrezcamos nuestro esfuerzo a cambio”. Son explicaciones que forman familia con las de una supuesta “huella perenne” o mala calidad del “material humano” nacional, en las que el pronombre “nosotros” de alguna manera deja de aplicarse al explicador de turno. (Los explicadores de esta clase no suelen concebirse como formando parte de ese “material humano”).
No es suficiente, sin embargo, destacar las obvias negatividades del “Estado” ni ofrecer la perogrullada de que debe venir un “relevo”, menos aún cuando lo que pareciera sugerirse es que el relevo simplemente debe darse de ciertos políticos por ciertos empresarios, o cuando se fundamentan los diagnósticos en semiverdades que no hacen otra cosa que denostar del grupo humano nacional. Además, el relevo que no obstante es necesario, no es un relevo de generación sino un relevo de competencia.
Otras voces menos poderosas han propuesto otras direcciones, y durante la campaña electoral pasada hubo algunos planteamientos más profundos respecto del problema de Estado y el problema de Gobierno. Unos, lamentablemente, han estado excesivamente asociados a una actitud de escándalo moralizante o no se han emancipado todavía de fundamentaciones invigentes. Otros fueron ofrecidos a comandos de campaña de actores políticos tradicionales, quienes los rechazaron al encontrar que iban en dirección distinta a la que le permite concebir su estructura de prejuicios y, muy principalmente, porque habrían requerido la descomposición de su red de aversiones y enemistades.
Esta es, a grandes rasgos, la oferta política nacional. Su caracterización más sencilla consiste en darse cuenta de que se trata de una oferta política cualitativamente insuficiente.
Esto se traduce, a la hora de evaluar los actores políticos, en una calificación de los actores políticos tradicionales como incompetentes.
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