Quien hace esta manifestación aparecería en cualquier estudio de opinión dentro de la categoría de los no alineados. No soy partidario del gobierno o alguno de los partidos y grupos que lo apoyan. Tampoco estoy afiliado a partido o grupo alguno que se defina como de oposición a aquél. No creo que el socialismo es la solución para el país, pero no pienso que lo sea el liberalismo. Si bien admito ser, a mi escala personal y en la medida de mis posibilidades, responsable por el bienestar de cada habitante del planeta, creo asimismo que los mercados son la forma natural de la economía humana aunque, como ahora, requieran vigilancia y control, pues su benéfica presencia no agota la anatomía y la fisiología de las sociedades humanas. Reconozco progresos en Venezuela en los últimos años para el nivel de vida de muchos venezolanos desaventajados, y que hayan adquirido un reconocimiento social del que antes carecían; pero también me preocupo por la creciente inseguridad de las personas y por una prédica agresiva oficial que regala un pretexto y sirve de modelo a la delincuencia. No soy escuálido, pitiyanqui o usufructuario cuarto-republicano, y tampoco tupamaro, rojo-rojito o bolivariano. Reconozco la inmensa deuda que tengo con nuestros libertadores, la que debo pagar con su respetuosa memoria, pero creo que el pueblo venezolano debe emanciparse de Bolívar, como un hombre joven que sale de la adolescencia y, por ley de vida, debe emanciparse de su padre por más que lo ame.
Prefiero que mi descendencia viva en un mundo pluripolar, no en uno dominado por una sola potencia, independientemente de cuán poderosa o meritoria ella sea. Creo que a la par de China, India, Europa, Rusia, Australia, los Estados Unidos y las grandes naciones del Pacífico y de África, el condominio sudamericano debe estar presente, como bloque, en un concierto planetario que asegure la paz y la cooperación para superar los complicados problemas del mundo. No estoy comprometido con ninguno de los bandos que combaten en Gaza, y quiero que ambos logren la reconciliación permanente. Durante los años de presidencia de George W. Bush expresé consistentemente mi oposición a sus políticas, así como reconocí su elevada gallardía al comentar el triunfo electoral de Barack Obama. Creo que el mundo debe enorgullecerse de su diversidad cultural, verdadera clave de sus logros futuros, que cada religión debe tener su espacio libre en la conciencia de la gente y que ninguna puede imponerse a las demás, mucho menos con la violencia: no existe guerra a la que pueda llamarse santa.
Las tecnologías de la comunicación permiten ya que más de mil millones de habitantes de la Tierra se conecten en la Internet; entre nosotros, los venezolanos, más de seis millones lo hacen casi todos los días. Esto significa que podemos compartir y aprender; en particular significa que la cultura política de cada uno de nosotros puede crecer, y por esto apruebo la noción de una democracia cada vez más participativa, en la que ejerzamos nuestro derecho y cumplamos nuestra responsabilidad de ciudadanos. En esa nueva democracia mundial que se construye por minutos, como es natural, debo respetar el punto de vista de los demás, y tengo fundados motivos para esperar respeto hacia los míos.
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Digo estas cosas para que se conozca claramente desde cuál posición asumo una postura respecto de la enmienda constitucional que ahora se propone a nuestro juicio, y acerca de la que tendremos oportunidad de expresarlo el próximo 15 de febrero de este año 2009. Para considerarla, buscaré dirigirme a la esencia de la modificación propuesta, y para ello haré como si fuera la primera vez que se somete a nuestra consideración, a fin de considerar su verdadero meollo. Prescindiré, por tanto, de discutir el sentido que tiene votar una segunda vez por algo que ya rechazamos, y pasaré por alto el irrespeto que se nos hace con esta reiteración. Pensaré el problema como si tuviera que decidirlo en 2013, después que la prohibición constitucional de plantear una misma reforma varias veces en un solo período hubiera cesado en sus efectos.
En esencia se nos pregunta si queremos tener la posibilidad de elegir indefinidamente a una misma persona para cualquiera de los cargos por elección de nuestro aparato público. Sabemos, por supuesto, que la intención real del proponente—que por mandado a la Asamblea Nacional es el actual presidente de la República—es la de reelegirse de modo indefinido mientras quiera postularse. Ésta es la pregunta que se somete a la consideración del Poder Constituyente Originario, del Pueblo, de la Corona, del Soberano.
Quien contestará la pregunta, pues, es el Soberano. ¿En qué consiste esta soberanía?
La soberanía se expresa en dos circunstancias, y la primera es que no existe sobre ella un poder superior; la segunda es que el Soberano tiene poder absoluto para decidir cualquier medida pública, sin estar limitado por otra cosa distinta de los derechos humanos y los tratados internacionales válidamente contraídos.
El límite impuesto por los derechos humanos no puede ser transgredido por ningún soberano. Ni siquiera un referéndum popular en el que voten todos los Electores a favor puede aprobar la violación de la vida o la opinión de un solo ciudadano, puesto que su opinión y su vida son sus derechos en tanto persona. Ningún soberano puede obligarme a creer en el liberalismo o el socialismo, puesto que tales cosas son asunto de opinión y es mi derecho decidir si las acepto o las rechazo.
El límite de los tratados internacionales en los que la República haya convenido válidamente proviene del hecho evidente de que, si bien es nuestra nación soberana, existen muchas otras que también lo son, y en este sentido son nuestros iguales.
Dicho esto, ¿sería la reelección indefinida una violación de derechos humanos o de tratados internacionales válidos? En absoluto, y sobre ella puede entonces decidir soberanamente el pueblo venezolano.
¿Qué nos convendría decidir?
El 15 de diciembre de 1999 y el 2 de diciembre de 2007 ya habíamos decidido que era inconveniente permitir, por ejemplo, más de una reelección presidencial. Es parte de una larga doctrina constitucional venezolana, de origen bolivariano en el Congreso de Angostura, que los mandatos excesivamente prolongados conducen a la tiranía. Es esta conciencia, asimismo, sabiduría general de los demócratas. John Stuart Mill advirtió, por ejemplo, en 1861: “Un pueblo puede preferir un gobierno libre, pero si, por indolencia, descuido, cobardía o falta de espíritu público, se muestra incapaz de los trabajos necesarios para preservarlo; si no pelea por él cuando es directamente atacado; si puede ser engañado por los artificios empleados para robárselo; si por desmoralización momentánea, o pánico temporal, o un arranque de entusiasmo por un individuo, ese pueblo puede ser inducido a entregar sus libertades a los pies de incluso un gran hombre, o le confía poderes que le permiten subvertir sus instituciones; en todos estos casos es más o menos incapaz de libertad: y aunque pueda serle beneficioso tenerlo así sea por corto tiempo, es improbable que lo disfrute por mucho”. Simón Bolívar, por supuesto, lo dijo de modo más sucinto con más de cuatro décadas de anticipación: “…nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo a un mismo ciudadano en el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerlo y él se acostumbra a mandarlo; de donde se origina la usurpación y la tiranía”.
No nos conviene la reelección indefinida. Es preciso decir no a la enmienda propuesta por el Ejecutivo disfrazado de Asamblea Nacional.
La razón es simple. El mecanismo de la inconveniencia funciona a través del abuso. Imaginemos que en un futuro algún presidente llegare a controlar los poderes que debieran contrapesar el suyo, que su voluntad se impusiere sobre las deliberaciones del Poder Legislativo Nacional, que el máximo tribunal de la República le complaciere con jurisprudencia a la medida de sus deseos, que las autoridades electorales sesgaren sus dictámenes a su favor, así como se plegaren a su beneficio las instituciones pensadas para la defensa del pueblo. Supongamos, más aún, que un hipotético presidente tal empleare los militares que le deben en principio obediencia para sus fines políticos, así como todo medio radioeléctrico o impreso poseído o controlado por el Estado, y también la tesorería pública y la de sus empresas y entidades, incluyendo las reservas internacionales, e igualmente los vehículos de uso público para el transporte de adeptos voluntarios o forzados, como empleados públicos obligados so pena de despido y persecución, y ocupara las paredes de edificios nacionales con el culto mural de su persona, y el tiempo de las emisoras privadas de radio y televisión para hablar interminablemente de sí mismo y desacreditar falazmente a quien ose disentir y desacatarle. Pensemos ahora que este mítico gobernante quisiera reelegirse: ¿que diríamos de la imparcialidad y justicia de las elecciones a las que se presentara con esa cantidad de poder sin contrapeso alguno? ¿Cuán democráticas serían esas elecciones?
Dado que una situación como la descrita, por más exagerada que sea, no es enteramente imposible, será de la mayor utilidad pública que el Soberano se proteja del abuso de sus mandatarios, y de la mayor importancia que niegue la enmienda promovida por el Presidente de la República el próximo 15 de febrero. El Soberano estará mejor servido cuando disponga de más grados de libertad electoral, cuando puedan tener varios candidatos a un cargo público electivo igualdad de oportunidades, no cuando un solo mandatario, inescrupuloso y abusivo, pueda inclinar desproporcionadamente la balanza de los recursos, del tiempo y del espacio a su favor, hasta el punto de limitar o anular, por la vía de la persecución legislativa y judicial, las posibilidades reales de sus competidores.
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Soy un ciudadano no alineado. Soy un Ni-ni. Y votar en contra de una pretensión hegemónica vitalicia no me convierte en adeco, cosa que, por lo demás, se puede ser honrosamente. Votar no el 15 de febrero no equivale a mi circuncisión por la fe, ni me transforma en creyente de ninguna otra religión honorable. Negar la enmienda “tramitada” por la Asamblea Nacional, por encargo del Presidente de la República, no me involucra en designios imperiales de ninguna potencia, sean ésta los Estados Unidos de Norteamérica o los Estados Unidos del Brasil. Al decirle no a Hugo Chávez dentro de diecisiete días no venderé mi patria: ejerceré mi derecho, que él está obligado a respetar y, más todavía, a proteger.
El hecho de no estar afiliado a ninguna de las opciones políticas actuantes no me impide percibir el estilo tramposo empleado finalmente en la presentación de la enmienda, que ha escamoteado el sentido de la autorización ansiada por el Presidente de la República y lo esconde tras equívocas invenciones, en ocurrencias de pícaro que así revela su carácter y la mínima consideración que los ciudadanos le merecemos. Escarmentado de decir las cosas directamente, de llamar a las cosas por su nombre, utiliza el subterfugio de una redacción que ni siquiera describe las consecuencias reales de aprobarla. Ni siquiera tiene la letra chiquita de las pólizas de seguro de construcción leonina.
La redacción final de la pregunta quiere hacer creer a los venezolanos que desde el 15 de febrero en adelante la elección de mandatarios y legisladores dependerá “exclusivamente del voto popular”, como si ahora no lo fuese. Pero veamos el respeto que guarda el promotor de la enmienda por el voto popular.
Anteayer se encontraba el Presidente de la República en el estado Táchira no, como pudiera pensarse, en funciones de gobierno sino en labores proselitistas. Allí dijo que si en 2012 resultare electo un presidente que fuera adeco o copeyano “habría guerra”. Así explicó: “Si la oposición llega al poder habrá una guerra, por eso es necesario garantizar la continuidad del proceso revolucionario democrático bolivariano y ahí está la propuesta de la enmienda constitucional (que implantaría la reelección presidencial ilimitada)”.
Pues si en 2012 el voto popular elige a un presidente que pertenezca a COPEI o Acción Democrática, ésa será voluntad que deberá ser inequívocamente respetada. El Presidente de la República declara que desconocería esa voluntad con una guerra, y demuestra cuán hipócrita es la redacción de la enmienda que propone. En lugar de “ampliar los derechos políticos del pueblo” ya se prepara a cercenarlos.
Últimamente, en nueva imitación de Fidel Castro, Hugo Chávez ha comenzado a ejercer como columnista de prensa. El Latin American Herald Tribune reprodujo su primer artículo, en el que argumenta de este modo:
“En Venezuela, como lo sabemos, el pueblo, una vez activado el poder constituyente, aprobó nuestra avanzadísima Constitución Bolivariana, el 15 de diciembre de 1999, hace ya casi diez años, iniciándose con ello, no sólo la refundación de la República, sino también la puesta en marcha del Proyecto Nacional Simón Bolívar y la transición hacia el socialismo.
Hoy, después de tantos acontecimientos de todo orden, que marcaron estos primeros diez años de revolución, se impone asegurar la continuidad del proceso democrático bolivariano, proyectándolo con mayor fuerza hacia la segunda y tercera décadas de este siglo que ha comenzado y evitando a toda costa cualquier riesgo de retorno al pasado, lo cual sería verdaderamente catastrófico para la Patria.
De allí, lectores y lectoras, compatriotas todos, la propuesta de Enmienda Constitucional, cuyo único fin es darle mayor poder al pueblo, a la hora de poner y quitar gobiernos”.
Si ése fuera el único fin de la enmienda ¿cómo es que—una vez más—amenaza con guerra si ese mismo pueblo, el Soberano, quisiere elegir a quien no le guste?
Todo venezolano debiera percatarse de tan siniestros designios y votar contra la enmienda constitucional propuesta el 15 de febrero. Reconozco que no todos los compatriotas pensarán de esta manera, y muchos votarán afirmativamente de modo honesto, en la creencia de que así sirven mejor a un proyecto político que ha despertado sus esperanzas.
Pero quienes no estemos alineados, en el sentido de no satisfacernos con el discurso oficialista ni con el de la oposición formal, no podemos estar desalineados de nuestro bien común, que es por eso mismo también nuestro bien individual. Aquí no puede haber Ni-ni porque en realidad no existe opción. Se trata de un solo país, y no se puede ser ni venezolano ni venezolano.
Hablo, pues, como no alineado a los no alineados: el 15 de febrero será crucial, para nuestras posibilidades personales y ciudadanas, que vayamos a votar y que lo hagamos para negar lo que únicamente puede ser, a la larga, una tiranía.
luis enrique ALCALÁ
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