Cartas

Debe dejarse atrás la cogedera de seña en Cuba, especialmente si es de letras de conga habanera como la de: “Los componedores se van, componiendo sus tambores p’a gozá, p’arrollá”. (Cf. Los componedores, Mosaico #1, Billo’s Caracas Boys). Llegado una vez más a estas tierras de abrazar a los Castro, el Presidente de la República gritó: “¡Debemos seguir a la ofensiva, arrollando a la contrarrevolución, no tenemos más alternativa!” En La Habana han debido explicarle que si quería que su régimen se pareciera al castrista, tenía que decir contrarrevolución en lugar de oposición. El mero cambio terminológico justificaría cualquier atropello p’arrollá, puesto que la sexta acepción que el DRAE registra para el verbo arrollar es: “Atropellar, no hacer caso de leyes, respetos ni otros miramientos ni inconvenientes”.

La consigna general de atropello sin escrúpulos fue estrenada hace tres días, en alocución histéricamente laudatoria de la caída de Pedro Carmona Estanga y su propio regreso al poder, luego de que no le hubieran dejado ir a refugiarse en un museo militar más grande, en, otra vez, La Habana. Como es costumbre en Chávez, la arenga no dejó de construirse con una abigarrada mezcla de verdades, semiverdades, exageraciones y afirmaciones falaces. (No hubo “reacción popular” histórica y protagónica—esdrújula, en síntesis—entre las seis de la tarde del 11 de abril de 2002 y la tarde del 13, cuando grupos en buena medida “convocados” por miembros armados del Partido Comunista de Venezuela se atrevieron a acercarse a Miraflores, una vez que la criminal estupidez carmonista hubiera colapsado. Gente de La Charneca explicaba en la mañana del 12, únicamente, su preferencia por un modo constitucional para salir de Chávez. Con el resultado estaba de acuerdo).

Ahora busca por todos los medios, principalmente con el empleo simultáneo de diputados y jueces asicariados, el atropello de políticos y ciudadanos que en nada amenazan la “estabilidad democrática”—que él mismo sobresalta casi a diario—y mucho menos su “revolución”, que no es otra cosa que el desorden de un resentido apetito de poder. En su delirio, el planteamiento de un canal de contraflujo en la autopista a Guarenas constituye una amenaza contrarrevolucionaria.

Pero como algunos quemadores de Judas en Sebucán, hay observadores que no lo respetan, a quienes tales ladridos de día trece—número pavoso en muchas partes—les suenan huecos. Entre éstos son particularmente interesantes quienes conocen de vida ya longeva los tipos humanos y, sobre todo, los verdaderos revolucionarios. El fundador del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), Domingo Alberto Rangel, fue entrevistado por el diario zuliano Versión Final, que ayer reproduce su interpretación de Chávez como conguero componedor. Así contestó a José Flores Castellano:

Chavez llamó a sus seguidores a arrollar a la contrarrevolución e instó a los tribunales a castigar a los medios por tratar de “subvertir” la estabilidad democrática en el país, ¿qué opina usted de esa actitud?

—Yo creo que eso es pura paja y que no llevará absolutamente nada a la práctica. Chávez es el hablador de paja más grande de la historia de Venezuela, supera en eso a Juan Vicente González, al cabito Cipriano Castro y a cualesquiera otros charlatanes de nuestra historia.

El Presidente dijo que su revolución es “eterna”, ¿no es un tanto hitleriana esa afirmación? ¿Revela tentaciones autoritarias?

—Es posible que sea hitleriana, pero yo creo que Hitler era un hombre más serio. Fue a una guerra cuando creyó que Alemania estaba suficientemente armada. Es que Chávez es un payaso, perdóneme que sea tan franco, pero es un payaso. Y ya lo están viendo así a escala internacional, Chávez pasa ya por un hablador de tonterías.

Pudiera ser que hubiera una suerte de afinidad entre el actual presidente y la noble profesión de i pagliacci. El suscrito compuso el 1º de octubre de 1998 un artículo para el diario—también zuliano—La Verdad, y lo llamó Payasadas. He aquí algunos extractos:

Creo que es la primera vez que lo hace el diario El Nacional: considerar que es materia de primera página la celebración del primer cumpleaños de una niñita. La “noticia de primera página”, junto con su correspondiente fotografía, remite a un despliegue a página completa de su sección de sociales, en la que más fotos cubren el área de impresión junto con el texto que se estila en estos casos. Sale la niñita fotografiada en brazos de sus “orgullosos padres”, salen fotografiados los más notables entre los asistentes al sarao infantil, y no dejan de ser capturadas por el lente las infaltables payasitas…

El problema es que el papá de la niñita, ataviado con lujosa camisa y ocasional sonrisa es nada menos que Hugo Chávez Frías, el candidato presidencial más “popular”, y que la fiestecita se efectuó en la sede del Círculo Militar de Caracas.

Naturalmente, los niñitos de Chávez Frías crecen y cumplen años. Naturalmente, la celebración de esas ocasiones es una entrañable costumbre a la que tienen derecho todos los niños y todos los “orgullosos padres”. El punto curioso es el estilo “clase alta” de la fiesta aludida y el inusitado despliegue que del acontecimiento hizo El Nacional.

Demasiado rápidamente, pienso yo, el patriótico candidato –y no pocos de su séquito– ha admitido “la necesidad” de las camionetas “Blazer”, los trajes de Clement y las piñatas con payasitas. Según él declaró hace unas cuantas semanas, ya se siente en control del poder, y en consecuencia empieza a mostrarnos ya cuál va a ser su estilo de vida en cuanto perciba el primer sueldo presidencial.

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Del otro lado hay asimismo cosas que deben ser dejadas atrás, y dos son particularmente perniciosas.

La primera de ellas es la de las valentías de salón, que prescriben absurdas enormidades, concepciones criminales absolutamente enfermizas. Hace poco alguien recomendaba en una tertulia de amigos, con la tranquilidad de quien recomienda la lectura de un libro, que la forma de salir de Chávez era propiciar ¡la eclosión de un “segundo Caracazo”!

La irresponsabilidad de una idea tal es casi inmedible; se trata de imaginar el acicate eficaz a una epidemia de saqueos en desbordamiento masivo, con su ineludible secuela de muertes y daños patrimoniales graves en grande extensión. Una amoralidad tan descomunal se acompaña de la cobardía: quien recetara ese holocausto, obviamente, no está dispuesto a saquear él mismo, ni a permitir que sus familiares lo hagan. Esas cosas se ven por televisión, mientras la popular carne de cañón que él incitaría por apropiadas personas interpuestas se ve disminuida por la muerte. Tampoco es tan increíble persona dueño de establecimiento alguno, que pudiera verse afectado en desórdenes urbanos desencadenados por su precisa ingeniería.

La descripción precedente no es ficción; el suscrito escuchó, atónito e indignado, la insólita propuesta, que además de doblemente inmoral sería enteramente ineficaz. Ni siquiera el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, a quien se le desmayara el Ministro de Relaciones Interiores durante alocución televisada el 28 de febrero de 1989, cayó bajo el impacto del Caracazo. Para lo único que serviría una recomendación tan insana es para la muerte de unos cuantos, entre los que no estarían ni el Presidente ni el proponente.

Esta insensatez debe cesar. No debe repetirse. Dejemos atrás la recomendación insensata de Henrique Salas Römer en artículo de 1999: que si Chávez glorificaba el 4 de febrero, el acto de una logia reducida, “nosotros” debíamos glorificar el desenfreno del 27 de febrero, que por masivo sería más democrático y equiparable en mérito cívico ¡a la caída del Muro de Berlín y los acontecimientos de la plaza de Tiananmén!

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Una segunda cosa perniciosa es más difícil de distinguir, pues es prédica en apariencia menos violenta y, en más de un caso, acometida con inocente tenacidad. Ella es la pertinaz convicción de que con teoremas y teorías logra comprobarse que hubo fraude en todo evento electoral celebrado en Venezuela entre el 15 de agosto de 2004 y el 15 de febrero de 2009. (Poco antes de esta última fecha, un empresario local de aguerrida participación política aseguraba por televisión: “Nosotros no hemos perdido ni una sola elección desde el revocatorio de 2004”. El 3 de noviembre de 2004 decía valiente y certeramente Eduardo Fernández a la dirección nacional de COPEI: “Hay dos ‘guarimbas’, que quisiera analizar. Una es el fraude: ‘no lo estamos haciendo mal, lo que pasa es que nos roban las elecciones’… Si eso fuera verdad, en nuestro análisis tendríamos que ver cómo hacemos para no ser tan bobos, que ganamos todas las elecciones y nos las roban”).

Un dedicado grupo de profesionales—ESDATA—se ha convencido de que ha “demostrado” los presuntos fraudes, aduciendo teoremas o “leyes” de Newcomb-Bensford y similares, y presenta en su página web tendenciosas presentaciones y datos tendenciosos en abono de su pretensión. Dirigido por gente tenaz y motivada, sus ejercicios han servido para convencer del milagroso hallazgo a personas que carecen de las herramientas críticas que les serían necesarias para discernir la verdad. Es la impresión de quien escribe que las intenciones del grupo son honestas e igualmente valientes; su método, en cambio, es equivocado.

La historia de la ciencia moderna aloja más de un caso de elaboraciones con plena consistencia interna (lógico-matemática) y que además concuerdan con las observaciones. Así lo explica Nassim Nicholas Taleb en el muy recomendable libro The Black Swan: The Impact of the Highly Improbable (Random House, 2007), del que tuviera noticia por aviso de José Rafael Revenga y posesión por regalo de mi hijo mayor:

“Más allá de nuestras distorsiones de percepción, hay un problema con la lógica misma. ¿Cómo puede alguien que no tiene idea de lo que pasa ser, sin embargo, capaz de sostener un conjunto de puntos de vista perfectamente razonables y coherentes que cuadran con las observaciones y se atienen a toda regla lógica? Considérese que dos personas pueden sostener creencias incompatibles basadas en exactamente los mismos datos… En un famoso argumento, el lógico W. V. Quine mostró que existen familias de interpretaciones y teorías lógicamente consistentes que pueden casar con una serie dada de datos. Esta visión debiera advertirnos que la mera ausencia de sinsentido puede no ser suficiente para convertir a algo en verdadero”. (Capítulo Sexto, La falacia narrativa, pág. 72).

Antes que Quine, Bertrand Russell había salvado su voto sobre el primer y más famoso libro de Ludwig Wittgenstein, su pupilo: “Como alguien que posee una larga experiencia de las dificultades de la lógica y de lo engañoso de teorías que parecen irrefutables, me declaro incapaz de estar seguro de la corrección de una teoría sobre el único basamento de que no pueda conseguir algún punto en el que esté equivocada”. (Prólogo al Tractatus Logico-Philosophicus).

Pero lo que no ha hecho la gente de ESDATA es mostrar evidencia empírica, legalmente convincente–en el sentido de convicción penal—de que en verdad se perpetró fraude en siquiera uno de los eventos electorales que ha examinado. Su admirable constancia conduce a un callejón sin salida, y sus evidentes talentos serían muy útiles en otras tareas. Lo que habrán generado será un ejemplo hipotético de cómo hubieran podido obtenerse los resultados que revisaron si hubiera sido perpetrado un cierto fraude que suponen existió. No han probado que de ninguna otra manera pudieron haberse dado esos resultados, ni tampoco tienen pruebas empíricas, no teoremas viejos o recién descubiertos, de que, en efecto, Jorge Rodríguez o Tibisay Lucena ordenaron la ejecución del fraude imaginario y fueron obedecidos. Cuando son precisados para que expliquen cómo se habrían producido materialmente los hechos, se ven reducidos a conjeturas especulativas.

Y es que el laborioso trabajo de ESDATA es aprovechado por gente interesada en propiciar iniciativas antipolíticas, o entendido e interpretado erróneamente en el mejor de los casos, como para concluir que la participación electoral no vale la pena.

El reino de la lógica, y el de sus hermanas la matemática y la estadística teórica, es una cosa; el de lo empírico es otra muy distinta. Otro, más diferente aún, es el de la política práctica. En otras ocasiones se ha recordado aquí cómo un pueblo decidido, como el ucraniano, es capaz de revertir, llegado el caso, elecciones trucadas por un gobierno comunista, “revolucionario”, arrollador. Dos condiciones son necesarias a un tal logro: ser mayoría y la comparecencia ante las urnas de votación. Si los ucranianos se hubieran quedado en sus casas considerando teoremas exquisitos, absteniéndose de votar, la Revolución Naranja no habría ocurrido nunca.

luis enrique ALCALÁ

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