Fichero

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Exactamente dentro de quince días, el 27 de mayo, pasará a formar parte del grupo de los sexagenarios o sesentones la periodista y escritora mexicana Alma Guillermoprieto. Es pluma prestigiosa, especializada en reportar revoluciones en América Latina. Ella misma se describe así: “Soy una cronista que se ocupa de juntar palabras de manera que mis lectores tengan la sensación de haber estado en un lugar, de haber entendido algo importante y se hayan emocionado”. (En entrevista que le hace Juan Cruz y publica El País de Madrid el 1º de febrero de este año). Su libro más famoso es La Habana en un espejo (Mondadori, 2005), en el que descubre las limitaciones de la dictadura castrista.

Guillermoprieto, nacida en Ciudad de México, fue antes bailarina profesional de danza moderna, que estudió en Nueva York. En la década de los setenta, escribió primero para The Guardian y luego para el Washington Post. En los ochenta ya era jefa para América del Sur en Newsweek. En la década siguiente escribió en The New Yorker y The New York Review of Books, a los que se unió National Geographic ya en el siglo XXI.

Es de esta revista justamente un trabajo suyo publicado en julio de 2008: El nuevo orden de Bolivia. Su primera mitad forma esta Ficha Semanal #241 de doctorpolítico.

Son típicas de Guillermoprieto ciertas inexactitudes. Por ejemplo, afirma que los cinco períodos presidenciales que siguieron al cese de la dictadura militar en 1982 no provinieron de elecciones “sino de la designación de un candidato de la clase blanca gobernante”. Esto no es así; todos los presidentes de Bolivia en ese tramo resultaron triunfantes en las elecciones o fueron designados constitucionalmente por el Congreso, tras elecciones en las que ningún contendiente obtuvo ventaja legalmente definitiva, o asumieron desde la vicepresidencia u otro cargo en la línea de sucesión ante la falta absoluta del presidente. (En otro artículo para National Geographic—Venezuela según Chávez, del 18 de abril de 2006—escribe: “La mejor manera de comprender el hechizo que el Presidente de Venezuela ejerce en sus conciudadanos es hacer lo que ellos hacen todos los domingos a las once de la mañana: arrellanarse frente al televisor en su sillón favorito, con una buena dotación de bebidas y bocadillos, para ver la transmisión de Aló Presidente, la comunión semanal de Hugo Chávez con su país”. La construcción hace pensar que al menos una gran mayoría de los venezolanos ve Aló Presidente, cuando su rating promedio no pasa de 12%).

Pero, en general, los trabajos de Alma Guillermoprieto retratan con muy suficiente fidelidad la realidad que encuentra en América Latina, que siente su patria. Lo que aquí pinta de Bolivia es fenómeno que no se puede desconocer o interpretar de manera distinta a la suya.

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Aimara, quechua, guaraní

Villa Tunari es un pequeño poblado tropical del centro de Chapare, una provincia boliviana. Hace tres años, se expresaron aquí las profundas raíces y el poderío de la revolución étnica de esta nación andina. En aquel entonces, la región había sido afectada por numerosas inundaciones que dejaron ríos revueltos, puentes destruidos, derrumbes y muerte. Varios vehículos, entre ellos un autobús lleno de reporteros, quedaron atrapados a 16 kilómetros de la localidad, cerca del crecido Río Espíritu Santo, entre un túnel sellado por un derrumbe y el puente más cercano que había colapsado. ¿Qué clase de persona se presentaría en medio de esta catástrofe para escuchar un discurso de campaña y lanzar consignas? La respuesta fue una multitud compuesta por miles de descendientes de los pueblos indígenas, u originarios, de Bolivia. Muchos cruzaron ríos desbordados y caminaron por kilómetros para llegar a las afueras de Villa Tunari, sin preocuparse por la insistente lluvia y el lodo que les llegaba a los tobillos y les arrancaba los huaraches. Algunos miembros de la prensa logramos cruzar el río en un todoterreno a lo largo de las ruinas del puente. Cuando llegamos, la gente llevaba horas bajo el diluvio, hombro con hombro y apretados alrededor de un endeble podio, tiritando bajo capas de plástico o empapados hasta la médula. Sin embargo, ahí permanecieron hasta el final del mitin, cuando se puso el sol. Estos hombres y mujeres se habían reunido aquí con una misión histórica: tras siglos de humillación y desafiando a la ley de probabilidades, el siguiente presidente de Bolivia, Evo Morales, estaba a punto de surgir de entre sus filas. Este hombre, elegido en diciembre de 2005 en una de las naciones más inestables de América Latina, sigue en el poder dos años y medio después. Su gobierno se ha visto atestado de dificultades: Bolivia está partida geográficamente entre las tierras bajas tropicales y el altiplano empobrecido. Hoy estas dos regiones se encuentran más divididas que nunca políticamente. Un movimiento autonomista en la parte oriental, donde habita más población blanca, amenaza la estabilidad del gobierno. Merece la pena recordarlo improbable que parecía en ese entonces el ascenso al poder de Morales, incluso aquel día en Villa Tunari, cuando faltaban solamente semanas para la elección. En la capital administrativa, La Paz, varios hombres influyentes de tez clara y vestidos de traje, con los que hablé días antes de la reunión, contemplaban con una mezcla de desprecio y asombro la posibilidad de que ganara. ¿Un presidente indígena? No triunfaría jamás. O bien, será elegido, pero su gobierno estaría condenado al fracaso en el corto plazo.

En el podio, los hombres lucían guirnaldas hechas de flores y hojas de coca y hablaban en lenguas que yo no entendía, el quechua y el aimara, del antiguo Imperio inca, y que hoy siguen siendo más usadas por ese publico que el español. El candidato, cuyo rostro amplio y nariz aguileña sobresalían en medio de las guirnaldas de coca, fruta y verdura, avanzó y empezó a hablar en español con acento. “¡Somos aimaras, quechuas, guaraníes, los propietarios legítimos de esta noble tierra boliviana!”, gritó entre exclamaciones y aplausos. La algarabía no se hizo esperar. En algún lugar, sonaba un bombo. ¿Un presidente cuya lengua materna no fuera el español? Imposible.

Los hombres y mujeres a mi lado me ignoraban cuando intentaba entablar una conversación. Olían a lana mojada y humo. La mayoría de las mujeres usaban sombreros de paja sobre sus trenzas negras, al estilo quechua, y traían polleras de terciopelo de colores intensos sobre enaguas cortas. Las mujeres aimaras, que en general son de complexión más robusta y caras más anchas, vestían faldas largas, chales bordados y bombín en la cabeza. Los hombres usaban pantalones viejos y camisas de poliéster remendados. En la mejilla de cada uno se podía ver un bulto: los hojas de coca que mastican todo el tiempo los nativos de los Andes.

La multitud respondió a una exhortación del candidato con un canto, moviendo sus puños en el aire, zapateando y agitando sus banderas. “Sus esfuerzos no serán en vano”, dijo Morales. Y aclamaron al futuro presidente de Bolivia y a sí mismos. Habían luchado juntos desde que él era un campesino como ellos, el cocalero y líder de una batalla larga y difícil contra las fuerzas antidrogas de Estados Unidos, concentradas en esta región. Lucharon con tesón y prácticamente sin armas en interminables confrontaciones con los militares y la policía antidrogas. La estrategia consistía en no ceder ante nada, de la misma manera en que demostraban apoyo a su candidato bajo la lluvia.

………

El ascenso al poder de una nueva elite de pueblos indígenas militantes era inevitable. Hace casi quinientos años, los conquistadores españoles llegaron y transformaron el territorio boliviano básicamente en un campo de trabajos forzados. Las comunidades quechuas y aimaras del altiplano fueron separadas y su gente fue obligada a trabajar en minas sofocantes o en haciendas. Se les permitía la libertad suficiente  para obtener apenas lo indispensable para vivir de la tierra. Los habitantes originales del Amazonas de Bolivia corrieron con la misma suerte. Después de la independencia del país, en 1825, se les envió a las tierras bajas para trabajar en la recolección de látex de los árboles de caucho. Apenas en los años ochenta del siglo XX, las comunidades indígena migrantes del altiplano—como las que se establecieron en Chapare—los expulsaron de sus tierras fértiles. La historia andina está marcada por estas rebeliones indígenas, pero prácticamente todas han terminado en tragedia y el cambio no ha llegado. A lo largo de Bolivia, ya muy avanzado el siglo XX, el uso de siervos seguía siendo legal. Actualmente, fuera de los núcleos urbanos, los patrones aún tienen la aterradora costumbre de violar a las mujeres a su servicio, y los hijos de estas uniones deben soportar el estigma de por vida.

En 1952, una revolución nacionalista resultó en la reforma agraria y les dio el voto a las mujeres y los indígenas (antes excluidos por “analfabetas”). Sin embargo, el país pasó la mayor parte del siglo bajo el mando de una elite militar corrupta. Cuando el ejército finalmente se retiró del poder y convocó a elecciones en 1982, Bolivia era el país más pobre de América del Sur y su deuda externa estaba entre las más grandes. Carecía de experiencia sobre la vida cívica moderna y el abismo entre la mayoría indígena y la minoría blanca era infranqueable. Los siguientes cinco períodos presidenciales no fueron fruto de elecciones sino de la designación de un candidato de la clase blanca gobernante.

Esto no significa que en el lugar imperara la apatía. El país estaba en un estado de revuelta constante, gracias a los sacerdotes radicalizados, sindicatos y organizaciones locales, así como a miles de mineros desempleados y altamente politizados del altiplano que migraron a la región de Chapare para establecerse como cocaleros. Estos agricultores, que cultivaban algo que en Bolivia es tan tradicional como el tabaco, y que con frecuencia desviaban al mercado ilegal de la cocaína, lucharon contra tropas bolivianas entrenadas por las fuerzas especiales estadounidenses. Los sacerdotes y los líderes sindicales organizaron comunidades enteras para que marcharan por sus derechos. Una guerrilla indigenista de corta duración bombardeó algunas torres de alta tensión y planteó la idea del retorno al Imperio inca, A partir de 2000, cada día parecía traer una nueva avalancha de marchas, bloqueos de caminos y huelgas.

En diciembre de 2005, como si repentinamente los indígenas bolivianos se percataran del poder de sus números, el grupo se lanzó a votar con una meta común. En el censo de 2001, 62% de la población se identificaba como indígena. Seis semanas después del mitin en Villa Tunari, Evo Morales ganó la elección presidencial con 54% (la primera victoria mayoritaria de esta magnitud en décadas) y con el índice de abstencionismo más bajo de la historia de este país. Las comunidades originarias del territorio nacional eligieron a docenas de miembros como representantes para ambas cámaras del congreso. Tras la toma de posesión, en una ceremonia que incluyó ritos andinos tradicionales oficiados por amautas, o sabios, quechuas y aimaras, el presidente Morales nombró cuatro ministros de su gabinete que tenían apellidos indígenas con sus tradicionales vestimentas coloridas. Además del español, las 36 lenguas indígenas que se hablan en Bolivia fueron declaradas oficiales en el proyecto de la carta magna. Cinco siglos tras la conquista, se vislumbraba la posibilidad de un Nuevo Mundo en Bolivia.

Alma Guillermoprieto

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