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Es evidente que la llamada Doctrina Social de la Iglesia ha llenado buena parte de la política en Occidente durante el siglo XX. En ella se han inspirado los partidos socialcristianos o demócrata-cristianos para conformar sus plataformas ideológicas.
Una serie particular entre las encíclicas sociales que expresan aquella doctrina ocurre en el mes de mayo, para conmemorar la primera de todas, Rerum Novarum, de León XIII, que fue dada a conocer el 15 de mayo de 1891. Como su nombre lo indica, Quadragesimo Anno emanó de Pío XI cuarenta años después de la primera (15 de mayo de 1931), a la que conmemora y toma como punto de partida para un desarrollo ulterior de la doctrina. Igualmente puntual fue Juan XXIII, quien el 15 de mayo de 1961 volvió a marcar la fecha raíz con Mater et magistra. Menos paciente, Juan Pablo II promulgó Centesimus annus el 1Ëš de mayo de 1991, adelantándose en dos semanas al siglo exacto de conmemoración de las enseñanzas sociales de León XIII.
Entre todas las nombradas, Mater et magistra tuvo significación especial, pues se producía en un papado que dos años antes anunciara la intención de convocar un concilio ecuménico, y siete meses después (el día de Navidad de 1961) lo convocaba efectivamente mediante la constitución apostólica Humanae salutis. Era el tiempo del aggiornamento (puesta al día) de la Iglesia Católica en el Concilio Vaticano II, según expresión del propio Juan XXIII. El mundo de la década de los años sesenta vería importantes cambios culturales y políticos; su tres primeros años, sin embargo, estuvieron ocupados por las figuras señeras de John F. Kennedy y Juan XXIII, “el papa bueno”.
En esta Ficha Semanal #221 de doctorpolítico se reproduce cuatro secciones de Mater et magistra, comenzando por la que ofrece famosa descripción de un método simple y sensato para decidir: ver, juzgar y actuar. Al exponerlo, Juan XXIII no sólo prescribía un protocolo serio y responsable para la acción social (específicamente la acción católica), sino que exigía que los principios no quedaran relegados al reino de la pura cavilación.
Un aspecto notable de la carta es una disposición al diálogo respetuoso con quienes no sostengan idénticos criterios y valores. En estimación de Juan XXIII, siempre sería posible “colaborar lealmente en la realización de aquellas obras que sean por su naturaleza buenas o, al menos, puedan conducir al bien”, incluso con quienes “tienen de la vida una concepción distinta”.
Pero la Iglesia no es sólo Mater, y la encíclica social de Juan XXIII enfatiza su carácter de magistra. Por esto no vacila en exigir respeto y obediencia a sus enseñanzas. La eminente bondad de Juan XXIII no le impedía asentar con firmeza la autoridad de la iglesia que presidía.
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Ver, juzgar, actuar
Necesidad de la acción social católica
236. Ahora bien, los principios generales de una doctrina social se llevan a la práctica comúnmente mediante tres fases: primera, examen completo del verdadero estado de la situación; segunda, valoración exacta de esta situación a la luz de los principios, y tercera, determinación de lo posible o de lo obligatorio para aplicar los principios de acuerdo con las circunstancias de tiempo y lugar. Son tres fases de un mismo proceso que suelen expresarse con estos tres verbos: ver, juzgar y obrar.
237. De aquí se sigue la suma conveniencia de que los jóvenes no sólo reflexionen sobre este orden de actividades, sino que, además, en lo posible, lo practiquen en la realidad. Así evitarán creer que los conocimientos aprendidos deben ser objeto exclusivo de contemplación, sin desarrollo simultáneo en la práctica.
238. Puede, sin embargo, ocurrir a veces que, cuando se trata de aplicar los principios, surjan divergencias aun entre católicos de sincera intención. Cuando esto suceda, procuren todos observar y testimoniar la mutua estima y el respeto recíproco, y al mismo tiempo examinen los puntos de coincidencia a que pueden llegar todos, a fin de realizar oportunamente lo que las necesidades pidan. Deben tener, además, sumo cuidado en no derrochar sus energías en discusiones interminables, y, so pretexto de lo mejor, no se descuiden de realizar el bien que les es posible y, por tanto, obligatorio.
239. Pero los católicos, en el ejercicio de sus actividades económicas o sociales, entablan a veces relaciones con hombres que tienen de la vida una concepción distinta. En tales ocasiones, procuren los católicos ante todo ser siempre consecuentes consigo mismos y no aceptar compromisos que puedan dañar a la integridad de la religión o de la moral. Deben, sin embargo, al mismo tiempo, mostrarse animados de espíritu de comprensión para las opiniones ajenas, plenamente desinteresados y dispuestos a colaborar lealmente en la realización de aquellas obras que sean por su naturaleza buenas o, al menos, puedan conducir al bien. Mas si en alguna ocasión la jerarquía eclesiástica dispone o decreta algo en esta materia, es evidente que los católicos tienen la obligación de obedecer inmediatamente estas órdenes. A la Iglesia corresponde, en efecto, el derecho y el deber de tutelar la integridad de los principios de orden ético y religioso y, además, el dar a conocer, en virtud de su autoridad, públicamente su criterio, cuando se trata de aplicar en la práctica estos principios.
Responsabilidad de los seglares en el campo de la acción social
240. Las normas que hemos dado sobre la educación hay que observarlas necesariamente en la vida diaria. Es ésta una misión que corresponde principalmente a nuestros hijos del laicado, por ocuparse generalmente en el ejercicio de las actividades temporales y en la creación de instituciones de idéntica finalidad.
241. Al ejercitar tan noble función, es imprescindible que los seglares no sólo sean competentes en su profesión respectiva y trabajen en armonía con las leyes aptas para la consecución de sus propósitos, sino que ajusten su actividad a los principios y normas sociales de la Iglesia, en cuya sabiduría deben confiar sinceramente y a cuyos mandatos han de obedecer con filial sumisión.
Consideren atentamente los seglares que si no observan con diligencia los principios y las normas sociales dictadas por la Iglesia y confirmadas por Nos, faltan a sus inexcusables deberes, lesionan con frecuencia los derechos de los demás y pueden llegar a veces incluso a desacreditar la misma doctrina, como si fuese en verdad la mejor, pero sin fuerza eficazmente orientadora para la vida práctica.
Un grave peligro: el olvido del hombre
242. Como ya hemos recordado, los hombres de nuestra época han profundizado y extendido la investigación de las leyes de la naturaleza; han creado instrumentos nuevos para someter a su dominio las energías naturales; han producido y siguen produciendo obras gigantescas y espectaculares.
Sin embargo, mientras se empeñan en dominar y transformar el mundo exterior, corren el peligro de incurrir por negligencia en el olvido de sí mismos y de debilitar las energías de su espíritu y de su cuerpo.
Nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XI ya advirtió con amarga tristeza este hecho, y se quejaba de él en su encíclica Quadragesimo anno con estas palabras: «Y así el trabajo corporal, que la divina Providencia había establecido a fin de que se ejerciese, incluso después del pecado original, para bien del cuerpo y del alma humana, se convierte por doquiera en instrumento de perversión; es decir, que de las fábricas sale ennoblecida la inerte materia, pero los hombres se corrompen y envilecen».
243. Con razón afirma también nuestro predecesor Pío XII que la época actual se distingue por un claro contraste entre el inmenso progreso realizado por las ciencias y la técnica y el asombroso retroceso que ha experimentado el sentido de la dignidad humana. «La obra maestra y monstruosa, al mismo tiempo, de esta época, ha sido la de transformar al hombre en un gigante del mundo físico a costa de su espíritu, reducido a pigmeo en el mundo sobrenatural y eterno» (Radiomensaje navideño del 24 de diciembre de 1943; cf. Acta Apostolicae Sedis 36 (1944) p. 10).
244. Una vez más se verifica hoy en proporciones amplísimas lo que afirmaba el Salmista de los idólatras: que los hombres se olvidan muchas veces de sí mismos en su conducta práctica, mientras admiran sus propias obras hasta adorarlas como dioses: «Sus ídolos son plata y oro, obra de la mano de los hombres» (Sal 114 (115), 4).
Reconocimiento y respeto de la jerarquía de los valores
245. Por este motivo, nuestra preocupación de Pastor universal de todas las almas nos obliga a exhortar insistentemente a nuestros hijos para que en el ejercicio de sus actividades y en el logro de sus fines no permitan que se paralice en ellos el sentido de la responsabilidad u olviden el orden de los bienes supremos.
246. Es bien sabido que la Iglesia ha enseñado siempre, y sigue enseñando, que los progresos científicos y técnicos y el consiguiente bienestar material que de ellos se sigue son bienes reales y deben considerase como prueba evidente del progreso de la civilización humana.
Pero la Iglesia enseña igualmente que hay que valorar ese progreso de acuerdo con su genuina naturaleza, esto es, como bienes instrumentales puestos al servicio del hombre, para que éste alcance con mayor facilidad su fin supremo, el cual no es otro que facilitar su perfeccionamiento personal, así en el orden natural como en el sobrenatural.
247. Deseamos, por ello, ardientemente que resuene como perenne advertencia en los oídos de nuestros hijos el aviso del divino Maestro: «¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? ¿O qué podrá dar el hombre a cambio de su alma?» (Mt 16,26).
Angelo Giuseppe Roncalli, Juan XXIII
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