Cartas

El bien, quisimos el bien:
enderezar al mundo.
No nos faltó entereza:
nos faltó humildad.
Lo que quisimos no lo quisimos con inocencia.

Octavio Paz
Nocturno de San Ildefonso

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Por estos días, quien escribe cree haber entendido incidentes diversos como verdaderas revelaciones. Si pensara en inglés, diría que ha sido sujeto de sucesivas epifanías.

La primera de ellas tiene que ver con la ira, que es pecado capital al que el suscrito tiene alguna propensión. Varios episodios inconexos fueron manifestaciones de ira inexplicable, desproporcionada, injustificada. En uno de ellos, observado a corta distancia, el conductor de un automóvil dobló a su derecha para entrar al garaje de su residencia, en calle de poco tráfico dentro de urbanización usualmente apacible. Detuvo su carro enfilado a la puerta y se bajó para abrirla. Detrás de él venía otro carro, manejado por una dama que hizo sonar la corneta del vehículo con furia e insistencia. El aludido gritó y manoteó en el aire, reclamando la agresión auditiva. La señora se bajó del carro que conducía y manoteó en el aire y gritó largo rato, reclamando con insultos y groserías la ausencia de una luz de cruce a quien llegaba por fin a su casa a descansar, quién sabe atravesando qué tráfico. Siguieron discutiendo. Mutuas amenazas fueron proferidas en un tono tan airado que merecería causas verdaderamente heroicas. Minutos después se disolvió el diferendo. El señor logró entrar en su casa; la señora prosiguió su camino. Cada uno habrá pensado: “¡Ahora sí me voy del país!”

La reverberación de los gritos pareció permanecer todavía unos buenos minutos, levitando en el sitio del intrascendente suceso. Con facilidad se entendía que la ira expuesta con tanta intensidad no podía provenir del mero episodio. La adrenalina de los ciudadanos conductores había estado, previamente, a punto de desbordarse, almacenada en cantidad creciente, retenida a duras penas. Uno no se pone así, no llega a esos extremos por causa tan insignificante. Habrían bastado una o dos groserías normales de lado y lado.

El incidente referido fue el más resonante y dramático; los otros fueron, sin embargo, del mismo tipo: la manifestación de una ira previa, no proporcional al estímulo inmediato que la desataba. Las condiciones basales de la gente venezolana son hoy de enfurecimiento retenido, y su matriz de origen es política.

Es estar atónito ante el atropello indetenible de un régimen que no respeta ninguna disidencia lo que pone al ciudadano común, desesperado porque no ve salidas, en anomia destructiva que se emprende contra quien se ponga por delante. Es tener miedo. Es trocar el temor en ira. Es un estado que el régimen busca. Es, cree el régimen, algo que le conviene.

El enjambre ciudadano, paulatinamente, se africaniza.

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Pero como admitiera al inicio, la ira no me es desconocida, y creí entonces que se me había revelado que debía controlarla. “¿Tendré que tomar uno de esos cursos de gestión de la ira?”, pensé. Temí que yo pudiera ponerme en una situación como la que acababa de ver o en una peor, incontrolable, de consecuencias imprevisibles, quizás graves o definitivas. Debía tener a la mano un método de anger control. ¿Hacer yoga? ¿Meditación trascendental? ¿Contar hasta diez? ¿Poner la otra mejilla?

Pocas horas después, el incidente y ese primer efecto en mí estaban mejor digeridos. El proceso político venezolano de los últimos años—medité—ha sido muy importante. No se parece casi a la política venezolana que habíamos vivido hasta 1999 desde la caída de Pérez Jiménez. No se trata tampoco del gobierno de los Monagas, o el de Joaquín Crespo. El gobierno actual es mucho más penetrante e invasivo que cualquier otro gobierno aguantado por Venezuela en toda su historia. Es comparable en transformación sólo a la Independencia, a nuestra guerra civil de la Federación, quizás a la Revolución Restauradora. Pero no ha sido período de enfrentamientos en el campo de batalla. Tampoco es una guerra fría; más bien es tibia, intermedia entre los tiros y la diplomacia. Una guerra, sí, librada sin cesar y en escalada de aceleración reciente, del Presidente de la República contra la mitad de la población, por la medida chiquita. Es un proceso de proporciones para nosotros gigantescas, tal vez no para los chinos.

¿Podría uno vivirlo sin extraer de tan portentoso cambio aunque fuera una lección profunda? ¿Que lección debiera aprender uno de estas cosas?

Una vez más, supe que el Presidente de la República conoce las consecuencias psicológicas de practicar su plan en plan arrollador. Tal vez crea que sólo rechaza esto el 15 a 20% de la población que dice ser de oposición e identificarse con algún partido. Cuando supo de los resultados del referendo del 15 de febrero no sabía cómo explicarse la cantidad de negativas. “No hay cinco millones de ricachones”, y culpó del fenómeno a los medios que no se le han plegado. Ellos habrían impedido que el apoyo superara 56% en febrero; de no ser por su intervención tendría que tener la aprobación de 80% del país, dijo. Pero él mismo conoce las bajas cifras de rating de Globovisión y Televén, y sabe que estas plantas no podrían haberle escamoteado veinticuatro puntos de apoyo. No pueden ser tan eficaces. Esos chivos expiatorios no son explicación; la teoría no es tal, es una coartada.

A pesar de tal cosa, está tan convencido de andar por bueno y épico camino que arremete y amenaza cada vez con más furia, y sabe que así es temido por una buena cantidad de la población, a la que quiere toda bajo su control.

Él quiere atemorizarnos, dispersar a sus opositores en estampida de retirada. ¿Vamos a complacerle la estrategia? ¿Es la negativa a esta pregunta la profunda lección que debo aprender de proceso político tan fuerte, o hay algo más que no he visto? ¿Qué me enseña la dominación de Chávez? ¿No debemos preguntarnos todos lo mismo? ¿Qué es lo que hemos aprendido?

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Los versos del epígrafe, encontrados en texto de Inocencio Reyes Ruiz sobre el libro más reciente de Enrique Krauze (El poder y el delirio), me hicieron regresar a la época de mi tercer año de universidad, cuando verdaderamente conocí la política. Comenzaba en Venezuela la subversión armada en guerrillas, y yo estudiaba a 75 kilómetros del primer foco guerrillero del país, el de La Azulita, en el estado Mérida.

Fue en San Javier del Valle—en la casa de retiros que la Compañía de Jesús construyó (en conmemoración del accidente de aviación en el que dos decenas de alumnos del Colegio San José de Mérida perecieron en 1950)—, donde trabé conocimiento con el padre Manuel Aguirre Elorriaga. El fundador de la revista SIC, el Centro Gumilla y los sindicatos “autónomos” cristianos (CODESA), había ideado un cursillo de una semana para informar a jóvenes de las dimensiones del “problema social moderno” en el mundo y en Venezuela, e instruirlos en tres ideologías que pretendían darle respuesta: el liberalismo, el marxismo y la doctrina social católica. El Cursillo de Capacitación Social ofrecía también clases de oratoria y prácticas diarias de debate regido por las normas del orden parlamentario.

Hay que decir que, puesto a escoger, Manuel Aguirre habría optado por el marxismo si sólo existieran esa ideología y la ideología liberal, si no hubiera habido la “tercera vía” de la Doctrina Social de la Iglesia. En 1962, explicó en San Javier a una treintena de jóvenes que la propiedad conllevaba, según la doctrina expuesta por León XIII, Pío XI y Juan XXIII, una función social, incluso cuando se trataba de la posesión de facultades intelectuales, y que el derecho a la vida era de orden superior al derecho de propiedad, siendo por tanto lo indicado absolver a quien hubiera robado una gallina para alimentar a una hija pequeña y desnutrida de pobreza. Era exactamente el mismo argumento y ejemplo que Hugo Chávez arrojaría a Cecilia Sosa, Presidenta de la Corte Suprema de Justicia, el 4 de febrero de 1999 en discurso ante desfile militar, que ordenó en Los Próceres para celebrar el séptimo aniversario de su alzamiento.

Quien pasara por las manos de Manuel Aguirre escucharía el reclamo de que era un burgués blandengue que ignoraba la realidad del “problema social” de la pobreza, y de algún modo era impelido a sentir alguna envidia o inferioridad en relación con los jóvenes marxistas del Partido Comunista de Venezuela y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, quienes sí tendrían, más que nosotros—blandengues burgueses—la vocación social de remediar la injusticia de una distribución torcida de las riquezas.

Por esto pude reconocer esa época en el verso de Paz: “El bien, quisimos el bien”. No en balde era nuestro tiempo el de los hippies. Todavía creíamos quererlo con inocencia, aunque ya hubiésemos adquirido algo de inmodestia.

Ahora bien, la coyunda de estos ecos poéticos y las remembranzas que les corresponden, seguramente, surgió porque yo mismo acababa de leer el prólogo de Enrique Krauze a El poder y el delirio, obra en la que creo encontrar una buena cantidad de inexactitud. Krauze lo cierra con una idea-programa de Octavio Paz que me había dejado pensativo: “Debemos buscar la reconciliación de las dos grandes tradiciones políticas de la modernidad, el liberalismo y el socialismo. Es el tema de nuestro tiempo”.

Ésa es—creo ahora al releer a Paz después de haber visto la furia y el temor de estos días—la lección que debemos aprender de nuestro duro camino de una década. Es la forma correcta de trascender a Chávez.

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Algunas sociedades parecen haber encontrado fórmulas de síntesis. Fue ayer cuando leyera, gracias a oportuno aviso de Jesús Eduardo Rodríguez, un artículo de Russell Shorto (Going Dutch) en la revista de The New York Times, publicado el pasado domingo. Se maravilla el articulista: “Pasé los meses iniciales en Ámsterdam bajo la impresión de que vivía en un sistema cuasi socialista, construido sobre ideas originadas en los cerebros de Marx y Engels. Es éste uno de los aspectos desconcertantes de Holanda. Es, y lo ha sido por largo tiempo, un país grandemente capitalista—los holandeses fueron pioneros de la corporación multinacional y adelantaron el concepto de acciones de capital, y el último año el país fue el tercer inversionista más grande en negocios de los Estados Unidos—, y sin embargo tiene lo que he llegado a creer que es un vasto Estado socialista de bienestar. ¿Cómo pueden coexistir estos sistemas de valores en polos opuestos?”

Con algo más de detalle, Octavio Paz especificó la misión política de nuestro tiempo en su conferencia—La búsqueda del presente—al recibir el Premio Nobel de Literatura de 1990:

La declinación de las ideologías que he llamado metahistóricas, es decir, que asignan un fin y una dirección a la historia, implica el tácito abandono de soluciones globales. Nos inclinamos más y más, con buen sentido, por remedios limitados para resolver problemas concretos. Es cuerdo abstenerse de legislar sobre el porvenir. Pero el presente requiere no solamente atender a sus necesidades inmediatas: también nos pide una reflexión global y más rigurosa. Desde hace mucho creo, y lo creo firmemente, que el ocaso del futuro anuncia el advenimiento del hoy. Pensar el hoy significa, ante todo, recobrar la mirada crítica. Por ejemplo, el triunfo de la economía de mercado—un triunfo por default del adversario—no puede ser únicamente motivo de regocijo. El mercado es un mecanismo eficaz pero, como todos los mecanismos, no tiene conciencia y tampoco misericordia. Hay que encontrar la manera de insertarlo en la sociedad para que sea la expresión del pacto social y un instrumento de justicia y equidad. Las sociedades democráticas desarrolladas han alcanzado una prosperidad envidiable; asimismo, son islas de abundancia en el océano de la miseria universal. El tema del mercado tiene una relación muy estrecha con el deterioro del medio ambiente. La contaminación no sólo infesta al aire, a los ríos y a los bosques sino a las almas. Una sociedad poseída por el frenesí de producir más para consumir más tiende a convertir las ideas, los sentimientos, el arte, el amor, la amistad y las personas mismas en objetos de consumo. Todo se vuelve cosa que se compra, se usa y se tira al basurero. Ninguna sociedad había producido tantos desechos como la nuestra. Desechos materiales y morales.

Reconciliaremos el liberalismo y el socialismo, como quería Octavio Paz, abandonándolos a ambos; como él mismo sugirió, superándolos. Son como dos escaleras de Wittgenstein que llevan al salón del futuro: “Mis proposiciones sirven como elucidaciones del siguiente modo: cualquiera que me entienda termina por reconocerlas como sin sentido, cuando las ha usado—como escalones—para trepar más allá de ellas. (Debe, por así decirlo, arrojar lejos la escalera después de haber subido por ella). Debe trascender estas proposiciones, y entonces verá el mundo correctamente”. (Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, Proposición 6.54 o penúltima).

luis enrique ALCALÁ

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