Cartas

Meterse en los asuntos de un país ajeno, sobre todo si uno sabe poquísimo de su vida, es siempre una temeridad. El caso de los recientes acontecimientos políticos en Honduras, sin embargo, ha capturado la atención y la pasión de muchos venezolanos, a quienes pareciera que en ese territorio se libra ahora una batalla que sería nuestra, la del chavismo y el antichavismo. Resulta imposible, por consiguiente, abstenerse de opinar sobre él, aunque buena parte de la opinión sea de carácter conjetural. Opinar no es intervenir en aquellos asuntos, por otra parte, cosa expresamente prohibida en el Preámbulo de nuestra Constitución: “El pueblo de Venezuela… con el fin supremo de refundar la República para establecer una sociedad democrática… que… consolide la integración latinoamericana de acuerdo con el principio de no intervención y autodeterminación de los pueblos”.

En cualquier caso, la discusión que sigue sólo puede tener carácter de trazo grueso, de boceto muy preliminar e incompleto, dada la complejidad de la situación jurídico-política hondureña.

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Manuel Zelaya, Presidente de Honduras, quiso iniciar un proceso constituyente en su país, mediante la introducción de una consulta popular sobre la posibilidad de elegir una asamblea constituyente. Para esto preparó un decreto que intentó fundamentar en la constitución hondureña (1982, con reformas en 1982, 1984, 1985, 1986, 1987, 1988, 1989, 1990, 1991, 1993, 1994, 1995, 1996, 1997, 1998, 1999, 2000, 2001, 2002, 2003, 2004 y 2005) y la Ley de Participación Ciudadana (2006).

A primera vista, no tendría nada de objetable la consulta al poder constituyente originario de Honduras (su pueblo), en principio omnímodo, sobre este asunto. Entre nosotros, a pesar de que la figura de una asamblea constituyente no estaba contemplada en la constitución de 1961, la Corte Suprema de Justicia de la República de Venezuela decidió (19 de enero de 1999) que exactamente esa misma pregunta podía elevarse a nuestro poder constituyente originario, a nuestro pueblo.

Pero la constitución de Honduras es realmente un documento peculiar. En 1982 se aprobó con un Artículo 5 que establecía: “El gobierno debe sustentarse en el principio de la democracia participativa del cual se deriva la integración nacional, que implica participación de todos los sectores políticos en la administración pública, a fin de asegurar y fortalecer el progreso de Honduras basado en la estabilidad política y en la conciliación nacional”. Es ésta la base constitucional (junto con el Artículo 2) que el decreto de Zelaya (PCM-020) aducía para plantear la consulta: “Considerando: Que de conformidad con los Artículos 2 y 5 párrafo primero de la Constitución de la República, la soberanía corresponde al pueblo del cual emanan todos los Poderes del Estado y el Gobierno debe sustentarse en el principio de la democracia participativa…”

Ahora bien, el Artículo 5 ha sido extensamente reformado, y fue objeto de la adición de diez párrafos más. El que sigue al primero, ya mencionado, establece los mecanismos del referéndum y el plebiscito para dar funcionalidad a la participación democrática en “asuntos de importancia fundamental en la vida nacional”.

Luego, el texto constitucional reformado explica que la petición de referéndum o plebiscito corresponde a no menos de diez diputados del Congreso Nacional, una resolución presidencial en Consejo de Secretarios de Estado (ministros) o el 6% de los electores debidamente inscritos.

Esta iniciativa no equivale, por cierto, a una convocatoria automática del referéndum o plebiscito. Cualquiera de los tres tipos de petición debe ser discutida por el Congreso Nacional, y sólo si es la petición aprobada por las dos terceras partes de ese cuerpo legislativo se ordenará la celebración de la consulta popular al Tribunal Supremo Electoral. Comoquiera que el Congreso no estuvo de acuerdo con el plan de Zelaya de consultar sobre la convocatoria de una asamblea constituyente, no había manera constitucional de celebrar un referéndum sobre tal asunto. El procedimiento pautado en el Artículo 5 negaba esa posibilidad.

Pero hay más que un problema de procedimiento; la materia misma de la consulta estaba prohibida constitucionalmente en tanto referéndum o plebiscito. La segunda parte del sexto párrafo del nuevo Artículo 5 pauta inequívocamente: “No serán objeto de referéndum o plebiscito los proyectos orientados a reformar el Artículo 374 de esta Constitución”. ¿Qué dice este último artículo? Pues que “No podrán reformarse, en ningún caso, el artículo anterior [que establece cómo se reforma la constitución], el presente artículo, los artículos constitucionales que se refieren a la forma de gobierno, al territorio nacional, al período presidencial, a la prohibición para ser nuevamente Presidente de la República, el ciudadano que lo haya desempeñado bajo cualquier título y el referente a quienes no pueden ser Presidentes de la República por el período subsiguiente”. El Artículo 374 pretende, pues, ser un candado perfecto contra la modificación de la constitución de modo distinto al pautado en el artículo que lo precede. (Artículo 373. La reforma de esta Constitución podrá decretarse por el Congreso Nacional, en sesiones ordinarias, con dos tercios de votos de la totalidad de sus miembros. El decreto señalará al efecto el artículo o artículos que hayan de reformarse, debiendo ratificarse por la subsiguiente legislatura ordinaria, por igual número de votos, para que entre en vigencia).

Se trata de una disyuntiva parecida a la venezolana de 1999. En efecto, nuestro Congreso de la República, en tanto “constituyente ordinario”, sólo podía efectuar enmiendas o reformas al texto de 1961; no podía incorporar conceptos constitucionales enteramente nuevos o contrarios a lo establecido en la constitución que, justamente, lo había creado como Poder Legislativo; el Congreso quedaba excedido en sus facultades, y era por eso que, si se deseaba una constitución enteramente nueva, no había otro remedio que iniciar un proceso constituyente.

Nuestra Corte Suprema de Justicia dictaminó el 19 de enero de 1999, en sentencia perfecta, que sí se podía preguntar al Poder Constituyente Originario si quería convocar y elegir una asamblea constituyente para que redactara y le sometiera una constitución enteramente nueva, puesto que ese poder no está limitado por la constitución, la que sólo limita al Poder Constituido. (Después distorsionaría este concepto el gobierno de Chávez, al argumentar que la asamblea elegida en 1999 era “originaria”, cuando este carácter es exclusivo del pueblo, y una asamblea constituyente es poder tan constituido como un congreso, un presidente o un tribunal; los diputados constituyentes sólo pueden ser apoderados del Poder Constituyente Originario, nunca sus sustitutos).

Por supuesto, nuestro tribunal supremo no es el de Honduras, y la materia debe regirse por lo que determinen las instituciones hondureñas, claro está, con arreglo a una correcta interpretación del Derecho Constitucional. No debiera, en todo caso, ser castigado quien piense que Honduras necesite una nueva constitución. (Así lo sugería el texto del abortado Decreto PCM-020, al señalar: “Considerando: Que los diferentes Tratados y Convenios Internacionales suscritos y ratificados por Honduras garantizan el Derecho a la libertad de opinión y de expresión, entre ellos: el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en su Artículo 19, el cual incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones…”)

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El Presidente de la República de Honduras, especialmente, al haber jurado la defensa de la constitución bajo la que fue elegido, no podía de manera recta subvertir su articulado. Se dice que la única motivación de Zelaya al plantear la consulta sobre la convocatoria de constituyente era la extensión de su período presidencial, aunque este tema específico no es mencionado en el texto del decreto PCM-020. Es justamente este asunto uno al que el tratamiento dado por la constitución hondureña la hace peculiar. La Constitución de Honduras no sólo prescribe un sólo período presidencial sin posibilidad de reelección, sino que criminaliza la mera promoción de una opinión contraria. Así pone el Artículo 42, relativo a la pérdida de la ciudadanía hondureña, en su numeral 5: “Por incitar, promover o apoyar el continuismo o la reelección del Presidente de la República”. Antes ha establecido una mayor gravedad el Artículo 4 en su segundo y su tercer párrafo: “La alternabilidad en el ejercicio de la Presidencia de la República es obligatoria. La infracción de esta norma constituye delito de traición a la Patria”.

El constituyente hondureño de 1982 encontró, pues, que era cosa gravísima que un presidente en ejercicio fuese reelecto, y tal vez se entienda postura tan radical en un país con historia reiterada de golpes y caudillos.

Pero en términos prácticos es muy traído por los cabellos sostener que la convocatoria—atemperada—de una “encuesta” que efectuaría el Instituto Nacional de Estadísticas de Honduras, “no vinculante”—como calificó en Venezuela a su nonato referéndum consultivo el partido Primero Justicia a fines de 2002 (“no vinculante, pero sí fulminante”)—justificaba la detención y exilio del presidente hondureño, llevado a su cargo por elección popular. Zelaya, al convocar la tal “encuesta” y denominarla “no vinculante” había admitido ya que no era un referéndum o plebiscito constitucional. Claro, sería chuparse el dedo suponer que, de haber resultado la consulta positiva a la convocatoria y elección de constituyente—realizada por órgano bajo tutela presidencial y no por el Tribunal Supremo Electoral—Zelaya no hubiera intentado forzar el asunto. Probablemente hubiera dicho que la votación no era ciertamente vinculante desde el punto de vista jurídico, pero sí fulminante desde el punto de vista político, y habría movilizado apoyo popular con la pretensión de imponerse sobre el Congreso y la Corte Suprema.

No obstante, aunque se hubiera sostenido la “cuarta urna”, y una mayoría de hondureños hubiera aprobado la idea de celebrar una constituyente, no había forma material de que una nueva constitución que permitiera, por ejemplo, la reelección presidencial, modificara las cosas a tiempo para las elecciones de noviembre de este año y, por tanto, de todas maneras Zelaya no hubiera podido presentarse a la reelección en esos comicios. Ni siquiera habría estado elegida la constituyente para ese momento.

Más aún, si como argumentan quienes celebran la acción militar, no sólo el Congreso, la Corte Suprema, la Fiscalía y el Tribunal Electoral, sino la mayoría de la opinión hondureña rechazaba la proposición de constituyente, ¿por qué no se permitió que el electorado se encargara de enterrar de una vez por todas la pretensión de Zelaya?

Si, como dice ahora Roberto Micheletti, usurpador del cargo de Zelaya, de entrar éste a territorio hondureño sería de inmediato detenido legalmente, ¿por qué no se hizo exactamente eso, mediante procedimiento legal, y en cambio se le expulsó del país?

Si Zelaya incurrió en conductas inconstitucionales, y de tal modo produjo acciones culpables, más lo son las comandadas por Romeo Vásquez Velásquez—¡qué cercano su nombre al de Efraín Vásquez Velasco, el Comandante General del Ejército de nuestro 11 de abril!—al arrestar a Zelaya y enviarlo al ostracismo. Ningún malabarismo leguleyo puede negar que en Honduras tuvo lugar, uno más de una larga serie, un verdadero golpe de Estado.

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No por otra cosa se ha dado un repudio realmente planetario al golpe. La Organización de Estados Americanos por unanimidad de sus demás países miembros, la Unión Europea, y la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas por aclamación, han repudiado el golpe de Estado en Honduras y declarado sin ambages que el único gobierno hondureño que reconocerán será el presidido por Manuel Zelaya.

Entre nosotros, claro, hay radicales irredentos que aprueban a los militares hondureños. El lunes de esta semana enviaban mensajes a celulares que decían: “De urgencia: se requiere testículos (por un nombre más procaz que sonara más macho) de militares hondureños para transplantes a militares venezolanos”. Una irrespetuosa estupidez de ese calibre era celebrada por valentones de peñas, y acompañaban la aprobación de la infeliz ocurrencia con solemnes declaraciones de superioridad moral, en arrojo de boquilla. Para esta clase de opositores a Chávez, los diplomáticos de todo el mundo, los gobiernos del planeta entero, y todas sus instituciones supranacionales están simultáneamente equivocados. Ellos sí tienen la verdad, la ética y el valor viril que nuestros militares no tendrían. Ellos son los que postulan que los partidos reunidos en la recién creada Mesa de Unidad Democrática, se sumaron—gracias a Dios—al repudio universal por razones “subalternas” de interés electoral, en pretenciosa (pero imposible) “penetración” de las intenciones de hombres y mujeres que en Venezuela hacen oposición cotidiana al régimen de Hugo Chávez.

Gracias a Dios que esto hizo la Mesa de Unidad Democrática; gracias a Dios que eso hizo, desde el mismo primer instante, el gobierno de Barack Obama. Porque es que sus actuaciones impiden que el caradura que es Hugo Chávez pueda reivindicar el liderazgo contra el golpe y mérito alguno en la restitución del orden constitucional en Honduras. La clara posición de Obama, la decisiva declaración de la Mesa de Unidad Democrática, dejan a Chávez en evidencia. Hay que tener tupé para decir que la detención de Zelaya fue cobarde porque se produjo cuando aún no despuntaba el día en Tegucigalpa, cuando su propia asonada del 92 tuvo lugar en horas más oscuras de la madrugada, en horas menguadas que sí trajeron muerte.

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A pesar de lo antedicho, no deja de ser comprensible un cierto sabor amargo al comparar la actuación de los organismos internacionales en el caso de Honduras y en nuestro caso local de violación sistemática y cotidiana de nuestra Constitución. (No porque la OEA, por ejemplo, haya dejado la puerta abierta al regreso de Cuba. Como se sabe, el organismo sujetó esa eventualidad a un proceso de diálogo en el que Cuba tendría que dar seguridades de su conversión en un régimen compatible con los principios de la OEA, especialmente de la Carta Democrática Interamericana. Por algo Cuba reaccionó instantáneamente diciendo que no estaba interesada en reintegrarse a la organización).

El asunto es Chávez, y su constante desafío a cualquier marco constitucional o legal que constriña su voluntad. Por esto suenan sabias las palabras del editorial de The Washington Post con fecha del 30 de junio, el martes de esta semana:

La intervención militar puede haber tenido el efecto no buscado de salvar al Sr. Zelaya. El Congreso votó el domingo por su destitución por un amplio margen; si los generales hubieran meramente dejado que los eventos procedieran de acuerdo con la ley, el presidente hubiera podido ser legítimamente depuesto o aislado. Puede que el temor de una ulterior intervención del Sr. Chávez haya estimulado la acción precipitada; el hombre fuerte venezolano ha hecho muy claro que está ansioso de entrometerse en los asuntos del país, e incluso ha amenazado con la acción militar.

Es ésa una razón por la que la administración de Obama no debe limitarse a procurar el regreso del Sr. Zelaya a su cargo. También debe hablar más claramente acerca de los abusos que llevaron a su remoción—abusos que también tienen lugar en otros países latinoamericanos, como la vecina Nicaragua—y sobre la gente que fomenta activamente los ataques sobre la democracia, como el Sr. Chávez. Es fácil unirse a Chile y Brasil en la condenación de los militares hondureños en la Organización de Estados Americanos. Lo que exige coraje político—y liderazgo de los EEUU—es la confrontación de las fuerzas que trajeron a Honduras hasta este punto de ruptura.

luis enrique ALCALÁ

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