Cartas

Prácticamente todo idioma dispone de metáforas zoológicas para referirse a su economía y su política. Los estadounidenses, por caso, hablan de un oso cuando el mercado de valores se haya en fase de contracción y de un toro cuando es momento de expansión, aluden a halcones y palomas para referirse a posturas belicistas o pacifistas y simbolizan con un burro el partido de los demócratas y con un elefante el de los republicanos

La lengua castellana dispone también de las suyas, para describir con gran economía ciertos tipos de personalidad en la política. Así, nos informa el Diccionario de la Real Academia que la expresión “más resbaloso que la guabina” es una locución adjetiva que se emplea en Venezuela—y en Puerto Rico, con o sin conspiraciones—para referirse a una persona que es “Hábil para salir airosa de cualquier situación”. Es decir, cuya argumentación es tan resbaladiza que se hace imposible comprometerle con una opinión decidida en torno a algún asunto. (Tengo en mente la figura particular de un cierto magistrado de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia). La guabina misma, por supuesto, es un pez de río mucilaginoso, de allí que escape resbalando cuando se intenta atraparlo con las manos. En Cuba decirle guabina a alguien es llamarlo cobarde, y el mismo DRAE recoge que en ese país significa, despectivamente, una persona que “interesadamente y con frecuencia, cambia de parecer o de filiación política, o que se abstiene de tomar partido”.

No muy lejos del carácter guabinoso está el del camaleón. En este caso hablamos de quien, tal como el reptil saurio que “posee la facultad de cambiar de color según las condiciones ambientales”, es una persona “que tiene habilidad para cambiar de actitud y conducta, adoptando en cada caso la más ventajosa”.

Una vez más, el camaleón que es Hugo Chávez esconde la mano izquierda con la que toma una granada y extiende la derecha con una paloma de la paz—amarrada, naturalmente, pues si no huiría espantada—, mientras comunica en alguna nauseante cadena que se ha enterado de que existe un tal colectivo La Piedrita y también ha recordado que Lina Ron tiene muy mal carácter (anárquico). En la misma declaración, proclama que el gobierno venezolano no es antisemita, a pesar de que expulse embajadores israelíes y se alíe y congratule con Mahmud Amahdineyad, quien niega el holocausto y piensa, como, Hamás, que Israel debe desaparecer. Añade quien saltara a la arena política con un intento de golpe, no faltaba más, que “la oposición”—término que eleva al rango de categoría universal kantiana)—busca dar un golpe de Estado. Él siempre ha buscado la paz. Luego ordena el apresamiento de Valentín Santana a la Fiscalía General de la República, la que entonces se da por enterada de las actuaciones delictivas de ese ciudadano. A Lina Ron le augura la soledad, a pesar de que esta señora aparezca recientemente en la cordial compañía de Jorge Rodríguez, quien es el alcalde al que ordenara la expropiación arbitraria del Centro Sambil de La Candelaria y antes fuera su Vicepresidente Ejecutivo.

Hábil, el Presidente. Pudiera, a su salida del cargo que ha detentado en sobrada demasía, seguir una notable carrera como pedigüeño malabarista de semáforo; no dejaría caer ni una sola bola.

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Pero la personalidad presidencial trasciende lo camaleonino, y entonces la metáfora zoológica no es fácil de hallar. A pesar de que se habla de engaño animal cuando, por ejemplo, ciertas ranas verdes macho croan con voz más grave de la que tienen habitualmente para sugerir que son ejemplares más fuertes en época de celo, o se nombra coral roja falsa a una serpiente que no es venenosa cuando la parecidísima coral auténtica sí lo es, no es fácil conseguir un animal al que adjudicar el rasgo de mentiroso. Sobre esto hay tajante opinión; Fernando González Ochoa, el filósofo colombiano, dijo una vez a Félix Ángel Vallejo: “Los animales, los vegetales y los minerales, siempre dicen o expresan la verdad. El único ser mentiroso, entre todos los de la creación, es el hombre”. Y el Presidente de la República viene de admitir muy reciente y divertidamente que miente cuando ese proceder le conviene.

El 13 de enero de este año todavía incipiente, Chávez torturaba a los televidentes venezolanos con una alocución de más de siete horas y media desde la Asamblea Nacional. Se trataba de su informe de gestión al concluir el ejercicio de 2008, al que convirtió en panegírico de los diez años que ya lleva en el poder, que asumió por vez primera el 2 de febrero de 1999. Entre los asistentes que no pudieron despegarse de sus asientos estaban, como es natural, los diputados mismos y las barras convocadas para el apoyo ruidoso y borreguil, pero también sufrieron el excesivo y autobiográfico abuso los miembros del cuerpo diplomático acreditado en el país. Entre otras barbaridades, éstos debieron escuchar la explicación, acerca de cómo el presidente Chávez mentía, por propia admisión, una veintena de años atrás.

En efecto, en uno de sus peculiares recuentos históricos, el recuerdo de Hugo Chávez regresó a febrero de 1989, cuando Carlos Andrés Pérez asumía por segunda vez la Presidencia de la República. Chávez aludió específicamente al acto de toma de posesión de Pérez en el Teatro Teresa Carreño, el fastuoso acto que mereció el cognomento de “coronación” e irritó a una población muy exigida, a la que días después se le aumentaría el precio de la leche y el pan, y el del transporte público al producirse el aumento del precio de la gasolina; a esa población que reaccionaría airada con el “Caracazo” del 27 y 28 de febrero de ese año. Recordó Chávez, incluso, que Fidel Castro, su “padre”, estaba entre los circunstantes que aplaudían a Pérez. Entonces, el Presidente de la República contó a quienes apenas comenzaban la sufriente audición, y a quienes en ese momento lo veían y escuchaban por radio o televisión, cómo es que él era quien aplaudía más frenéticamente, aunque por supuesto conspiraba ya activamente, para que se le tuviera por persona afecta al régimen. Esta confesión la expuso con orgullo satisfecho, como si el engaño fuera travesura meritoria, inmoralidad necesaria a la revolución que todo lo absuelve.

El Presidente de la República es un mentiroso inveterado. Durante la campaña electoral de 1998, Chávez dijo reiteradamente en entrevistas, reuniones y declaraciones que él y sus compañeros habían intentado derrocar al gobierno constitucional de Venezuela porque Carlos Andrés Pérez había ordenado al Ejército volver sus fusiles contra el Pueblo en febrero de 1989 para controlar los desórdenes ya mencionados, contra la explícita condena del Libertador, que había declarado la posibilidad abominable. Para la época de su prisión en Yare, sin embargo, Hugo Chávez ya había admitido que “su grupo” conspiraba desde hacía siete o nueve años (desde el Bicentenario de la muerte de Bolívar). Por tanto, para el 27 y 28 de febrero de 1989, la intención de tomar el poder por la fuerza ya estaba formada varios años antes. Mal podía presentarse como pretexto para el golpe fallido del 4 de febrero de 1992 algo que no pudo tener nada que ver para la conformación de una logia conspirativa. Pero esto no obstaba para que Chávez ofreciera a conciencia un argumento falso, una de sus primeras coartadas bolivarianas.

Antes había ofrecido ya otras explicaciones. El ex comandante Chávez argumentaba a la revista Newsweek a comienzos de 1994 que el artículo 250 de la Constitución Nacional de 1961 prácticamente le mandaba a rebelarse. Lo que ese artículo 250 estipulaba es que en caso de inobservancia de la Constitución por acto de fuerza o de su derogación por medios distintos a los que ella misma disponía, todo ciudadano, independientemente de la autoridad con la que estuviera investido, tendría el deber de procurar su restablecimiento. Pero con todo lo que se podía criticar a Carlos Andrés Pérez en 1992, y aun cuando los venezolanos estuviésemos convencidos de que lo más sano para el país era su salida de Miraflores, ni Pérez había dejado de observar la Constitución en acto de fuerza, ni la había derogado por medio alguno. Todas las cosas que le eran censurables a Pérez tenían rango subconstitucional, y por tanto esa otra justificación ofrecida por Chávez era asimismo mentirosa.

Son también de la campaña electoral de 1998 instancias—existen videos—en las que fuera preguntado directamente por su presumible orientación socialista. Con la mayor desfachatez, el candidato Chávez negaba esa especie en reuniones de la época con empresarios, y decía que su plataforma no era socialista sino bolivariana. Ya en el gobierno, mientras establecía sus líneas de coordinación con Fidel Castro, explicó en 2000 que buscaba, “como Tony Blair”, una “tercera vía” entre capitalismo y socialismo.

Ahora, en cambio, ahíto de poder, presa de lo que los japoneses denominan “enfermedad de la victoria”, ya no oculta sus engaños: ahora miente con descaro y, es lo peor, con gozo. Su regodeo en la Asamblea Nacional es el más reciente ejemplo.

A menos que las encuestas le indiquen que se ha pasado de la raya. Y es esto lo que ha suscitado su última y repentina conversión a la paz. Después de que su campaña franca fuera corregida a media marcha para hacerla más digerible—que ahora sí quería que otros funcionarios pudieran reelegirse indefinidamente, que se trataba, con redacción engañosa, de ampliar los derechos políticos del pueblo—, las tácticas periféricas de amedrentamiento mediante fuerzas de choque amateurs como el “colectivo” La Piedrita empezaron a costarle una disminución de intención de voto a su favor.

No se busque, pues, en su tardía orden de detención al cabecilla de La Piedrita la consecuencia lógica de sus pacíficos principios. En ella sólo hay pose y mentira. Hipocresía funcional, adoptada voluntariamente, en otro profundo irrespeto a la inteligencia venezolana, como técnica estándar de gobierno.

luis enrique ALCALÁ

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