LEA, por favor
De nuevo toma esta Ficha Semanal #248 de doctorpolítico material de la publicación referéndum, que el suscrito produjese entre 1994 y 1995. En esta ocasión, se reproduce acá dos trozos de un extenso trabajo—La venta de la gallina (Nº 21, 30 de abril de 1996)—sobre las proposiciones de vender entre 15% y 100% de las acciones del Estado venezolano en PDVSA.
Para la época varias proposiciones en esa dirección habían sido adelantadas: Andrés Sosa Pietri, ex presidente de la empresa, había propuesto vender hasta 49% del capital de la firma; el economista Emeterio Gómez propuso que esto alcanzara 40%; Eduardo Fernández, que se vendiera el 100% del capital (aunque “a ritmo gradual”).
Pero en 1996 resultó sorprendente que Luis Giusti, Presidente en ejercicio de PDVSA, se sumara al coro de vendedores. El artículo aquí reproducido parcialmente exponía:
Según la primera cláusula del Título Primero —Disposiciones Generales— de ese decreto 1.123 del primer gobierno de Pérez, tal empresa se llamaría Petróleos de Venezuela y, de no mediar otras decisiones, debería vivir al menos hasta el año 2025, pues la duración prevista en la misma cláusula es de cincuenta años. La cláusula sexta del Título Segundo, que tiene que ver con el capital y las acciones de Petróleos de Venezuela—a la que al principio se la llamaba Petrovén—dice a la letra: “De acuerdo con la Ley, las acciones de la Sociedad no podrán ser enajenadas ni gravadas en forma alguna”. Esto significa también, que de no mediar una reforma de la susodicha cláusula sexta y una reforma de la Ley Orgánica que reserva al Estado la Industria y el Comercio de los Hidrocarburos, ni siquiera la proposición de Giusti, la más moderada de las proposiciones sobre venta de acciones de PDVSA, es posible legalmente. De hecho, pues, lo que Luis Giusti ha propuesto es que se modifiquen el instrumento legal y el constitutivo-estatutario que rigen la propiedad de la industria venezolana del petróleo. Pero, ¿qué es esta propiedad del Estado venezolano? ¿Qué significa poseerla? ¿Por qué su actual presidente dice a su dueño que quiere otros dueños además de él?
Luis Giusti había sugerido un desprendimiento más moderado: que se vendiera en los mercados internacionales 15% del capital de PDVSA. Por esto apuntaba el Nº 21 de referéndum: “Y una vez que se vende el 15% del capital de PDVSA se establece un precedente. Vender un poco más en el futuro cercano ya se haría posible, porque para vender aunque sea una sola acción es preciso, como anotamos, un acto expreso del Congreso de la República. Roto este dique legislativo la privatización completa sería mucho más fácil, como varios han pensado que convendría”. El artículo, reproducido en parte, expresó una opinión contraria a la de los proponentes de la enajenación parcial o total de PDVSA. Esta ficha transcribe unos cuantos entre sus argumentos.
No faltará algún ocurrente que diga que se ha debido transar la totalidad del capital de la compañía, como proponía Fernández, pues de haber sido así el presente gobierno no habría podido ejecutar su esquema de dominación. Esto es muy posible, pero seguramente hubiera encontrado un esquema diferente, muy probablemente peor.
LEA
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La venta de la gallina
No deja de ser interesante fenómeno que lo que hasta hace nada fuesen dogmas del sistema político-económico venezolano estén siendo cuestionados intensa y simultáneamente. No hace mucho tiempo cualquier funcionario de la industria petrolera nacionalizada que hubiese propuesto algo similar a lo sugerido por Luis Giusti habría sido inmediatamente destituido, o, al menos, silenciado. ¿Qué permite tal cantidad de atrevimiento?
En parte, y en relación con el punto específico de PDVSA, una cierta envidia hacia nuestra industria petrolera y sus ejecutivos y empleados, más o menos ampliamente distribuida, puede ofrecer algo de explicación. Esta es una actitud que la propia industria petrolera ha contribuido a formar. En su afán por impedir que la industria se politizara o corrompiera del mismo modo que lo han hecho otras empresas del Estado venezolano, ha establecido barreras y distancias que la han colocado en un marcado aislamiento. El 30 de diciembre de 1980 el General Rafael Alfonzo Ravard, para entonces Presidente de Petróleos de Venezuela, pronunciaba un discurso en el hotel Caracas Hilton, ante unos cuantos centenares de personalidades venezolanas. El tema y el título del discurso era el siguiente: “Somos diferentes”. Con sobrado orgullo, el General Alfonzo enumeraba, a cinco años de la nacionalización, los hechos que demostraban la “normalidad operativa” de la industria petrolera nacional, manejada como empresa del Estado por ejecutivos y técnicos venezolanos. Luego insistió en publicar el texto con el título antedicho.
El aislamiento y relativa opacidad de la industria petrolera venezolana provocan, entonces, una cierta actitud que rechaza o envidia a nuestros hombres del petróleo, a quienes se les cuestiona el justificado nivel de remuneración que reciben, o en quienes se pretende ver una postura de arrogancia. Señales como las que solía emitir Rafael Alfonzo Ravard contribuyeron considerablemente a reforzar esos celos hacia PDVSA. Pero a los hombres del petróleo se les llama también cuando se requiere excelencia profesional y capacidad, para que, en “comisión de servicios”, vayan a ocuparse de la instalación de complejos sistemas administrativos para el Estado venezolano, como en el caso del recientemente establecido SENIAT.
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Las razones de fondo para defender la privatización de PDVSA van todavía hasta el más profundo plano de lo ideológico, y toman asiento en el preocupante descrédito de todo lo que es público o político en Venezuela. Es tal el deterioro de lo público en nuestro país—a pesar de que, como lo registran los estudiosos, el descrédito de los políticos es hoy prácticamente universal en el planeta—que ya se le niega al Estado la posibilidad de que pueda poseer empresas, hasta el punto de que Eduardo Fernández ha propuesto una reforma de la Constitución Nacional para borrar definitivamente la noción de un Estado empresario.
A veces la argumentación “neoliberal” llega a extremos de ligereza y poca substanciación. Por ejemplo, el derrumbamiento del sistema soviético ha sido esgrimido como evidencia de que la inmersión directa del Estado en el papel de productor económico directo es una absoluta inconveniencia. Es obvio que en ningún momento el Estado venezolano ha sido comparable al totalitarismo soviético en lo económico, ni siquiera en época de dictaduras. El más vigoroso y sostenido impulso al sector privado nacional de toda nuestra historia coexistió con la promulgación de esa Constitución de 1961 que ahora se propone reformar para quitarle a nuestro Estado toda posibilidad empresarial.
También se ofrece retóricamente la noción de que el gobierno de los Estados Unidos no es menos fuerte porque carezca de algo equivalente a PDVSA o al Derecho Público hispano-venezolano según el cual las riquezas del subsuelo son propiedad del soberano. Una afirmación de ese tenor establece una comparación absolutamente superficial e insostenible, pues resulta incongruente cotejar dos escalas tan disímiles como las del Estado venezolano y las del Estado norteamericano, ese gigante que el inefable Ignacio Quintana llama la “encarnación de la República Imperial”, en publicitada adulación personal a William Clinton.
La posesión de PDVSA, precisamente, ofrece más poder al Estado venezolano que sus propias fuerzas armadas. Casi que es de lo único que dispone para medio defenderse en este mundo cada vez más planetizado—globalizado—en el que por ahora predomina un desatado espíritu de “competitividad de las naciones”. A la espera de una fase más humanizada en la que la cooperación prevalezca sobre la competitividad, es casi un suicidio de Estado que la República de Venezuela se desprenda de su mayor activo y la mayor base de su fuerza.
Claro que esto será tildado de populista por quienes han declarado que la situación ideal es la de Panamá, país en el que jamás se ha impreso un solo balboa y que usa como moneda corriente el dólar norteamericano. Son los mismos que abogan por la “caja de conversión” que entregaría nuestra soberanía monetaria a la Reserva Federal de los Estados Unidos, pues afirman en privado que prefieren a Alan Greenspan antes que Antonio Casas González como “defensor de sus derechos económicos”. Por cierto, muchos de los que militan en esta poderosa corriente neoliberal antaño defendían radicales posturas de izquierda. Pero es que ya Eric Hoffer les había descrito certeramente en “El verdadero creyente” (The True Believer, 1951), y había hecho notar que “donde los movimientos de masas están en violenta competencia entre sí, no son infrecuentes las instancias de conversos—incluso los más fervientes—que cambian sus lealtades de uno a otro”.
Así que tal vez es más transparente que esta discusión sobre la conveniencia de una privatización total o parcial de PDVSA, un debate previo sobre si para nosotros continúa teniendo sentido que Venezuela siga siendo un Estado, si vale la pena que Venezuela sea una república soberana. Ése es el debate de fondo, y es allí donde caerán las caretas.
Los Estados Unidos de Norteamérica son, sin duda alguna, una admirable presencia civilizatoria, emulable en muchas cosas. Creemos que puede sostenerse que, en un balance final, y a pesar de sus errores, el Estado norteamericano ha sido un actor internacional con un aporte neto positivo. Reconocer esto, sin embargo, es distinto a la añoranza de convertirnos en un Estado “Libre” Asociado, á la manière de Puerto Rico. Reconocer el aporte de los Estados Unidos es muy distinto de aceptar el papel de jefe planetario que Newton Gingrich pretende asignarle. No guardamos ninguna simpatía hacia el concepto quintanesco de “repúblicas imperiales”.
Nosotros, los venezolanos, los suramericanos, los latinos, somos distintos. Ni mejores ni peores que los chinos, los rusos o los alemanes. Y hasta que no se demuestre lo contrario, tenemos todavía una vocación de independencia cuya expresión requiere la soberanía de un Estado. Que reconozcamos en él graves defectos y limitaciones es una cosa; en cambio, que se proponga disolverlo es otra muy distinta.
luis enrique ALCALÁ
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