Cartas

Comenzaba apenas la cuarta década del siglo XX y Londres se encontraba bajo asedio aéreo de la Luftwaffe. La defensa antiaérea de la ciudad dejaba mucho que desear y el proceso de decisiones militares característico de la época no lograba mejorar la situación. Luego de largos meses de ineficacia surgió una proposición poco convencional, la que fue aceptada, por supuesto, porque es característica humana universal acordarse de Santa Bárbara cuando truena. Alguien propuso entregar el problema a científicos pues, argumentaba, a fin de cuentas son personas adiestradas en una forma sistemática y flemática de pensamiento. Fue así como se constituyó el primer equipo de «investigación operacional» de la historia. Un químico, un matemático, un filósofo, y otros científicos después, hincaron el diente al descoordinado sistema de defensa aérea londinense. La mayoría de los problemas era, justamente, de problemas de coordinación y control, problemas sistémicos, de relación entre componentes y dinámicas complejas. El equipo tuvo éxito, y a partir de sus resultados Londres sintió una notable mejoría en lo que de todos modos fue una angustia prolongada y terrible.

Allí fue, entonces, donde se probó por primera vez de modo explícito que la acción convergente de varias cabezas educadas en los modos de la ciencia puede no sólo contestar preguntas sino también resolver problemas. No se trata, por supuesto, de problemas de tecnología física. A fin de cuentas, siempre la sabiduría, la filosofía natural, encontró tiempo para diseñar espejos incendiarios y proyectiles, construir puentes y acueductos, inventar máquinas y herramientas, descubrir vacunas y remedios. Esta vez se trataba de una tecnología de decisión, de un etéreo proceso de análisis e invención de arreglos y organizaciones.

Más tarde, el mundo anglosajón sobre todo, vería el nacimiento y desarrollo de variadas versiones de institutos para el análisis científico de problemas públicos y la invención de soluciones y políticas. Había nacido la institución del think tank, un centro típicamente multidisciplinario para la investigación y el desarrollo de políticas y tratamientos a problemas de carácter público. Notables ejemplos norteamericanos son, por citar algunos nombres, la Corporación RAND, el Centro para el Estudio de las Instituciones Democráticas, el Instituto Hudson y la muy venerable Institución Brookings.

No es en los pueblos sudamericanos demasiado frecuente este modelo de simbiosis de conocimiento y poder, con algunas muy honrosas excepciones como en el caso del Instituto Torcuato Di Tella argentino o el CENDES venezolano, aunque este último instituto se encuentra muy disminuido desde su época de mayor influencia en la década de los años sesenta. Pareciera que nuestro gen cultural del reconocimiento a lo sabio fuese un gen recesivo. No existe en nuestros arquetipos del inconsciente colectivo una pareja equivalente a la de Merlín y Arturo. En nuestras latitudes Arturo pretende indicarle a Merlín qué es lo que éste tiene que hacer, lo que es, obviamente, una inversión del arquetipo inglés de un guerrero que toma su norte de un sabio.

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En Venezuela es particularmente escueta la participación de lo científico en la formación de las políticas públicas. Ciertamente, los ingenieros, los médicos, los economistas, los encuestadores funcionan en un nivel técnico, como calculistas o diseñadores físicos, como coordinadores de servicios, como acumuladores y suministradores de estadísticas. No así los investigadores científicos en tanto analistas de decisiones e inventores de políticas. Más cerca de las decisiones políticas están los expertos en mercadeo y propaganda que los sabios de nuestra nación. Seguramente el paso instantáneo más importante que podemos dar en nuestra próxima fase de desarrollo político debe ser la de una mayor participación de los científicos venezolanos en la construcción de las decisiones públicas.

Mientras esto no ocurra, las grandes “soluciones” a nuestros problemas públicos surgirán de la improvisación, de la mera intuición del gobernante, de su capricho. Este mecanismo intuitivo de generación de soluciones o políticas muchas veces conduce a la generación de problemas adicionales, pues la complejidad de los problemas sociales, la complicada imbricación de causas y efectos hace que las soluciones más eficaces sean con frecuencia contraintuitivas.

Marcos Pérez Jiménez, por ejemplo, creyó alguna vez que resolvería el problema de los barrios caraqueños, agravado durante su administración, con dinero e ingeniería civil aplicada a nuestra ecología urbana. Si los habitantes de los barrios vivían mal en sus ranchos, “era de cajón” que lo que debía hacerse era construir mejores unidades de vivienda. Así surgieron los “superbloques” de apartamentos en las zonas de Simón Rodríguez y la actual parroquia del 23 de Enero (que en venganza contra su creador adoptó el nombre de la fecha de su derrocamiento). Pero la causa profunda de la proliferación de los barrios en Caracas era una acelerada migración rural-urbana: el traslado de numerosas familias campesinas que consideraban un rancho urbano preferible a un rancho en un conuco, pues a pesar del hábitat precario y pobre estimaban que sus probabilidades de progreso económico eran mayores en la ciudad que en el campo. Así, cuando hicieron su aparición los superbloques, lo que ocurrió es que más leña se añadió al fuego. El intuitivo invento de Pérez Jiménez hizo aun más atractiva la migración a la ciudad. Un análisis sistémico del asunto hubiera puesto de relieve las relaciones dinámicas del problema, y desarrollado soluciones más eficaces cuando el problema todavía era de dimensiones manejables. (A comienzos de la década de los años cincuenta, no había casi otro barrio caraqueño distinto del Guarataro y La Charneca).

Ahora pensamos que los problemas económicos de los venezolanos pueden ser resueltos mediante la promoción de “núcleos endógenos” y gallineros verticales—¿qué será de su vida?—o de estatizaciones, sean éstas de arroceras o de siderúrgicas. Las mentes simples creen que los problemas del mundo, y sus soluciones, son tan simples como ellas.

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El cerebro humano, a pesar de constituir el órgano nervioso más desarrollado de todo el reino de lo biológico, no regula directamente sino muy pocas cosas. Más específicamente, la corteza cerebral, asiento de los procesos conscientes y voluntarios de mayor elaboración, sólo regula directamente los movimientos de conjunto del organismo, a través de su conexión con el sistema músculo-esquelético. La gran mayoría de los procesos vitales son de regulación autónoma. (Muchos de ellos ni siquiera son regulados por el sistema nervioso no central, o sistema nervioso autónomo). La analogía con la relación de lo político y lo económico es inmediata. La economía, según la observamos, tiende a funcionar mejor dentro de un ambiente de baja intensidad de regulación.

La corteza cerebral puede emitir órdenes incuestionables al organismo… por un tiempo limitado. Puede ordenar a los músculos respiratorios, por ejemplo, que se inmovilicen. Al cabo de un tiempo más bien breve esta orden es insostenible y el aparato respiratorio recupera su autonomía. Este hecho sugiere, por supuesto, más de una analogía útilmente aplicable a la comprensión de la relación entre gobierno y sociedad.

Más aún, es sólo una pequeña parte de la corteza cerebral la que emite esas órdenes ineludibles. (La circunvolución prerrolándica, o área piramidal, es la única zona del cerebro con función motora voluntaria, la única conectada directamente con efectores músculo-esqueléticos). La corteza motora, la corteza de células piramidales, abarca no más que la extensión aproximada de un dedo sobre toda la superficie de la corteza de un hemisferio cerebral. Un tercio de la corteza restante es corteza de naturaleza sensorial. (A través de los cinco sentidos registra información acerca del estado ambiental o externo; a través de las vías sensoriales propioceptivas se informa acerca del estado del medio interno corporal). La gran mayoría de la superficie cortical del cerebro humano es corteza asociativa. Emplea la información recibida por la corteza sensorial, coteja recuerdos almacenados en sus bancos de memoria, y es la que verdaderamente elabora el telos, la intencionalidad del organismo humano. Es interesante constatar este hecho: en la corteza cerebral hay más brujos que caciques.

La necesidad de una «corteza asociativa» del Estado venezolano es evidente, pero su espacio debe ser determinado como permanente, y su composición y métodos establecidos según lo conocido ahora en materia de la disciplina denominada policy sciences (ciencias de las políticas, no ciencia política), luego de varias décadas de elaboración conceptual y metodológica a este respecto. Y estas ciencias no son ideologías, ni liberales ni socialistas. He aquí un campo para un rediseño de la arquitectura del Estado y los restantes actores políticos que aloje, de modo permanente y adecuado, la función asociativa de la generación de políticas.

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En aguda descripción, C. P. Snow oponía la ignorancia de lo literario en un científico, que asistiera a uno de esos cultos saraos neoyorquinos a lo Woody Allen, al supino desconocimiento de lo científico por parte de un artista que igualmente conversaba en esa fiesta. El científico no lograba ubicar un recuerdo para Wallace Stevens o registrar conocimiento acerca del modernismo italiano, tal vez; pero el artista no acertaba a identificar quién era Roger Penrose ni estaba enterado de la función del ARN mensajero, pongamos por caso.

Desde esos compartimientos estancos del interés especializado hasta la más grave inconsciencia social respecto de la importancia estratégica y fundamental de lo científico, se extiende la gama que describe el aislamiento relativo de la ciencia y la tecnología en la mayoría de nuestras sociedades, y que explica mucho de la baja prioridad que se le suele asignar en los presupuestos nacionales. Esto, si bien más grave en latitudes de esta Tierra de Gracia sudamericana, es un fenómeno más bien universal. La ciencia tiende a aislarse y a agravar su aislamiento en la medida de su baja sofisticación para la interacción política. Jeffrey Pfeffer, por ejemplo, ha documentado el punto para los Estados Unidos (en Managing with power), con el caso de la confrontación de investigadores de la biomedicina y los bancos de sangre en torno a la transmisión del virus HIV a través de transfusiones sanguíneas. Miles de muertes norteamericanas por SIDA mediaron entre el primer alerta de los científicos en 1981 y la verdadera extensión del despistaje de HIV en depósitos de sangre hacia 1985. En todas partes se cuece habas.

Entre las diversas estrategias disponibles para sacar a la ciencia y la tecnología del aislamiento en que se encuentra en la mayoría de nuestros países, probablemente sea la más responsable el incremento de la participación de los científicos y tecnólogos en los procesos de formación de las políticas públicas. Más allá de su contribución especializada en cada área específica, los científicos están en capacidad de emplear su adiestramiento mental en el análisis de los inmensos problemas que aquejan a nuestras sociedades y en la invención de protocolos de solución. Ninguna otra cosa puede convencer más acerca de la gigantesca pero regateada importancia social de la ciencia.

El aporte de la ciencia a la composición de las decisiones públicas se lleva a cabo de forma estándar, como dijimos, en el seno de instituciones especializadas conocidas como think tanks, término para el que todavía carecemos en castellano de una traducción más adecuada que aquella de «pensaduría» del ex sacerdote austriaco Iván Ilich. Y a pesar de que una pensaduría es un buen negocio, no siempre se dispone de los recursos para establecer uno equivalente a la Corporación RAND, que aloja en las afueras de Los Angeles a varios centenares de doctores y de discípulos dedicados al arte de obtener políticas racionales.

Pero he aquí que la novísima presencia de las redes informáticas, de la maravilla civilizatoria de la Internet permite ahora la instalación de verdaderos think tanks virtuales, los que al menos no consumen edificaciones, salones, aulas para la conferencia que ahora puede hacerse electrónicamente distribuida a distancia. En efecto, no se requiere otra cosa que enfocar las capacidades interactivas de la Red para dedicarlas en parte a la opinión científica sobre los problemas sociales y la creación metódica de tratamientos a los mismos. La tecnología de aplicaciones computarizadas está ya allí: la posibilidad de la publicación, la conferencia y el correo electrónicos. Con estos instrumentos un buen webmaster o maestro de red puede conducir una pertinente construcción científica de conjunto orientada a la búsqueda de soluciones a muchos problemas públicos. La instantaneidad y amplitud de la Red y sus redes inaugura la posibilidad de una crucial contribución de la ciencia a la política.

Como decía Gastón Berger, debemos procurar la cooperación de aquellos que conocen lo conveniente con aquellos que determinan lo que es posible.

luis enrique ALCALÁ

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