Observada a distancia clínica, Venezuela presenta la superposición de un proceso oncológico a una condición previa de insuficiencia política. (Médicamente, una insuficiencia cardiaca alude a la enfermedad caracterizada por una deficiencia en el bombeo de la sangre que debe hacer el corazón; una insuficiencia renal a la incapacidad de los riñones de filtrar la sangre como es necesario. Cuando el aparato público de una nación—los poderes públicos a toda escala—no resuelven los problemas públicos, única actividad que justificaría su existencia, puede hablarse con toda propiedad de un caso de insuficiencia política).
La patología política venezolana más preocupante, sin duda, es el chavoma: el proceso canceroso, invasivo y maligno que la amenaza, últimamente de modo acelerado. Es el cuadro clínico más agudo y peligroso. La atención del país se ha concentrado de modo más que natural en este proceso desde que Hugo Chávez llegara al poder en Venezuela. Pero reducido el chavoma, aun por medios clínicos, no quirúrgicos, el cuadro de insuficiencia continuaría manifestándose.
La etiología de esa insuficiencia no debe buscarse en una intencionalidad culpable en el político profesional promedio—que a fin de cuentas es un animal de cuarenta y seis cromosomas y, por eso mismo, de cualidad moral equidistante del santo y el felón—sino en su esclerosis paradigmática. Es la impertinencia de los paradigmas políticos prevalecientes, acompañada de una pertinaz resistencia a abandonarlos, la causa, como en casi todas partes del mundo, de nuestra insuficiencia política.
Los miembros más importantes de la constelación de paradigmas que guían la práctica política convencional son el concepto de Realpolitik (política de poder) y la “necesidad” de ubicarse en un punto del continuo cuyos polos son la extrema derecha y la extrema izquierda.
Esto último es lo que cede cada vez más, de modo inexorable. A pesar de la insistencia de Chávez en el socialismo y de los Vargas Llosa en el liberalismo, lo que es tendencia de mayor masa e inercia es el “moderno molde postideológico” (expresión de Tony Blair). Hoy en día pudiera decirse que ser socialista—a lo Bernard-Henri Lévy—no es ser estatista sobre principios marxistas, sino preocuparse por la “anormal” distribución de la riqueza en la mayoría de las regiones de la tierra. Si el buen socialista de antaño fue estatista es porque creía que la estatización era una terapéutica eficaz; el buen socialista de hoy admite al mercado como sistema fundamentalmente natural y a la libre empresa como sistema superior al manejo centralizado de la economía, aunque ambos deban ser objeto de corrección cada cierto tiempo.
En cambio, la idea básica de la Realpolitik, que en el fondo la política no es otra cosa que una lucha por el poder, es más difícil de erradicar, sobre todo en nosotros, que debemos sufrir las obsesiones de un Presidente de la República que lleva esa noción a extremos enervantes. No obstante, para allá va la cosa.
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El año en que Chávez era electo Presidente por primera vez, John A. Vasquez publicaba una segunda edición muy ampliada de su clásico de 1983: The Power of Power Politics. Ya hace más de un cuarto de siglo de que sostuviera que el paradigma “realista”—basado en la opinión de que los humanos no somos inherentemente benévolos sino egocéntricos y competitivos—es inadecuado para el científico de lo social y crecientemente ineficaz. En 1998 añadió mucho más material al libro para arribar a un último capítulo de conclusiones, al que llama The continuing inadequacy of the realist paradigm (La continua inadecuación del paradigma realista).
Vasquez es un estudioso del asunto en el terreno de las relaciones internacionales, las relaciones entre estados, pero las observaciones del paradigma realista en este campo son descripción aplicable a la práctica política intranacional. El “realista” internacional sostiene que el interés nacional supremo de cada estado son su seguridad y supervivencia; que para buscar la seguridad nacional los países luchan por acumular recursos; que las relaciones entre los estados vienen determinadas por su nivel comparativo de poder, el que se deriva principalmente de sus capacidades económicas y militares. Es claro que estos mismos rasgos—opiniones y acciones—caracterizan las pujas intranacionales de las “fuerzas” políticas que compiten por el poder. En ambas esferas, el resultado de la política entendida de ese modo es el engrandecimiento de un actor político—nación, partido, candidato—a expensas de sus competidores, y este desenlace no guarda relación con la solución de los problemas de carácter público, sean éstos las guerras entre naciones o la distribución de la riqueza en un país.
Y aunque sólo rarísima vez los ciudadanos, nacionales o planetarios, establecen consciente y explícitamente la conexión entre la ineficacia o la insuficiencia políticas y la conducta combativa de la Realpolitik, tarde o temprano aprenden que esta última, lejos de resolver los problemas más bien los agrava.
Esto está sucediendo, de forma creciente, con el gobierno de Hugo Chávez a escasos tres meses de su triunfo electoral en un referéndum que le ha abierto las puertas a su repetida postulación y su reelección indefinida. Una vez emprendido a raíz de ese éxito, en costosísimo error, un obsceno avasallamiento de quien se le pare enfrente, ahora las dos terceras partes del electorado venezolano prefieren que su mandato no se prolongue después del año 2012. (Según encuesta recentísima del Instituto Venezolano de Análisis de Datos, presidido por Félix Seijas, antiguo Jefe de la Oficina Central de Estadística e Informática de la Presidencia de la República).
Este hallazgo se suma, con un registro de intenso rechazo al atropello chavista, a mediciones como las de Alfredo Keller y las de Datanálisis. Estas últimas han sido reveladas por el propio Luis Vicente León, Director General de la firma, en su más reciente artículo dominical: el rechazo de las recientes políticas de Chávez es de 75% contra las expropiaciones, de 70% a la obstaculización de gobernadores y alcaldes de oposición, de 78% al irrespeto de la propiedad privada, de 83% al modelo cubano, y sólo 10% aprueba la estatización de ciertas empresas del sector de alimentos. Por lo que toca a Keller, notó el mes pasado que 54% de sus entrevistados cree que la situación del país empeorará, que 61% piensa que sus condiciones económicas mejorarían si se atrajera inversión de los Estados Unidos mientras que 53% estima que empeorarían si se procurara lo mismo de Cuba e Irán, que 74% considera negativa la estatización de las grandes empresas, que 58% considera mala la legislación que permite al presidente Chávez nombrar autoridades por sobre los gobernadores y los alcaldes. Por su parte, el IVAD obtiene que 87% de los encuestados en mayo piensa que el gobierno debe dialogar con la oposición (lo que propuso José Vicente Rangel justo después del referéndum), y que 77% desaprueba el atropello contra los gobernadores y alcaldes que no controla.
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La utilidad política de atropellar a opositores, sean éstos funcionarios electos, empresarios o comunicadores, va más allá del inmisericorde debilitamiento de sus fuerzas. Como ha enfatizado el doctor Arístides Hospedales, miembro de la dirección política de Un Nuevo Tiempo, Chávez intuye que su salvación electoral reside en la posibilidad de reavivar la candela abstencionista en el seno de quienes se le oponen. Por esto sus acciones desalmadas, que buscan sembrar en los electores que lo repudian la idea de que no vale la pena votar, porque los resultados que le fueren contrarios no serían respetados, ni tampoco las garantías constitucionales o las opiniones disidentes. Las expropiaciones sirven para no pagar acreencias, naturalmente, pero también para que Chávez pueda demostrarse como “socialista”; la suspensión de las elecciones en 2009 ahorra recursos, por supuesto, pero en verdad elude la paliza que se iba a propinar al gobierno en cualquiera de las elecciones sindicales programadas para este año, como ha apuntado Melquíades Pulido, del Grupo La Colina.
Más en general, la división de 54% de los votantes a favor y 46% en contra (con una tercera parte de abstenciones) que disfrutó el oficialismo el 15 de febrero ya no existe. Como destaca el editorial de ayer del diario Tal Cual, Félix Seijas ha puesto especial atención a la dinámica de los actuales “bloques políticos” en Venezuela. IVAD pondera el “bloque chavista” en 45% de sus entrevistados, pero quienes se ubican en el “bloque no chavista” constituyen el 43%. El editorial mencionado relaciona este dato con una tendencia desfavorable al gobierno y favorable a la oposición y dice: “¿A dónde conducen estas tendencias? Ambas líneas de desarrollo están inexorablemente destinadas a cruzarse”.
No hay duda de que la intención del editorial es decididamente sana. Precisamente en momentos cuando Chávez persigue anular la oposición a sus designios metiendo miedo, la convocatoria a perseverar, a no abandonar el instrumento del voto, sobre la sólida base del medible nivel de la opinión nacional, es el mejor antídoto contra el amedrentamiento, contra el terrorismo del Estado.
Ahora bien, es preciso interpretar correctamente el hallazgo de Félix Seijas. Ni puede indentificarse el “bloque” de los no chavistas en su encuesta con la suma de agentes formales de la oposición (los partidos), ni puede creerse que el mandado está hecho, que no hay que trabajar porque la caída del régimen sería ineludible en 2012, independientemente de qué clase de fuerza se le oponga.
Si se entiende por bloque un trozo grande de la opinión nacional las etiquetas del IVAD se mantienen, pero sus “bloques políticos” no obedecen a la definición de la cuarta acepción del DRAE para el término: “Agrupación ocasional de partidos políticos, países o asociaciones con objetivos comunes”. Ni todavía existe tal cosa—varios actores trabajan con denuedo y paciencia en su constitución—ni la federación del archipiélago opositor formal garantiza que Chávez será vencido. A pesar de la medición de Seijas, la gente no alineada sigue estando allí, insatisfecha crecientemente con el gobierno nacional, pero insatisfecha también, y muy especialmente, con el discurso de los partidos de oposición. Cuidado conque una reedición de la Coordinadora Democrática o el MUN de Ledezma se comporten según la definición de bote salvavidas propuesta por Enrique Jardiel Poncela: “Lancha que sirve para que se ahoguen juntos los que se iban a ahogar por separado”.
Y es que ni siquiera es el “bloque no chavista” de Seijas algo que responda a la quinta acepción del diccionario: “bloque. 5. Conjunto coherente de personas o cosas con alguna característica común”. Obviamente, hay un gentío que tiene la característica común de repudiar a Chávez, incluyendo gente que hasta recientemente había aprobado su gestión. (Y que echa en falta una “nueva opción, porque con esta oposición tampoco se puede”). La división descrita por Seijas, cuidado, es la de la polarización Chávez-antiChávez, y no equivale a la distinción entre el PSUV y el resto de los partidos. Ese “bloque” con la característica común de rechazo al régimen en su estilo pendenciero, por lo demás, no es lo que la definición exige, un conjunto coherente. Para que sea eficaz es necesario trabajar en el logro, justamente, de la coherencia.
Tal cosa es imposible de lograr en el promedio de las posiciones de oposición, en la combinación negociada de sus respectivas ideologías. Una cosa así sólo puede provenir de un discurso esencialmente diferente, de una nueva especie de organización política.
Pero esto último puede ser alcanzado de dos maneras. La más radical es la construcción de esa nueva opción desde cero, la inauguración de una asociación política fresca. La otra es la metamorfosis de organizaciones existentes, y en principio ésta sería la ruta más económica. Hasta una entidad tan rayada como la sucursal venezolana de Stanford Bank es apetecible por un banquero de lujo, José María Nogueroles, y seguramente le sacará provecho a su adquisición.
Claro está, esta segunda posibilidad sólo es viable—esto sí una “política realista”—a partir de la disposición de los actuales partidos democráticos a transformarse en especímenes políticos inéditos, y entonces tendrían que autorizar que en ellos se practicara lobotomía frontal e implante de nuevos circuitos conceptuales, en los que venga impreso un paradigma clínico de la política.
Sería necesaria mucha valentía y una elevación grande, en nuestros políticos convencionales, para lograr lo que se necesita a partir de una metamorfosis de lo existente. Pero ¿quién sabe? A lo mejor el aprendizaje de diez años de sobresaltos y desafueros, de ineficacia y de fracaso, ha puesto las conciencias políticas a punto de caramelo.
luis enrique ALCALÁ
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