Anteayer asumía Barack Obama el poder en Washington, en un espectáculo cuidadosamente planificado y de indudable potencia mediática. (No es malo que entienda la importancia de los medios, para competir con mucha ventaja contra megalómanos estadistas-locutores de discurso interminable). Todo fue previsto. No han debido ser espontáneas las dos ocasiones en que bajó con su esposa de la muy acorazada limusina Cadillac para caminar en medio de la calle, muy cerca de los ciudadanos apostados muy temprano en las aceras. No habría puesto en apuros al Servicio Secreto el primer día de su mando. Ambas caminatas fueron decididas suficientemente de antemano. Pero antes de los insólitos paseos, más de dos millones de personas se reunieron para verlo asumir el cargo más poderoso del mundo. (El Distrito de Columbia tiene una población residente de un poco menos de seiscientos mil habitantes, y aunque 92% de sus electores votaron por Barack Obama, la mayoría de los espectadores de su toma de posesión venían de más allá de su cuadrada área con diez millas de lado).
Ayer, después de asistir a un servicio religioso en la Catedral Nacional de Washington, se reunió primero con el personal de la Casa Blanca—al que agasajaría por la noche—, después con sus consejeros económicos—para afinar el plan de recuperación que presentará al Congreso—y finalmente con los comandantes militares de las operaciones de Estados Unidos en Irak, a quienes solicitó elaboren los planes de una retirada “responsable” de las tropas estadounidenses estacionadas en ese país. Hacia la una y media de la tarde firmaba dos órdenes ejecutivas y tres memorados presidenciales. Entre ellos estaba la orden de suspender los juicios en Guantánamo. Mañana ordenará el cierre de las instalaciones dentro del plazo de un año y a la Agencia Central de Inteligencia desmantelar su red de prisiones secretas. No pierde el tiempo, y su gabinete está prácticamente completo. El Senado de los Estados Unidos confirmó ayer, por votación de 94 a favor y 2 en contra, la designación de Hillary Clinton como Secretaria de Estado. Uno de sus más decididos defensores—y en general de la vía libre para Obama—fue John McCain, a su vez agasajado el lunes por el nuevo presidente, quien lo llamó héroe y destacó sus esfuerzos por vencer posiciones sectarias.
Es un buen arranque, sin duda y, sobre todo, un buen ejemplo. Es bueno que las naciones del planeta aprendan la lección de dejar atrás las diferencias surgidas, incluso con acrimonia, en una campaña electoral, para la cooperación que supere los problemas.
Claro que ese aprendizaje no está al alcance de todos. Gente como Robert Mugabe, por ejemplo, y otros que le tienen por gran estadista, seguramente son genéticamente incapaces de adquirirlo.
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