Cartas

La noción de súbdito o sujeto a obediencia es bastante clara y común. Ambos términos proceden del latín, por supuesto, idioma en el que sujeto es participio pasado—subjectus—del verbo subicere, que literalmente quiere decir echado debajo de algo o alguien. (Sub, debajo, jacere, lanzar. De jacere, obviamente, viene nuestro verbo yacer. Es decir, ser súbdito de alguien es yacer—condición harto pasiva—bajo él como resultado de haber sido echados—una acción—a esa situación de inferioridad). Subditus, en cambio, es el participio pasado—pasivo—de subdere, someter. Un súbdito es alguien que ha sido sometido.

Éramos súbditos de Fernando VII en 1810, cuando Pepe Botella (José Bonaparte) todavía comenzaba su desastrosa e ineficaz dominación en España dentro de una Europa napoleónica. Para esa época éramos sujetos de la Corona española. Así, refiriéndose a los venezolanos, decía el Acta del Ayuntamiento de Caracas del 19 de abril de 1810: “…cuando ya han sido declarados, no colonos, sino partes integrantes de la Corona de España”. En países que aún tienen monarquías, por más disminuidas que estén en la práctica política, el concepto de súbdito tiene entidad jurídica. Por ejemplo, la expresión “súbdito británico” designaba en la ley sobre la nacionalidad británica a quien hubiera nacido en cualquier punto del Imperio Británico y jurado lealtad a su Corona. (Hasta 1949, cuando del otrora imperio más extenso de la historia sólo quedara una entelequia luego de la Segunda Guerra Mundial).

La primera acepción que el DRAE registra para súbdito destaca el deber de obediencia: “Sujeto a la autoridad de un superior con obligación de obedecerle”. Es tal la condición que el presidente Chávez preferiría que los venezolanos tuviéramos. Que él mande y todos nosotros obedezcamos.

No es sólo que lo obedezcan Globovisión o la Exxon-Mobil, sino muy principalmente su propia gente. Más de una vez le ha ocurrido que algún asistente a uno de sus actos de contacto con pueblo le exija con alguna petición o aventure una crítica, y entonces se sorprende y señala que él es “el líder”, y que su liderazgo no debe ser cuestionado con minucias, que se le debe dejar conducir. “Intelectuales” del “proceso” se han atrevido recientemente a manifestar esperanza de que abandone lo que llaman su “hiperliderazgo” y éste sea sustituido por una dirección compartida, sólo para ser reconvenidos—más bien insultados con el cognomento de traidores—y neutralizados con la explicación de que, por ahora, que él sea un hiperlíder es necesario a la revolución. Luego añade que tampoco es que él se meta en todo. Pero días más tarde entrega unos cuantos carros a algunos entre su clientela y pregunta: “¿Cuánto cuestan estos carros por ahí? ¿Cien mil? Y ¿a cuánto se los pone Chávez?”

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Las guerras de independencia, muy particularmente la venezolana, fueron libradas precisamente para zafarse de coronas. La de los Estados Unidos precedió incluso a la Revolución Francesa, que hizo avanzar la teoría política republicana al eliminar, suplantándola, la soberanía monárquica para hacerla residir en el Pueblo. Hasta los españoles tuvieron la suya, librada justamente contra Pepe Botella. Esta última, sin embargo, era para que una corona se liberara de otra. Es la norteamericana, en cambio, la primera de emancipación, en el mismo sentido de la figura jurídica civil, pues las trece colonias alzadas contra el yugo de Jorge III de Inglaterra habían sido creadas por esta nación; los colonos estadounidenses tuvieron, como nosotros, una madre patria. Habían llegado a su mayoría de edad política y se emancipaban de la patria potestad que sobre ellas ejerciera la corona británica.

Fue también la independencia de los Estados Unidos la primera que creara una nueva nación, y la primera que hablaba desde la soberanía popular: We the People. To be sure, hubo una guerra de independencia holandesa contra la dominación de Felipe II de España, y bien temprana, iniciada en 1568 y sostenida durante ochenta años. Pero esta prolongada lucha fue planteada como de los Estados Generales holandeses contra la Corona española. Tuvieron, eso sí, su “declaración de independencia”, sólo que la llamaron Acta de Abjuración.

Resulta interesante examinar su justificación:

Como es aparente a todos, un príncipe es constituido por Dios para ser el gobernante de un pueblo, defenderlo de la opresión y la violencia como un pastor a sus ovejas; y Dios no ha creado al pueblo como esclavo de su príncipe, para obedecer a su mandato sea éste justo o injusto, sino antes al príncipe para sus súbditos (sin los que no podría ser príncipe), para gobernarlos de acuerdo con la equidad, amarlos y sostenerlos como un padre a sus hijos o un pastor a su rebaño, incluso a riesgo de su vida para defenderlos y preservarlos.

Y cuando él no se conduce de ese modo, sino que, por lo contrario, les oprime, buscando oportunidades para infringir sus antiguas costumbres y privilegios, exigiéndoles aquiescencia esclava, entonces ya no es más un príncipe, sino un tirano, y los súbditos no tienen por qué considerarlo de otro modo.

Y particularmente cuando eso lo hace deliberadamente, sin autorización de los estados, ellos pueden no sólo inhabilitar su autoridad, sino proceder legalmente al escogimiento de otro príncipe para su defensa.

Éste es el único método que queda a los súbditos cuyas humildes peticiones y protestas nunca pudieron ablandar a su príncipe o disuadirlo de sus tiránicos procedimientos: y es esto lo que la ley natural dicta para la defensa de la libertad, que debemos transmitir para la posteridad, aun a riesgo de nuestras vidas.

Está, pues, claro que los holandeses no pretendían dejar de considerarse súbditos de cualquiera, sino específicamente de Felipe II; no obstante, las causales de abjuración de su lealtad son tan válidas como entonces y las han transmitido para la posteridad, que somos nosotros.

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Cuando tocó el turno a los estadounidenses ya había nuevos conceptos políticos. La noción de contrato social y la de voluntad general ya existían en Francia, sobre todo luego de la obra del ginebrino Juan Jacobo Rousseau, pero el derecho sajón que los norteamericanos seguían ya había sido informado antes por el pensamiento de John Locke, que le había precedido como filósofo del contractualismo. Más todavía, tres semanas antes de la Declaración de Independencia del 4 de julio de 1776, la Convención de Delegados de Virginia había aprobado unánimemente (12 de junio) su Declaración de Derechos, mayormente redactada por George Mason. Son sus cláusulas (sections) segunda y tercera las que establecen inequívocamente:

II. Que todo el poder está investido en, y en consecuencia deriva de, el Pueblo; que los magistrados son sus apoderados y sirvientes, y en todo momento deben serle dóciles;

III. Que el gobierno es, o debiera ser, instituido para el beneficio común, la protección y la seguridad del Pueblo, la Nación o la comunidad; que de todos los varios modos y formas de gobierno es el mejor aquel que sea capaz de producir el mayor grado de felicidad y seguridad y esté más eficazmente asegurado contra el riesgo de la mala administración; y que, cuando quiera que cualquier gobierno fuere encontrado inadecuado o contrario a esos propósitos, una mayoría de la comunidad tendrá un derecho indudable, inalienable e irrenunciable de reformarlo, alterarlo o abolirlo, en manera tal como sea juzgado más conducente al bien público.

Estos ciudadanos ya no querían meramente cambiar a Jorge III por otro príncipe; ya no querían ser súbditos de nadie. He ahí la grandeza y la claridad republicanas en la independencia de los Estados Unidos.

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Luego completaría el asunto Emmanuel-Joseph Sieyès, con su famoso panfleto de enero de 1789 (Qu’est-ce que le tiers état?), que dio forma final y práctica a la noción de la soberanía residente en el Pueblo. El 14 de julio los ciudadanos parisinos tomarían la fortaleza de la Bastilla, y poco después los franceses dejarían de ser regidos por la voluntad real de Luis XVI para ser ellos mismos la Corona, el Soberano.

Desde estos últimos hechos han pasado ya doscientos veinte años; no en balde sentimos que es terriblemente obsoleto que un mandatario cualquiera—llámese Pinochet, Franco, Hitler, Stalin, Castro, Putin, Mugabe, Ahmadinejad o Chávez—pretenda ejercer un “hiperliderazgo” que funcione como monarquía, que elimine la independencia de los poderes públicos, que imponga su voluntad arbitraria sobre los ciudadanos de su país, que procure anular cualquier opinión que no le acate.

Los próceres de la independencia venezolana, muy especialmente Simón Bolívar, habían leído a Locke, a Rousseau y a Sieyès. Sus diez años de guerra, y su posterior Batalla de Maracaibo contra una recidiva de la pretensión española de dominarnos—aún hoy la Historia de España Alfaguara, en siete tomos, dedica sólo ocho páginas a la emancipación de las colonias americanas, evidenciando que es tema doloroso para los españoles—fueron rendidos desde una perspectiva republicana, negadora de cualquier monarquía, y cuando algún señor de esa guerra soñó con presidencias vitalicias, pronto perdió el apoyo de quienes antes le ensalzaban. Nuestros patriotas tuvieron muy claro que la Corona española no debía ser ceñida por la presidencia de su naciente república, sino por el conjunto de los ciudadanos.

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Mientras más insista Hugo Chávez en que su voluntad política personal es la única que importa y debe ser acatada, más ilegítimo se hará como gobernante. No es una cosa, por cierto, que se le haya ocurrido ahora, en 2009. Hace diez años, en el mes de abril, debió salir la Corte Suprema de Justicia a defenderse de lo que llamó “declaraciones atribuidas” al Presidente de la República, con una respuesta del día doce ante la afirmación de Chávez según la cual no existía en la corte “autoridad legítima y moral”.

Semanas antes había dirigido una carta a la misma Corte, a la que entonces llamaba Honorabilísima. Vale la pena refrescar los dos últimos párrafos de esa farragosa misiva:

El Estado investido de soberanía, en el exterior sólo tiene iguales, pero la justicia internacional no alcanza a quienes, por centrifugados, tendrían que ser mutilados (Ratzel; McKinder). Esas son las razones por las cuales el Jefe de Estado conduce, en soledad, la política exterior y, en soledad, es el Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas Nacionales.

Inmerso en un peligroso escenario de Causas Generales que dominan el planeta (Montesquieu; Darwin), debo confirmar ante la Honorabilísima Corte Suprema de Justicia el Principio de la exclusividad presidencial en la conducción del Estado.

No es, por supuesto, el Estado quien está investido de soberanía. Es el Pueblo. Como de contrabando, sin embargo, y a escasos dos meses de haber asumido la Presidencia de la República, ya Hugo Chávez adelantaba el sofisma de que el Estado venezolano es soberano (no la Nación entera) y que la conducción de éste era de su exclusiva incumbencia—esto es, nunca creyó en la separación de los poderes, pues hace tiempo que se piensa rey, hace tiempo que se cree príncipe.

Ni siquiera se había elegido entonces la peculiar Asamblea Constituyente de 1999. Antes, como es sabido, Chávez había violado la regla de Virginia: que cabía sólo a una mayoría de la comunidad nacional el derecho de reformar, alterar o abolir nuestro gobierno. Él, con otros prepotentes comandantes que habían jurado conspirar ante un emblemático pero decrépito samán, quiso usurpar nuestro derecho el 4 de febrero de 1992.

Todavía celebra el abuso.

luis enrique ALCALÁ

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