LEA, por favor
En más de una ocasión se ha mostrado en la Ficha Semanal de doctorpolítico materiales extraídos de referéndum, una publicación del suscrito—impresa, no digital—producida entre 1994 y 1998. Esta vez, se reproduce en la ficha #247 la sección central de un artículo de hace casi exactamente 15 años (4 de junio de 1994), cuyo título era De aquí a dos años. En él se expresaba general aprobación con los primeros movimientos del segundo gobierno de Rafael Caldera, dirigidos a controlar la crisis política y económica que heredó.
En un punto manifestó el suscrito desacuerdo: el sobreseimiento de la causa contra los golpistas del 4 de febrero y el 27 de noviembre de 1992. Apartando el argumento esgrimido en el texto, también por esa época aduje que impedir el enjuiciamiento de los golpistas era una terrible señal, cuyo significado era: álcese sin preocupación; si triunfa toma el poder y si fracasa lo ponemos preso un ratico y luego lo ponemos en libertad y, si quiere, hasta un puesto en el gobierno tendrá. (Caldera ofreció a Francisco Arias Cárdenas, uno de los conjurados del 4 de febrero, la Presidencia del PAMI—Programa de Asistencia Materno-Infantil—de su gobierno).
También se alude en el trozo reproducido aquí a la salida de Ruth de Krivoy de la Presidencia del Banco Central de Venezuela. La Dra. Krivoy llegó a publicar un artículo de prensa en el que exhibía su rechazo a la búsqueda de un descenso de las tasas de interés—recrecidas a niveles nunca vistos en aplicación del “paquete” de Pérez, inspirado en el Consenso de Washington—por medio del consenso entre el sistema bancario y el gobierno, proceso que coordinaba Gustavo Roosen. La Dra. Krivoy se oponía porque, en su criterio, las tasas no debían ser determinadas por un mecanismo consensual, sino por la libre operación del mercado. Se trataba de una opinión hipócrita: Ruth de Krivoy, llevada al timón del BCV por Pérez, había formado parte (con Ramón J. Velásquez, Julio Sosa Rodríguez, Domingo Maza Zavala, Pedro Palma, Pedro Pablo Aguilar) del Consejo Consultivo nombrado para aconsejar a Pérez, golpeado ya por la asonada del 4 de febrero que él pudo evitar y no lo hizo. El 1º de abril de ese mismo año el Consejo defendía, entre otras cosas, lo siguiente: “Para afrontar la emergencia, recomendamos una estabilización temporal de los precios y tarifas de un grupo de bienes y servicios de alto contenido social… Como medidas específicas, en lo inmediato, aconsejamos: a) Suspender los aumentos programados en el precio de la gasolina… b) Estabilizar los precios de los productos que conforman la cesta básica popular… c) Estabilizar los precios de las medicinas… d) Estabilizar y racionalizar las tarifas de los servicios públicos…”
Es decir, la Dra. Krivoy no tuvo inconveniente en propugnar, dos años antes de rasgarse las vestiduras, medidas todas que escapaban a las reglas de un libre mercado. En realidad, la entonces Presidenta del BCV no se sentía cómoda bajo la Presidencia de Rafael Caldera que, desde un inicio, se había mostrado contrario, con razón, a la política económica del segundo gobierno de Pérez, dibujada según catecismo del Consenso de Washington.
LEA
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Gerencia de crisis
En anteriores ediciones hemos expresado nuestra creencia en que el gobierno de Rafael Caldera probablemente no será el que produzca la transformación completa del Estado venezolano, el que dibuje las líneas maestras de su metamorfosis. Aludiendo a su declaración de que el siglo XXI había comenzado en Venezuela el 5 de diciembre de 1993, afirmábamos: “No estamos de acuerdo con el presidente Caldera. El siglo XXI en Venezuela todavía no ha comenzado. Puede ser que él, como Moisés, logre llevarnos hasta el borde de la tierra prometida, sin entrar en ella”.
Todo depende del orden como se digan las cosas. Uno puede, y seguramente es lo que él merece, describir a Rafael Caldera comenzando por sus cualidades y terminando con ellas. En 1983 pensamos en unos artículos para la prensa que no escribimos y que versarían, uno, sobre las cualidades de Lusinchi, otro sobre los defectos de Caldera. Queríamos indicar con eso que con las cualidades de Lusinchi era difícil llenar más de dos cuartillas, mientras los defectos de Caldera no eran muchos.
Los tiene, y resulta fácil hacer un registro de los costos que han generado desde que se dio por seguro que él ganaría las elecciones. Pero creemos que debe concederse esto a un análisis desapasionado: ningún otro de los innumerables candidatos a la Presidencia de la República en diciembre de 1993 lo hubiera hecho mejor. Seguramente habrían diferido de las actuaciones de Caldera en más de un punto, pero ninguno hubiera capeado el temporal de más sereno modo. La situación del Latino era insostenible, y tal vez un tratamiento menos duro contra los gestores de esa organización no habría bastado para mantener en relativa calma a una población a punto de desespero colectivo. Sin una demostración como la que ha venido manifestando el Poder Judicial, el disgusto civil, que en ocasiones incurrió en violencia, se habría expresado con una violencia mucho mayor, más extendida, más 27F. No en vano ese disgusto es producto de la realidad, amargante realidad.
En julio de 1991 se nos dio la oportunidad de publicar un artículo sobre la situación política de aquel momento, cuando la opinión pública empezaba a mostrarse insistentemente organizada entre dos extremos similarmente indeseables: o Pérez o golpe. Como hemos dicho aquí, en esa ocasión sugerimos la renuncia del presidente Pérez como el modo preferible de resolver tan angustioso dilema. En el mismo artículo sugeríamos también que Rafael Caldera parecía ser el indicado para presidir un gobierno de transición, de estabilización:
El Congreso debería elegir entonces a un venezolano o venezolana que mejor pudiera presidir, como un gran juez, y durante los años inminentes, la necesaria etapa de justicia. Es difícil señalar a una persona más idónea que Rafael Caldera Rodríguez.
Nuestro Senador Vitalicio, el pacificador de fines de los años sesenta, el experimentado estadista, conocedor como pocos del reparto de la escena política nacional, el hombre mesurado y discreto, parece ser el escogido para satisfacer tan delicada necesidad de la República. Los que no han estado en su tolda política saben que siempre los respetó. Y el que se halle ahora distanciado de los que sí están significa que poco pesarían sobre él las tentaciones de favorecer a copartidarios. Caldera sería garantía, como lo ha demostrado una vez más recientemente, de que las clases populares, eufemismo que denota nuestra pobreza, se mantuviesen lejos de la desesperanza. Caldera es el político hecho a la medida del problema. Caldera es el antirobespierre que necesitamos, que el Presidente necesita.
Es así como en aquellos momentos pensábamos que la figura de Caldera era la más indicada para cubrir lo que de período constitucional mediaba entre julio de 1991 y febrero de 1994. Esto es, como un Presidente transicional que debería invertir su tiempo en revertir tendencias negativas y estabilizar al Estado, mientras presidía un proceso nacional de saneamiento de la función pública. No lo pensábamos como el Presidente que podría dirigir una reconversión profunda. La llegada al poder de Rafael Caldera pues, llegó a nuestro juicio con retraso.
Podría argumentarse que no es lo mismo un Presidente elegido por el Congreso de la República que un Presidente electo por el pueblo. Que un Presidente requiere un apoyo político directo. Podría pensarse que Caldera no se prestaría para gobernar por sólo dos años cuando tenía la posibilidad de gobernar cinco. Seguramente esto disuadió a Caldera de procurar la Presidencia en aquel momento, puesto que probablemente se había paseado por la posibilidad, y en todo caso esa salida había sido mencionada.
La ventaja de un período corto para Caldera era la de sujetarlo exactamente al papel mosaico: redignificar el Poder Ejecutivo, presidir con serenidad un período de acción judicial contra la corrupción, garantizar la continuidad constitucional hasta el borde de la tierra prometida sin entrar en ella.
El riesgo inherente a esa posibilidad era menor que el riesgo de ahora. En ambos casos estaba presente el riesgo de caer en una tentación fundamentalista, aun cuando la cantidad de negociación Pérez-Caldera hubiera sido un moderador de una retaliación más fuerte que la actual. Pérez habría salido del poder en condiciones más parecidas a las de Nixon. Pero ahora la tentación fundamentalista es mayor, pues tiene el valor funcional de alargar el apoyo popular al gobierno, el que pudiera necesitar un poco de circo para contener las presiones de reivindicación social. Además, el presidente Caldera no tiene más apoyo que el que hubiera podido tener, digamos, a pocos días o aun semanas del 4 de febrero de 1992.
La presencia de Convergencia y del MAS en el Congreso no tiene un carácter determinante, como tampoco lo tiene en la calle. Y el presidente Caldera fue electo por un 18% del electorado. El prestigio que lo sostiene, la aceptación muy extendida que tiene en la población, son completamente independientes de Convergencia y del MAS. Estos dos movimientos no tienen menos problemas de militancia que AD y COPEI.
Es por esto que conviene no exigir a Caldera, por lo menos por los primeros dos años de este período, mucho más de lo que le habría sido exigible en 1992. Ya en este año era evidente que ninguno de los pretendientes manifiestos a gobernar desde Miraflores estaba en posesión de una visión de Estado suficiente. Si este fuese el examen que Caldera debiera presentar ante un jurado examinador, si se juzgase estos primeros meses de su gobierno en términos del papel transicional que hemos descrito, entonces la nota que recibiera debería ser una calificación más bien alta.
Con desbalances que el propio Gustavo Roosen admitió, el proceso del Banco Latino fue atendido con celeridad y firmeza. Los auxilios empleados en el caso de la crisis bancaria extendida más allá de aquella organización eran casi ineludibles, puesto que un importante componente de ellos, si no el mayor, es de carácter social, ya que van dirigidos a la protección de los depositantes y a la preservación de los empleos en las organizaciones afectadas. Los costos son abrumadores, no hay por qué negarlo; no era nada barato intentar el desembarco de 350.000 soldados en Normandía en las 24 horas del Día D. Cuando se está en situaciones de amenaza a lo más básico, cuando se ha dejado crecer los problemas sin atenderlos, el costo de la recuperación es usualmente muy alto.
No es un costo bajo el de poner en la calle, en libertad, a los responsables de las asonadas del 4 de febrero y el 27 de noviembre de 1992. El ex comandante Chávez ha argumentado a la revista Newsweek que el artículo 250 de la Constitución Nacional prácticamente le mandaba a rebelarse. Lo que el artículo 250 estipula es que en caso de inobservancia de la Constitución por acto de fuerza o de su derogación por medios distintos a los que ella misma dispone, todo ciudadano, independientemente de la autoridad con la que esté investido, tendrá el deber de procurar su restablecimiento. Pero con todo lo que podíamos criticar a Carlos Andrés Pérez en 1992, y aun cuando estábamos convencidos de que lo más sano para el país era su salida de Miraflores (y de La Casona), ni Pérez había dejado de observar la Constitución en acto de fuerza, ni la había derogado por medio alguno. Todas las cosas que le eran censurables a Pérez tenían rango subconstitucional.
Ni siquiera es un posible fundamento de Visconti, Arias Cárdenas, Chávez, etcétera, aquella disposición sobre el derecho a la rebelión recogida en la Declaración de Derechos de Virginia y que transcribimos en nuestro segundo número: “…cuando cualquier gobierno resultare inadecuado o contrario a estos propósitos—[el beneficio común y la protección y la seguridad del pueblo, la nación o la comunidad]—una mayoría de la comunidad tendrá un derecho indubitable, inalienable e irrevocable de reformarlo, alterarlo o abolirlo, del modo como sea considerado más conducente a la prosperidad pública”. La norma de Virginia exige como sujeto de la acción una mayoría de la comunidad, y ni los oficiales nombrados representaban una mayoría de la comunidad ni una mayoría de ésta admitía un golpe de Estado como deseable.
Es por esto que lo correcto desde el punto de vista legal hubiera sido que los golpistas de 1992 hubieran purgado la condena exacta que las leyes prevén en materia de rebelión. Puede ser que sea políticamente útil tener en la calle al ex comandante Chávez, exhibiendo la escasez de su discurso. Puede pensarse que Caldera, después de su discurso del 4 de febrero de 1992 pudiera estar de algún modo obligado a perdonar a los infractores. Puede hasta admitirse que las sacudidas de 1992 conmovieron o consolidaron la opinión contra Pérez, pero no existe asidero legal que permita afirmar que los golpistas hicieron lo debido. Lo que justifica su liberación no es de carácter jurídico. Es de carácter político. Otra vez, si se restringe el criterio de examen a este punto, la calificación de Caldera en un examen sobre esta materia sería una alta calificación. ¿Costo? Si su gobierno no logra calmar el hambre que el mismo Caldera declaró como de difícil coexistencia con un régimen democrático no tendrá autoridad alguna para rechazar un golpe de Estado intentado por esas razones contra él.
Y en el más reciente episodio de la crisis cambiaria, también debe ser objeto de calificación elevada. La presencia de Ruth de Krivoy al frente del Banco Central de Venezuela era insostenible, aun cuando sólo fuese porque sus criterios en materia de política económica, en algunos puntos, divergían agudamente de los de Caldera y su Primer Ministro Económico: Julio Sosa Rodríguez. Era difícil que la salida de Krivoy fuese armoniosa y suave. En cualquier caso Krivoy iba a manifestarse públicamente con fuertes críticas a las posturas económicas del gobierno, y por tanto su renuncia sería siempre un factor generador de pánico en algunos determinantes actores económicos del país.
Si esto es así, entonces la solución en horas del problema de la sucesión de Krivoy, y el hecho de que el candidato a sucederla recibió el apoyo unánime de las organizaciones políticas actuantes en el Congreso de la República, fue un manejo acertado y rápido de la crítica situación.
Lo de la subasta de dólares fue, evidentemente, una mala idea, pero también fue sustituida con relativa rapidez y resultados positivos; la sustitución de ministros puede verse como señal negativa, de debilidad e incoherencia, o como respuesta también rápida a las críticas en ese sentido.
En resumen, en el manejo de las manifestaciones más inmediatas de la crisis la boleta de Rafael Caldera muestra notas altas, por más que pueda afirmarse que él fue responsable, si no del proceso Latino y el proceso Krivoy, al menos del modo como reventaron. Cualquier médico dirá, no obstante, que las pústulas sólo sanan a bisturí.
En cambio, respecto de otra materia más de fondo, visión de Estado y la transmisión de ésta a los Electores, el presidente Caldera parece haber diferido su examen. No sería una mala excusa para él argumentar que antes de pensar en remodelar la casa debe dedicarse a extinguir el incendio que la amenaza.
luis enrique ALCALÁ
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