Quienquiera ponga sus manos sobre mí para gobernarme es un usurpador y un tirano, y lo declaro mi enemigo.
Pierre-Joseph Proudhon
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La serie la comenzó Proudhon (1809-1865), en 1846, con su Filosofía de la miseria. (Système des contradictions économiques ou Philosophie de la misère).
Era, ciertamente, una persona de ideas radicales. Hijo de un tonelero de Besançon, en gran medida se educó a sí mismo. A sus treinta años de edad, después de trabajar como pastor de ganado, como tipógrafo y como corrector de pruebas de imprenta, puso su interés en la política, a la que añadió la masonería en 1847. Obviamente, logró familiaridad con las incipientes ideas socialistas en su juventud, pero las suyas propias fueron realmente originales. Fue la primera persona que se identificara como anarquista, lo que queda registrado con entera precisión en el epígrafe, de 1849, y que fuera dirigido especialmente contra la noción marxista de una dictadura necesaria. (El Manifiesto Comunista es de 1848).
En 1851 Proudhon completó Las confesiones de un revolucionario, donde dice con característica vehemencia: “En el campo político el gobierno es lo análogo al capital… La idea económica del capitalismo, la política del gobierno o la autoridad y la idea teológica de la Iglesia son tres ideas idénticas, enlazadas de varias maneras. Atacarla a una es atacarla a todas ellas… Lo que el capital hace al trabajo, y el Estado a la libertad, la iglesia lo hace al espíritu. Esta trinidad de absolutismo es tan funesta en la práctica como en su filosofía. El modo más eficaz de oprimir al pueblo sería esclavizar a la vez su cuerpo, su voluntad y su razón”.
Pero es su Filosofía de la miseria la que lo metería en problemas con quien fuera su efímero amigo y admirador, Carlos Marx. Éstas son las últimas palabras de esa obra:
El legislador desconfía del hombre, una condensación de la naturaleza y un sincretismo de todos los seres. No confía en la Providencia, una facultad inadmisible en la mente infinita. Pero, atento a la sucesión de los fenómenos, sumiso a las lecciones del destino, busca en la necesidad la ley de la humanidad, la perpetua profecía de su futuro.
Recuerda también, de cuando en cuando, que si el sentimiento de la Divinidad se hace más débil entre los hombres, si la inspiración celeste se retira gradualmente para dar paso a las deducciones de la experiencia, si hay una separación cada vez más y más flagrante del hombre y de Dios, si este progreso, forma y condición de nuestra vida, escapa a las percepciones de una inteligencia infinita y por eso mismo ahistórica, si, para decirlo todo, la apelación a la Providencia de parte de un gobierno es a la vez una cobarde hipocresía y una amenaza contra la libertad, a pesar de eso el consentimiento universal de los pueblos, manifestado por el establecimiento de tantas religiones diferentes, y la contradicción para siempre insoluble que golpea a la humanidad en sus ideas, sus manifestaciones y tendencias indican una secreta relación de nuestra alma, y a través de ella de la naturaleza entera, con el infinito, una relación cuya determinación expresaría al mismo tiempo el significado del universo y la razón de nuestra existencia.
El agnóstico misticismo final de Proudhon sería demasiado para el ateo que era Marx, y junto con otras cosas que se pasa a mencionar los convertiría en rivales.
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El segundo eslabón de la cadena fue forjado por Carlos Marx. En 1847, al año siguiente de la publicación de la Filosofía de la miseria, sacó a la luz La miseria de la filosofía—Das Elend der Philosophie, para los íntimos—, un libro de 225 páginas con sólo dos capítulos, el primero en tres partes y el segundo en cinco. Cada una de estas ocho secciones no es otra cosa que una golpiza lógica a las tesis expuestas por Proudhon. El libro de Marx es una muestra más de las veces cuando escribió con malas pulgas. (En 1858 las tenía malísimas cuando compuso una nota biográfica sobre Simón Bolívar para The New American Cyclopedia, en la que lo caracteriza mezquina e irresponsablemente como un pequeño Bonaparte).
Algo personal tenía Marx contra Proudhon, a quien hasta dos años antes de su filípica contra el francés elogiaba sin medida. (Un crítico literario como Edmund Wilson, en su juventud típicamente interesado en el marxismo, postuló en To the Finland Station que la carga de Marx contra Proudhon se debía a que el primero detestaba a Karl Grün—traductor al alemán de obras de Proudhon—y éste lo defendía. Por otra parte, en un pasaje de La miseria de la filosofía, Marx, étnicamente judío en una familia renegada a favor del luteranismo para colocarse mejor en la clase media alemana de la época, deja entrever su irritación por el hecho de que Proudhon, como lo hizo con el latín, hubiera aprendido el hebreo por su sola cuenta).
Lo cierto es que Marx opinó con entusiasmo (pasajero): “No sólo escribe Proudhon en el interés de los proletarios; él mismo es un proletario, un ouvrier. Su trabajo es un manifiesto científico del proletariado francés”. (La Sagrada Familia, 1845). Poco después, Marx acuñaría el concepto de socialismo utópico—es decir, ingenuo, no científico—precisamente para referirse al pensamiento social de Pierre-Joseph Proudhon, Charles Fourier, Louis Blanc, Robert Owen y Saint-Simon.
Y es que Marx pretendía que su propia variedad de socialismo poseía la titularidad de la marca “socialismo científico”. Concebía a éste como un análisis científico de la sociedad y su historia. Su “materialismo histórico” habría descubierto las leyes de la historia (historicismo), y a partir de ellas, como si tal cosa fuera buena ciencia empírica, sería capaz de hacer predicciones, tanto como Isaac Newton las había hecho en física mecánica. En un coctel de economía clásica (Adam Smith y David Ricardo), los precursores del socialismo mencionados y el método dialéctico tomado de G. W. F. Hegel, postulaba que la “lucha de clases” era el motor de la historia, que ineludiblemente llevaría a una sociedad sin clases (comunista) después de que presidiera sobre una previa fase socialista la “dictadura del proletariado”. (Todavía hay gente que cree esa necedad: “…la base para la construcción del Socialismo del Siglo XXI es una teoría científica de la talla de la de Marx y Engels…”, Raúl Isaías Baduel, 18 de julio de 2007).
No fueron ésas, por cierto, las únicas fuentes de Marx, pensador muy poco original. El concepto de “alienación”—enajenación de uno mismo a su propia creación—lo sacó de Ludwig Feuerbach (La esencia del cristianismo, 1841). Y así como la emprendió inmisericordemente contra Proudhon, a quien decía admirar, y contra Hegel (y toda la filosofía previa), y contra Bolívar, de quien no tenía información veraz, la enfiló igualmente contra Feuerbach en sus once Tesis sobre Feuerbach (1845). Es allí donde escribe la potente sentencia: “Hasta ahora los filósofos sólo han interpretado el mundo en varios modos; el punto está en cambiarlo”. (El suscrito tiene un compadre—quien recibirá este texto—empeñado en que estudie alemán. La famosa frase de Marx fue escrita, natural y horriblemente, en ese endemoniado idioma: “Die Philosophen haben die Welt nur verschieden interpretiert; es kommt aber darauf an, sie zu verändern”. ¡Ugh!)
En todo caso Marx, en la Miseria de la filosofía, se ensañó, como ha quedado dicho, con Proudhon. Así habla de él y su trabajo en la sección que llama El método:
Regresemos a M. Proudhon.
Toda relación económica tiene un lado bueno y uno malo; es el único punto en el que M. Proudhon no se engaña. Él ve el lado bueno expuesto por los economistas; ve denunciado el lado malo por los Socialistas. Toma prestada de los economistas la necesidad de relaciones eternas; toma prestada de los Socialistas la ilusión de ver en la pobreza nada más que pobreza. Está de acuerdo con ambos en querer descansar sobre la autoridad de la ciencia. Para él, la ciencia se reduce a sí misma a las esbeltas proporciones de una fórmula científica; es un hombre en busca de fórmulas. Es así que M. Proudhon se adula a sí mismo por haber criticado a la vez a la economía política y al comunismo: está por debajo de ambos. Debajo de los economistas desde que, como un filósofo que tiene a la mano una fórmula mágica, creyó que podía eludir adentrarse en detalles puramente económicos; debajo de los socialistas porque no tiene ni coraje ni percepción suficiente para elevarse, así fuera especulativamente, por sobre el horizonte burgués.
Él quiere ser la síntesis… y es un error compuesto.
Él quiere volar como hombre de ciencia sobre los burgueses y los proletarios; es meramente un pequeño burgués, continuamente batido atrás y adelante entre el capital y el trabajo, la economía política y el comunismo.
¿Le habrán enseñado alguna vez a Marx que el argumento ad hominem es una de las falacias más primitivas?
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Ochenta y nueve años pasarían—George Lucas lo habría hecho más rápidamente—antes de que Karl Raimund Popper aportara el tercer miembro de la irónica serie con La miseria del historicismo (1936), una crítica a la pretensión del marxismo de ser una ciencia.
Previamente había expuesto, en La lógica de la investigación científica (1934), su “criterio de demarcación”, un rasgo cuya presencia o ausencia separaban un discurso científico de otro que no lo fuese. En palabras de Popper:
“…ciertamente admitiré un sistema como científico o empírico solamente si es capaz de ser contrastado por la experiencia. Estas consideraciones sugieren que no es la verificabilidad sino la refutabilidad de un sistema lo que debe ser tomado como un criterio de demarcación. En otras palabras: no requeriré que un sistema científico sea capaz de ser distinguido, de una vez por todas, en un sentido positivo; pero requeriré que su forma lógica sea tal que pueda ser distinguido, por medio de pruebas empíricas, en un sentido negativo: debe ser posible a un sistema científico empírico el ser refutado por la experiencia”.
Al comienzo, admite Popper, el historicismo marxista pudo ser tenido por científico, puesto que se atrevió a producir predicciones. Sin embargo, cuando esas predicciones dejaron de materializarse, el marxismo procuró salvarse mediante la incorporación de hipótesis ad hoc que lo ajustaran a los hechos. (También niega Popper que el psicoanálisis y la astrología constituyan discursos de la ciencia empírica o experimental. Si uno reclama a un astrólogo que se ha equivocado al anunciarle a uno que el pasado mes de marzo debió serle extraordinariamente bueno, puesto que fue desastroso, se salvará rápidamente contestando que no le hemos ofrecido la hora exacta, verdadera, de nuestro nacimiento, y que por esto nuestra carta astral contiene un error; no es él, ni la astrología, quien se equivoca).
El análisis de Popper en La miseria del historicismo es implacable y muy completo. Uno de sus argumentos más conocidos es éste: es lógicamente imposible conocer el curso futuro de la historia porque éste depende en parte del crecimiento futuro del conocimiento científico, el que no puede en principio ser conocido. Tampoco puede la historia ser objeto de experimentos repetibles, puesto que las condiciones iniciales son inevitablemente distintas cada vez. (En su hilarante Pierre Menard, autor del Quijote, destaca Jorge Luis Borges la dificultad de la tarea de escribir El Quijote desde la experiencia de Menard, no la de Cervantes, puesto que, entre otras cosas, ya el Quijote ha sido escrito).
Pero también dice Popper que los experimentos sociales a gran escala no pueden aumentar nuestro conocimiento de los procesos sociales porque, a medida que se centraliza el poder para permitir que las teorías sean puestas en práctica, debe reprimirse la disensión, y entonces es más difícil averiguar qué es lo que la gente piensa realmente, y más difícil saber si el experimento utópico—el marxismo es el más utópico de los socialismos—está funcionando adecuadamente. Y esto requeriría un dictador benevolente que no se corrompiera con la acumulación de poder, lo que definitivamente es muy dudoso.
Claro, de cuando en vez sale algún pretencioso a anunciar su “definitiva” refutación de Popper en este punto. Por ejemplo, escribe Hristos Verikukis—Popper’s Double Standard of Scientificity in Criticizing Marxism, 2007—estas palabras:
Este artículo es una consideración de la crítica de Popper al marxismo en términos del criterio de refutabilidad. Intenta mostrar que la crítica de Popper, en conjunto con su proposición alternativa para una ciencia social, envuelve una inconsistencia. Esta inconsistencia consiste en lo siguiente: cuando Popper critica al marxismo, emplea la refutabilidad como un criterio de lo que es científico; sin embargo, cuando aboga por su propia versión de ciencia social y reivindica su carácter científico, emplea un criterio diferente que no es tan estricto; así, termina con un doble estándar: uno para el marxismo y uno para su propia teoría. Si éste es el caso, como intentaré mostrar, entonces la crítica de Popper del marxismo en términos de refutabilidad falla el blanco y debiera ser descartada.
Muy descaminado el Sr. Verikukis. Un conocimiento elemental de lógica permite percatarse de que la presunta falsedad de la “ciencia social” de Popper no convierte en absoluto al materialismo histórico en verdad científica. Una cosa no guarda relación con la otra. Por otra parte, Popper no pretende hacer ciencia social; lo que él postula no es una ciencia sino una profesión, un oficio, un métier: una política puntual, una ingeniería social de alcance limitado que introduce cambios pequeños y reversibles que permitan aprender de los resultados.
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Y llegamos ahora a la esperanza: que algún autor escriba pronto La miseria del chavismo, La miseria del “socialismo del siglo XXI”.
Este socialismo, cuyo profeta más tenaz es Hugo Chávez Frías, es claramente comunista, es un socialismo marxista. Es aun menos original que lo que Marx fuera, y todavía hinca sus raíces, seguramente en ignorancia y sin proponérselo, en Proudhon. Dicho por Chávez: “Ser rico es malo” y, con arrogancia mayestática, “En Venezuela no hay tierras privadas. Así lo digo”. Dijo Proudhon: “La propiedad es un robo” (¿Qué es la propiedad?, 1840).
El problema es que allí también dijo Proudhon cosas inconvenientes a los oídos del “Comandante en Jefe de la Revolución Bolivariana” (nuevo título real proclamado anteayer en La Bombilla): “El comunismo es desigualdad, pero no como la propiedad. La propiedad es la explotación del débil por el fuerte. El comunismo es la explotación del fuerte por el débil. En el comunismo, surge la desigualdad de colocar la mediocridad a la par de la excelencia”.
Y también: “En cualquier sociedad dada, la autoridad del hombre sobre el hombre se mueve en proporción inversa del desarrollo intelectual de esa sociedad”.
No es probable que los textos de Pierre-Joseph Proudhon ingresen al currículum “bolivariano”.
luis enrique ALCALÁ
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