LEA, por favor
The New Yorker es, sin duda y merecidamente, una de las más prestigiosas publicaciones en el mundo, y un repetido festín textual y visual. (Sus caricaturas a página completa son legendarias). Vio la luz primera el 17 de febrero de 1925, con la edición del día 21, en la costumbre estadounidense de fechar anticipadamente sus revistas. Con inmancable toque de humor, TNY ha sido depositario de serísimos análisis críticos, tanto políticos como literarios, y la revista misma publica narraciones y poesía. Con frecuencia sus piezas son largas; en la edición del 31 de agosto de 1946, un solo trabajo—Hiroshima, de John Hershey—ocupó la revista entera.
La portada de la edición del 21 de julio de este año causó explicable escándalo. En ella, una caricatura del matrimonio Obama mostraba al marido, de turbante y sandalias, en saludo de puño cerrado a su cónyuge, ataviada ésta con ropa de camuflaje, peinado afro y rifle de asalto colgado al hombro. Al fondo, se distinguía una bandera de barras y estrellas ardiendo en una chimenea y, sobre la boca de ella, una efigie de Osama bin Laden. La campaña de Barack Obama consideró que la caricatura era de mal gusto y potencialmente inflamatoria, aunque el candidato mismo declaró que no le molestaba, no sin decir que le parecía insultante para los musulmanes de los Estados Unidos: “Hay musulmanes estadounidenses maravillosos que hacen por todo el país cosas maravillosas”. La publicación adujo que, lejos de ser contraria a Obama, la polémica portada buscaba satirizar las acusaciones absurdas contra el candidato.
A estas alturas, ya no hay confusión respecto de las intenciones editoriales de TNY. La edición del 13 de octubre de 2008 contiene un inequívoco apoyo de la revista—The Choice—a la candidatura de Obama, en términos razonados con gran elocuencia. Característicamente, la pieza es marcadamente extensa. La Ficha Semanal #219 de doctorpolítico presenta la traducción completa del largo editorial.
Sólo una vez antes TNY hizo una cosa así. En 2004, rompiendo una vieja tradición de neutralidad, quebró lanzas a favor del candidato demócrata John Kerry. A pesar de su preferencia liberal—progresista, en el uso norteamericano del vocablo—es sintomático que en ambas ocasiones la figura de George W. Bush provocara la militancia de la elegante publicación. Implacablemente, TNY descalifica, con datos y citas, la candidatura de John McCain y el gobierno de George W. Bush, al que tiene por el peor de los Estados Unidos desde la Reconstrucción emprendida tras la Guerra Civil. (Otros son aun más duros. En una encuesta de este año, patrocinada por History News Network, 109 historiadores fueron consultados sobre el actual gobierno estadounidense, y 61% opinó que era el peor de toda la historia; 98% de los historiadores lo diagnosticó como un fracaso). Entre las varias cifras mencionadas por TNY, destaca la de soldados estadounidenses muertos en Irak, en exceso de 4.000. La guerra de Bush ha matado ya más de sus compatriotas que los 2.974 fallecidos en los ataques del 11 de septiembre de 2001, que fueron el pretexto principal de la invasión.
La lectura del aval de The New Yorker a Barack Obama basta para entender por qué hoy, 4 de noviembre de 2008, el pueblo de los Estados Unidos le elegirá, por significativa mayoría, como su cuadragésimo cuarto presidente. Porque, a diferencia de su competidor, rezuma grandeza.
LEA
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La escogencia
Nunca que recordemos ha sido una elección más crítica que la que se acerca rápidamente—ese es el cliché cuadrienal, tan esperado como los globos y la ampulosidad. Y sin embargo, ¿cuándo antes lo sentimos tan urgentemente verdadero? ¿Cuándo habían tenido tantos estadounidenses una percepción tan clara de que una presidencia—al nivel de la competencia, la visión y la integridad—ha socavado al país y sus ideales?
La administración titular se ha distinguido a sí misma para la historia. La presidencia de George W. Bush es la peor que ha habido desde la Reconstrucción, así que no es un misterio que el Partido Republicano—que ha ejercido el dominio de la rama ejecutiva del gobierno federal durante los últimos ocho años, y el de la rama legislativa por la mayor parte de ese período—tenga pocas ganas de defender sus ejecutorias, domésticas o internacionales. El único orador en la convención de St. Paul que pronunciara una o dos frases en apoyo del Presidente fue su esposa, Laura. Entretanto, el nominado, John McCain, jugó el papel de un ilusionista de vodevil, al pedir ser visto como un apóstol del cambio después de años de abrazar lo esencial de la agenda de Bush con ardor siempre creciente.
El desastre republicano comienza en casa. Aun sin tomar en cuenta cualquiera que sea el fantásticamente costoso plan que termine de emerger, para ayudar al rescate del sistema financiero de los largamente practicados esquemas piramidales de Wall Street, el panorama económico y fiscal es desolador. Durante la administración Bush, la deuda nacional, que ahora se acerca a 10 billones de dólares, casi se ha duplicado. El presupuesto federal del año que viene se proyecta con un déficit de 500 mil millones de dólares, en precipitada caída desde el superávit proyectado de 700 mil millones cuando Bill Clinton dejó el cargo. La creación de empleos en el sector privado ha sido un sexto de lo que fue bajo el presidente Clinton. Cinco millones de personas han caído en la pobreza. El número de estadounidenses sin seguro médico ha aumentado en siete millones, mientras que la prima promedio es casi el doble. Entretanto, el principal logro doméstico de la administración Bush ha sido desplazar la carga relativa de los gravámenes de los ricos al resto. Para el 1% más rico entre nosotros, los recortes impositivos de Bush valen, en promedio, cerca de mil dólares por semana; para el quintil inferior, alrededor de un dólar y medio. La injusticia sólo puede crecer si el doloroso—y sin embargo necesario—rescate de los mercados de crédito termina impidiendo el rescate de nuestro sistema de salud pública, nuestro ambiente y nuestra infraestructura física, educativa e industrial.
Al mismo tiempo, 150.000 tropas estadounidenses están en Irak y 33.000 en Afganistán. Todavía hay desacuerdo sobre la sabiduría de deponer a Saddam Hussein y su horrible régimen, pero ya no más la duda de que la administración Bush manipuló, intimidó y mintió al público estadounidense en esta guerra y luego manejó incompetentemente su seguimiento en casi todos sus aspectos. Los costos directos, además de un gasto de 600 mil millones de dólares, han incluido la pérdida de más de 4.000 estadounidenses y 30.000 heridos, la muerte de decenas de miles de iraquíes y el desplazamiento de cuatro millones y medio de hombres, mujeres y niños. Sólo ahora, después de que las fuerzas estadounidenses han peleado ya más tiempo del que pelearon en la Segunda Guerra Mundial, hay un destello de esperanza de que el conflicto en Irak haya entrado en una etapa de frágil estabilidad.
Los costos indirectos, tanto de la guerra en particular como de la aproximación unilateralista de la administración a la política exterior en general, también han sido inmensos. La tortura de prisioneros, autorizada al más alto nivel, ha sido una catástrofe ética y de diplomacia pública. En momentos cuando el ambiente global, la economía global y la estabilidad global demandan por igual una transición hacia nuevas formas de energía, los Estados Unidos han sido un retrógrado global, derrochador en su consumo y temerario en su política. Estratégica y moralmente, la administración Bush ha dilapidado la capacidad estadounidense de contrarrestar el ejemplo y arrogancia de sus rivales. China, Rusia, Irán, Arabia Saudita y otros estados no liberales han llegado a la conclusión, cada uno a su manera, de que los principios democráticos y los derechos humanos no son componentes requeridos para un futuro estable y próspero. En recientes reuniones de las Naciones Unidas, déspotas envalentonados como Mahmoud Ahmadinejad han venido a mofarse de nuestras dificultades y saludar el “fin de la era estadounidense”.
La elección de 2008 es la primera en más de medio siglo en la que un presidente o vicepresidente en ejercicio no esté en las boletas de votación. Hay, sin embargo, un partido en ejercicio, y ese partido ha tenido la suerte de encontrarse, aparentemente contra los deseos de su base, con un candidato al que evidentemente no gustaba George W. Bush antes de que se pusiera de moda hacerlo. En Carolina del Sur, en 2000, Bush aplastó a John McCain con una clandestina campaña primaria tan cruel que McCain, memorablemente, reviró contra los aliados de Bush de la Derecha Cristiana. Tan profunda era la ira de McCain que en 2004 flirteó con la posibilidad de unirse al ticket demócrata bajo John Kerry. Bush, que asumió el cargo como un “conservador compasivo”, gobernó inmediatamente como ideólogo derechista. Durante ese primer período, McCain reforzó su reputación, algunas veces merecida, de “heterodoxo” dispuesto a trabajar con los demócratas en problemas como la normalización de relaciones con Vietnam, la reforma del financiamiento de campañas y la de las normas inmigratorias. Promovió, conjuntamente con John Edwards y Edward Kennedy, un estatuto de derechos de los pacientes. En 2001 y 2003 votó contra los recortes presupuestarios de Bush. Con John Kerry, patrocinó una ley que elevara los estándares de la eficiencia de combustible automotriz y, con Joseph Lieberman, un régimen para un tope a las emisiones de carbón. Fue uno dentro de una minoría de republicanos que se oponían a la perforación ilimitada en busca de petróleo y gas costa afuera de los Estados Unidos.
Desde la elección de 2004, no obstante, McCain se ha movido sin remordimientos hacia la derecha en procura de la nominación republicana. Ha rendido pleitesía a Jerry Falwell y predicadores de su calaña. Abandonó la reforma de las leyes de inmigración, terminando por oponerse a su propio proyecto de ley. De modo más chocante, McCain, que había denunciado repetidamente la tortura bajo cualquier circunstancia, votó en febrero contra una prohibición de las mismas técnicas de “interrogación enriquecida” que él mismo soportara una vez en Vietnam, cuando los torturadores fuesen civiles empleados por la CIA.
Respecto de casi cualquier tema, McCain y el candidato del Partido Demócrata, Barack Obama, hablan un lenguaje general de reforma, pero sólo Obama ha presentado una visión convincente, racional y plenamente desarrollada. McCain ha abandonado su oposición a los recortes impositivos de la era de Bush y ha asumido la vocación demagógica—en medio de la recesión y la calamidad de Wall Street, con las amenazas de crisis en seguridad social, Medicare y Medicaid—en pro de adicionales recortes impositivos. Los de Bush expiran en 2011. Si McCain, como ha propuesto, recortara los impuestos a las corporaciones y los estados, una vez más los beneficios irían desproporcionadamente a los ricos.
En Washington, ha concluido la locura por un puro triunfalismo del mercado. El Secretario del Tesoro, Henry Paulson, llegó a la capital (vía Goldman Sachs) como republicano, pero parece que se irá como un demócrata. En otras palabras, ha llegado a comprender que los abusos que condujeron a la actual crisis financiera—no siendo el menor de ellos la especulación excesiva sobre capitales prestados—sólo pueden ser arreglados mediante regulación y supervisión gubernamental. McCain, que nunca ha evidenciado mucho interés, o conocimiento, en cuestiones económicas, ha tenido poco de substancia que decir acerca de la crisis. Su gesto más notable de preocupación—una melodramática suspensión de su campaña y la posposición del primer debate presidencial hasta que el plan de salvamento del gobierno estuviese listo—se reveló rápidamente como vacía táctica de distracción.
En contraste, Obama ha hecho un estudio serio de la mecánica y la historia de este desastre económico y de las posibilidades de estimular una recuperación. En marzo pasado, en Nueva York, en un discurso notable por su profundidad, equilibrio y anticipación, dijo: “Un completo desdén por una presupuestación de como vaya viniendo vamos viendo, ha permitido que demasiados hayan puesto su ganancia a corto plazo por delante de sus consecuencias a largo plazo”. Obama está comprometido con reformas que valoran no sólo la restauración de la estabilidad sino la protección de la vasta mayoría de la población, que no tomó parte en los frutos de los años de embriaguez. Ha propuesto mayor regulación programática del sistema financiero, la creación de un Banco de Reinversión en la Infraestructura Nacional, que ayudará a revertir el deterioro de nuestras carreteras, puentes y sistemas de tránsito masivo y a crear millones de empleos, y una inversión importante en el sector de energía ecológica.
Sobre la energía y el calentamiento global, Obama ofrece un conjunto de poderosas propuestas. Apoya un programa de limitaciones para reducir las emisiones de carbono de los Estados Unidos en 80% para 2050, una meta enormemente ambiciosa, pero que muchos climatólogos dicen que debe alcanzarse si es que se quiere mantener el dióxido de carbono atmosférico bajo niveles desastrosos. Los más grandes emisores comprarían cuotas de carbono y aquellos que emiten menos dióxido de carbono que lo que se les permite venderían los créditos resultantes a los que emiten más; con el tiempo, las cuotas disponibles declinarían. Significativamente, Obama quiere licitar las cuotas; esto proveería 15 mil millones de dólares por año para desarrollar fuentes alternas de energía y la creación de programas de adiestramiento para empleos en tecnologías ecológicas. También quiere elevar los estándares federales de ahorro de energía y requerir que el 10% de la electricidad de los Estados Unidos sea generada a partir de fuentes renovables en 2012. Tomadas en conjunto, sus propuestas representan la estrategia más coherente y de visión más penetrante que haya sido ofrecida por un candidato presidencial para reducir la dependencia de la nación de combustibles fósiles.
En algún momento hubo razones para esperar de McCain y Obama un debate sensato acerca de la política energética y climatológica. McCain fue uno de los primeros republicanos en el Senado en apoyar límites federales al dióxido de carbono, y ha blasonado su propio apoyo a un programa de control menos ambicioso como evidencia de su autonomía respecto de la Casa Blanca. Pero a medida que las encuestas mostraron que los estadounidenses se ponían nerviosos con los precios de la gasolina, McCain aparentemente encontró conveniente cambiar de rumbo también en este campo. Acogió una idea de dudoso valor—levantar la veda federal a la perforación petrolera costa afuera—para ponerla en el centro de su campaña. La apertura de las aguas costeras de los Estados Unidos a la perforación no tendría impacto sobre los precios de la gasolina a corto plazo, e incluso a largo plazo su efecto, según un análisis reciente del Departamento de Energía, sería insignificante. Tan incómodos hechos, sin embargo, son desestimados alegremente por una campaña que finalmente encontró su voz en el eslogan “¡Perfora, bebé, perfora!”
El contraste entre los candidatos es aun más agudo en lo tocante a la tercera rama del gobierno. Actualmente, prevalece una tensa equiparación entre los jueces de la Corte Suprema, donde cuatro conservadores de línea dura confrontan cuatro liberales moderados. Anthony M. Kennedy es el voto decisivo, que determina el resultado de caso tras caso.
McCain alude al Presidente de la Corte, John Roberts, y al magistrado Samuel Alito, dos conservadores confiables, como modelos para los nombramientos que posiblemente haría. Si cree en lo que dice, y reemplaza aunque sea un solo moderado en la actual Corte Suprema, entonces la decisión de Roe vs. Wade será revertida y de nuevo podrán los estados imponer prohibiciones absolutas al aborto. Los puntos de vista de McCain en esta materia se han endurecido. En 1999 decía estar opuesto a la anulación de la decisión; para 2006 ya decía que su deceso no le molestaría en absoluto; para 2008 ya no apoyaba que se añadieran la violación y el incesto como excepciones a la plataforma opuesta al aborto de su partido.
Pero descartar esa decisión—lo que a fin de cuentas dejaría a los estados en libertad tanto de permitir el aborto como de criminalizarlo—sería sólo el comienzo. Dada la agenda ideológica que el bloque conservador existente ha seguido, es posible predecir que las acciones afirmativas de cualquier clase probablemente serían abolidas por una corte de McCain. Los esfuerzos por expandir el poder ejecutivo, a los que en años recientes algunos jueces han tratado de resistir noblemente, probablemente aumentarían. Caerían las barreras entre la iglesia y el Estado, las ejecuciones crecerían, las limitaciones legales al poder corporativo se extinguirían; todo eso con sólo un nuevo nombramiento conservador en la corte. Y es probable que el nuevo Presidente haga tres nombramientos.
Obama, que fue profesor de derecho constitucional en la Universidad de Chicago, votó contra la confirmación no sólo de Roberts y Alito, sino contra candidatos no calificados a tribunales de menor rango. Como senador por el estado de Illinois, obtuvo el apoyo de fiscales y organizaciones policiales para protección de inocentes contra su convicción en casos capitales. Mientras McCain votó para continuar negando los derechos de habeas corpus a detenidos, en perpetuación del régimen de la administración de Bush por el que el Estado patrocina la detención extralegal, Obama tomó el lado opuesto, presionando para que se restaurara el derecho a defenderse de todo prisionero retenido por los Estados Unidos. El futuro judicial estaría seguro a su cuidado.
Para la taquigrafía del comentario político, la guerra de Irak pareciera emparejar a McCain y Obama en términos gruesos. Pero al oponérsele antes de la invasión, Obama tuvo la presciencia de advertir sobre una ocupación costosa e indefinida y el surgimiento de un radicalismo anti-estadounidense alrededor del mundo; al apoyarla, McCain no previó nada de esto. Más recientemente, a comienzos de 2007, McCain arriesgó sus posibilidades presidenciales a la proposición de que cinco brigadas de combate adicionales podrían salvar una guerra que por entonces lucía sin esperanzas. Obama, junto con la mayoría del país, había decidido que era tiempo de detener las pérdidas estadounidenses. Ningún cálculo candidatural acerca de Irak ha sido tan políticamente rastrero como la repetida aseveración de McCain de que Obama valora su carrera por encima de su país; ambos hombres basaron sus posiciones, correctas o incorrectas, sobre razonamientos y principios.
El sucesor del presidente Bush heredará dos guerras y las realidades de recursos limitados, decaimiento de la voluntad popular y disminución de posibilidades de lo que puede ser logrado con el poder estadounidense. Los puntos de vista de McCain sobre estos asuntos van del simplismo al desconocimiento. En Irak busca “victoria”, una palabra que el general Petraeus se rehusa a emplear, y fundamentalmente representa mal la naturaleza desordenada e irresoluta del conflicto. En cuanto a Afganistán, en las raras ocasiones cuando McCain lo menciona implica que el aumento de tropas puede ser directamente transferido desde Irak, lo que sugiere que su comprensión de la contrainsurgencia no es tan firme como él insistió que era durante el primer debate presidencial. McCain siempre exhibe más fe en la fuerza que interés en sus consecuencias estratégicas. A diferencia de Obama, McCain no tiene estrategia política para ninguna de las dos guerras, sólo la dudosa esperanza de que una mayor seguridad permitiría que las cosas se arreglen. Obama ha advertido desde hace tiempo del deterioro a lo largo de la frontera entre Afganistán y Pakistán, y tiene una comprensión considerada de su vital importancia. Su estrategia, tanto para Afganistán como para Irak, muestra una comprensión del papel que la política interna, la economía, la corrupción y la diplomacia regional juegan en guerras en las que no hay victoria en el campo de batalla.
Una experiencia personal inimaginablemente dolorosa enseñó a McCain que la guerra es ante todo una prueba de honor: mantén la voluntad de seguir luchando, prepárate a arriesgarlo todo y entonces prevalecerás. Preguntado en el debate sobre las “lecciones de Irak”, McCain dijo: “Creo que las lecciones de Irak son muy claras: que uno no puede tener una estrategia fracasada que luego haga que uno casi pierda un conflicto”. Es la respuesta de un soldado; pero un estadista debe tener una visión más amplia de la guerra y de la paz. Los años por venir exigirán no sólo determinación, sino también flexibilidad, paciencia, buen juicio e inmersión intelectual. No son estas cosas el fuerte de McCain más que en el actual Presidente. Obama, por su parte, parece saber que se necesita más que voluntad y fuerza para extraer alguna ventaja del naufragio de los años de Bush.
Obama está también más capacitado para la tarea de renovar los cimientos de la influencia estadounidense. La restauración estadounidense en asuntos exteriores requerirá un compromiso no sólo con la cooperación internacional, sino también con instituciones internacionales que puedan tratar el calentamiento global, las dislocaciones de lo que probablemente sea una crisis económica global que se profundiza, las enfermedades epidémicas, la proliferación nuclear, el terrorismo y otros desafíos más tradicionales a la seguridad. Muchos de los vehículos de la era de la Guerra Fría para el contacto y la negociación—las Naciones Unidas, el Banco Mundial, el régimen del Tratado de No Proliferación Nuclear, la Organización del Tratado del Atlántico Norte—están moribundos, deteriorados u obsoletos. Obama tiene la mirada generacional que será requerida para revivir o reinventar estos pactos. Él sería el primer presidente estadounidense de la posguerra que no estuviera impedido ni por Munich ni por Vietnam.
El próximo Presidente debe asimismo restaurar la credibilidad moral estadounidense. El cierre de Guantánamo, la prohibición de toda tortura y la finalización de la guerra de Irak tan responsablemente como sea posible proveerá un punto de partida, pero sólo eso. La presidencia moderna es un vehículo de comunicación tanto como de toma de decisiones, y las audiencias relevantes son globales. Obama ha inspirado a muchos estadounidenses en parte porque alza un espejo de su propio idealismo. Su elección no haría menos, y probablemente haría más, hacia el exterior.
Lo que más distingue a los candidatos, no obstante, es el carácter, y aquí, contrariamente a la opinión convencional, Obama es claramente el más fuerte de los dos. No hace mucho, Rick Davis, el jefe de campaña de McCain, dijo: “Esta elección no es acerca de los temas. Está elección tiene que ver con una visión compuesta de lo que la gente obtiene de estos candidatos”. La idea de que esta elección es entre personalidades deja de lado las políticas, la complejidad y la responsabilidad. Aun así, hay algo de verdad en lo que dijo Davis, pero difícilmente apunta a la conclusión que deseaba.
Como eco de Obama, McCain ha convertido el “cambio” en uno de sus mantras de campaña. Pero el cambio que ha entregado es el de sí mismo, y no únicamente en la alteración de sus posiciones. Una disposición a alcahuetear e incluso a mentir ha llegado a definir su campaña presidencial y su publicidad televisada. Una doblez despreciativa, una mezquindad han penetrado sus discursos mitinescos; tanto, que parece obvio que, en la carrera por la victoria, está dispuesto a reproducir unos cuantos de los métodos sucios que lo derrotaron hace ocho años en Carolina del Sur.
Tal vez nada haya revelado tanto el cinismo de McCain como su elección de Sarah Palin, antigua alcaldesa de Wasilia, Alaska, que había sido gobernadora de ese estado por 21 meses, como nominada republicana para Vicepresidente. En las entrevistas que ha concedido desde su nominación, ha tenido dificultad para articular respuestas coherentes no estudiadas acerca de los temas más elementales del día. Estamos observando a una candidata a la Vicepresidencia atiborrarse a última hora para un examen inminente sobre política doméstica y exterior elementales. Esto es gracioso como rutina de Tina Fey en Saturday Night Live, pero como visión del futuro político es profundamente inquietante. Palin no es competente para ser el respaldo de ningún Presidente de ninguna edad, mucho menos de uno de 72 años con salud imperfecta. Al escogerla, McCain cometió un acto de temeridad e irresponsabilidad que quita el aliento. La elección de Obama, Joe Biden, tiene sus propias imperfecciones. Su lengua corre a veces por delante de su mente, y provee su propia munición a los comediantes nocturnos, pero no se le puede comparar con Palin. Su profunda experiencia en asuntos extranjeros, lo judicial y la política social lo hacen un socio confiable y complementario para Obama.
A medida que la campaña se ha desarrollado, peor han ido reflejándose en McCain los aspectos de su personalidad y su carácter. A menos que las apariencias sean muy engañosas, él es impulsivo, impaciente, autodramatizador, errático y compulsivo tomador de riesgos. Puede que estas cualidades hayan contribuido a su utilidad como senador no convencional, pero en un Presidente serían una amenaza.
En contraste, el mensaje de transformación de Obama está acompañado por una pragmática calma. Un tropismo hacia la unidad es una parte esencial de su carácter y su campaña. Es parte de lo que le permitió sobreponerse a una oponente demócrata que entró en la carrera con tremendas ventajas. Es lo que le ayudó a forjar una carrera política que se basa tanto en los liberales de Hyde Park como en los políticos profesionales del centro de Chicago. Sus preferencias políticas son claramente liberales, pero está determinado a dirigirse a un amplio espectro de estadounidenses que no necesariamente comparten cada uno de sus valores u opiniones. Para algunos que lo oponen, su ecuanimidad en presencia incluso de los más feos ataques parece altivez; para algunos que lo apoyan, su renuencia a contraatacar en vena similar parece un desprendimiento autodestructivo.
Y sin embargo es el temperamento de Obama—y no el de McCain—el que luce apropiado para el cargo que ambos hombres buscan y para la volátil y peligrosa era que vivimos. Aquellos que descartan su ser centrado como egocentrismo o su compostura como indiferencia están tan equivocados como aquellos que malinterpretaron la tranquilidad de Eisenhower como estupidez o el humor de Lincoln como falta de seriedad.
Hoy en día, casi todo político que piense en lanzarse para Presidente procura convertirse en autor. Los libros de Obama son diferentes: él los escribió. La Audacia de la Esperanza (2006) es un conjunto de disquisiciones políticas, laxamente estructuradas alrededor de un recuento de su primer año en el Senado de los Estados Unidos. Aunque en cierto modo es un manifiesto de campaña, es superior al mosaico usual del género hecho con discursos escritos por terceros.
Pero es el primer libro de Obama—Sueños de mi Padre: Una historia de Raza y Herencia (1995)—el que ofrece un atisbo insólito de la mente y el corazón de un potencial Presidente. Obama comenzó a escribirlo en sus tempranos años treinta, antes de que fuese candidato para nada. Desde Theodore Roosevelt, ningún político estadounidense tan cercano al pináculo del poder había producido una obra tal, convincente, grandemente personal y con mérito literario, antes de ser arrancado por las mareas de la ambición política.
Una elección presidencial no es la concesión de un premio Pulitzer: elegimos un político, ojalá un estadista, no un autor. Pero el primer libro de Obama es valioso en la forma como revela sus actitudes fundamentales de mente y espíritu. Sueños de mi Padre es una iluminadora memoria, no sólo de la substancia en la propia historia peculiarmente estadounidense de Obama, sino también de las cualidades que trae a la narración: una formidable inteligencia, una empatía emocional, una autorreflexión, un equilibrio y una notable capacidad para ver la vida y el mundo a través de los ojos de gente muy distinta a él. Como casi todos los otros senadores y gobernadores de su generación, Obama no cuenta con un servicio militar como parte de su biografía. Pero su vida ha estado llena de pruebas—personales, espirituales, raciales, políticas—que gravitan sobre su preparación para una gran responsabilidad.
Es perfectamente legítimo llamar la atención, como McCain lo ha hecho, a la carencia en Obama de una experiencia convencional en la factura de políticas nacionales o internacionales. También nosotros desearíamos que tuviera más. Pero el ejercicio de cargos no es la única clase de experiencia relevante a la tarea de conducir una nación de extravagante variedad. La inmersión de Obama en ambientes humanos diversos (el arco iris racial de Hawai, el caldero racial de Chicago, el Nueva York contracultural, la clase media de Kansas, la Indonesia predominantemente musulmana), los años de organización entre los pobres, su cata del derecho corporativo y su molienda en el interés público y el derecho constitucional, estas cosas, también, son experiencias. Y su libro demuestra que ha extraído de ellas cada gota de percepción y amplitud de perspectiva que contenían.
La agotadora, a veces irritante y larga campaña de 2008 (y 2007) ha tenido al menos una virtud: ha demostrado que la inteligencia y el sereno temperamento de Obama no son meras ficciones del arte de escritor. Ha cometido errores, sin duda. (Su rechazo a la imaginativa proposición de McCain de una serie apariciones conjuntas sin mediación es uno de ellos). Pero, en conjunto, su campaña ha estado marcada por la paciencia, la planificación, la disciplina, la organización, la competencia tecnológica y la astucia estratégica. A menudo, Obama ha visto dos o tres movidas adelante, relativamente impertérrito ante la histeria permanente del ciclo horario de las noticias y los gritones de los noticieros por cable. Y cuando la crisis ha golpeado, como lo hizo cuando las rabietas divisionistas de su antiguo pastor amenazaron con derribar su campaña, se puso a la altura de las circunstancias, rescatándose a sí mismo con un discurso que no sólo extrajo el veneno sino que demostró un profundo respeto por el electorado.
Aunque sus oponentes han tratado de atacarlo como hombre de “meras” palabras, Obama ha restablecido la elocuencia a su sitial esencial en la política estadounidense. La opción entre elocuencia y experiencia es falsa, algo que demostrara Lincoln, sin cargo luego de un único período en el Congreso, en su propia campaña de renovación política y nacional. Los “meros” discursos de Obama sobre todo tema, desde la economía y los asuntos exteriores hasta la raza, han estado en el centro de su campaña y su éxito; si triunfa, su elocuencia será central a su capacidad de gobernar.
No podemos esperar que un hombre sane toda herida, o resuelva cada crisis política importante. Se dice que la presidencia es en gran medida una cosa de despertar en la mañana y tratar de beber de un hidrante contra incendios. En la quietud de la Oficina Oval, el ruido de las exigencias perentorias puede ser ensordecedor. Y sin embargo, Obama tiene el temperamento para acallar el ruido cuando sea necesario y concentrarse en lo esencial.
La elección de Obama—un hombre de mezcla étnica, a la vez cómodo en el mundo y supremamente representativo de los Estados Unidos del siglo 21—revertiría, de un golpe, la imagen de nuestro país en el exterior y refrescaría su espíritu en casa. Su ascensión a la presidencia sería una culminación simbólica de las acciones civiles y del sufragio de los años sesenta, y de las luchas centenarias por la igualdad que las precedieron. No puede pasar sin decir algo estimulante, incluso excitante, acerca del país, acerca de su dedicación a la tolerancia y la inclusión, acerca de su fidelidad, después de todo, a los valores que proclama en sus libros de texto. En momentos de calamidad económica, perplejidad internacional, fracaso político y moral golpeada, los Estados Unidos necesitan tanto elevación como realismo, tanto cambio como firmeza. Necesitan un líder temperamental, intelectual y emocionalmente en sintonía con las complejidades de nuestro atribulado planeta. El nombre de ese líder es Barack Obama.
The New Yorker
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