Los logros cumbre del pensamiento, al menos en Occidente, tardan un tiempo antes de llegar, en una suerte de goteo o trickling down a lo Ronald Reagan, al vulgo y, cuando finalmente lo hacen, con décadas de retraso, muy poco de su esencia es entendido por quienes lo reciben. Así, por caso, justo al comienzo de los años sesenta—en tiempos aún pre Beatles y pre hippies—se dio la pasajera moda, en estratos medios y altos de la población, de celebrar “fiestas existencialistas”. Un golpe de vista fugaz sobre cualquiera de estas reuniones habría registrado la fastidiosa escena de jóvenes vestidos preferentemente de negro, si posible con suéteres cuello de tortuga—las damas usaban con frecuencia boinas y pañuelo al cuello—, sentados en el piso de las casas, fumando sin parar—las féminas buscaban distinguirse haciéndolo con largas boquillas—, creyendo que vestían el atuendo de la intelectualidad francesa y esforzándose por mantener conversaciones a partir de frases absurdas. La bebida era habitualmente abundante, la comida parca y no muy gustosa.
Una vaguísima noción de lo que fuera el existencialismo era el conocimiento promedio de los asistentes a tan tediosos festejos. En general, bastaba la información de que “los existencialistas” iban por la vida en actitud desapegada y aburrida, nada jovial; el rostro serio que suponíamos era correspondencia gestual de la postura filosófica era copiado disciplinadamente por los contertulios en nuestras fiestas; no se escuchaba mucho reír en ellas.
Alguno de mediana cultura sabría de la existencia imprecisa de Jean Paul Sartre, y quizás lo habría visto fotografiado en el artículo superficial de una revista de barbería—Bohemia, quizás—y llevara por eso además de la pinta negra o gris oscuro una pipa, para completar el look existencialista. En cualquier caso, todos admitíamos sin entenderlo que el existencialismo y los existencialistas eran, de algún modo para nosotros borroso, la vanguardia de la modernidad.
Nadie—con la posible excepción de José Rafael Revenga que estudió Filosofía en Lovaina—había leído La náusea, y mucho menos tenía idea de que el precursor de Sartre era un teólogo y filósofo danés que en vida respondiera al nombre de Søren Kierkegaard. En la infancia del país del que Pérez Jiménez había desaparecido, el existencialismo no prometía mucha utilidad. Cuando ya no hacíamos fiestas como las descritas, Luchino Visconti nos permitió creer que entreveíamos, en 1967, al menos como se trata un tema con el lente “existencialista”, al llevar al cine El extranjero, de Albert Camus. Pero éste mismo rehusaba esa etiqueta, y habría sido más apropiado considerarlo como el líder del absurdismo, al sostener que es humanamente imposible encontrar sentido o significado al universo. No estábamos, pues, tan perdidos, cuando nos sentábamos en el piso de una casa en penumbras para intercambiar humo y absurdidades, sobre un telón de jazz, antes de que la psicodelia y las patotas motorizadas suplantaran ese tedio con el grito de guerra de Timothy Leary: Turn on, tune in, drop out.
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Estas filtraciones de cultura de un piso a otro de las conciencias sociales puede ocurrir, no obstante, con algo de mayor rigurosidad, no tan irresponsablemente como la indiferencia autorizada en inocuas fiestas juveniles. Hay ocasiones en las que teorías exitosas de cierta disciplina son objeto de transplante a otros campos. Por ejemplo, la poderosa eclosión del evolucionismo de Carlos Darwin no tardó en suscitar un “darwinismo social”, la interpretación de la historia humana como resultado de la competencia y el predominio del más fuerte. (Spencer, Galton, Carnegie y otros. El propio Darwin había atizado este fuego, al exponer en El origen del hombre y de la selección en relación al sexo: “Así, los miembros débiles de las sociedades civilizadas propagan su tipo. Nadie que haya atendido la cría de animales domésticos pondrá en duda que esto debe ser altamente injurioso a la raza humana. Es sorprendente cuán rápidamente conducen una falta de cuidado o un cuidado en la dirección incorrecta a la degeneración de una raza doméstica; pero, con la excepción del hombre mismo, casi nadie es tan ignorante como para permitir que sus peores animales se reproduzcan”). En el bicentenario del nacimiento de Darwin, ya no se toma literalmente su principio de supremacía del más dotado como explicación suficiente de la evolución de las especies (hay que leer a Stuart Kauffman), por una parte; por la otra, el darwinismo social no duró mucho como teoría tomada en serio por las ciencias sociales.
En otros casos el asunto procede de otra manera: en campos muy distintos se nota la emergencia de procesos de estructura muy similar, los que parecen seguir una misma matemática. Los modelos de teoría del caos, por ejemplo, se aplican con idéntica pertinencia a problemas de turbulencia de fluidos, fibrilación ventricular, colapsos bursátiles, dinámica planetaria, meteorología o acústica.
Pero, las más de las veces, dentro de la ciencia más seria la contaminación de una disciplina a partir de otra ocurre inconscientemente. La ciencia precursora, por así llamarla, contribuye a la conformación de un contexto cultural genérico, un telón de fondo, casi un “inconsciente colectivo” en el que es posible que una disciplina tome, sin advertirlo, alguna noción prestada de otra disciplina. Éste es el caso de los esfuerzos profesionales por hacer predicción social seria.
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Es en 1794 cuando el Príncipe de los Matemáticos, Carlos Federico Gauss, describió el método, hoy de uso común y elemental por la ciencia estadística, de los “mínimos cuadrados” que permite representar un número suficiente de mediciones de algún fenómeno o proceso por una línea recta. En verdad, la ecuación que relaciona, digamos, la presión y la temperatura de un gas dentro de un recipiente da origen a una línea recta como representación, aun cuando en la práctica las mediciones reales llevadas a un gráfico nos proporcionan más bien una nube de puntos que más o menos se extiende en una trayectoria borrosamente rectilínea. El método de Gauss, pues—que empleó a sus diecisiete años para predecir el trayecto del planetoide Ceres—permite lo que los estadísticos llaman una “regresión lineal”, la conversión de una serie de datos en una línea recta cuya pendiente sigue aproximadamente la dirección general de los puntos que esos datos determinan en un gráfico. Es la recta que mejor representa a los puntos; ninguna otra lo haría mejor.
Muy pronto comenzó a trasladarse esta técnica al problema de la predicción social; no en balde el nombre de la Estadística viene del término Estado. A pesar de que hay Física Estadística, y que los sistemas de control de calidad en una fábrica de cerveza se fundan en métodos estadísticos, aquella ciencia se considera fundada en 1662, con la obra del demógrafo precursor inglés John Graunt: Observaciones naturales y políticas sobre las partidas de defunción. Los Estados serios debían asentar sus decisiones sobre censos y otras mediciones confiables, y la ciencia que los trataba era la Estadística.
Pero al principio la Estadística no se usaba para predecir. Es en el siglo XIX cuando comienza a generarse líneas de regresión para series temporales, las que correlacionaban el progreso de alguna magnitud—tamaño de una población en habitantes, por ejemplo—con el mero paso del tiempo. Al obtener líneas rectas que representaban el crecimiento poblacional, los profesionales de la Estadística sucumbieron a la tentación de simplemente prolongar sus líneas hacia fechas del futuro. Así pronosticaban, y con marcado acierto, el tamaño de una población en tiempos del porvenir.
Pero es en el mismo siglo XIX cuando Carlos Marx pregona su pretensión de que ha dado con un método para tratar científicamente el despliegue histórico de la humanidad: el materialismo histórico. Marx creyó haber descubierto, como si fuera un Newton social, las “leyes de la historia”, las que le permitirían pronosticar el decurso futuro de la humanidad como si se tratara de una trayectoria balística, fácilmente determinable mediante ecuaciones de mecánica racional.
Y, en gran medida, la cultura inmediatamente postmarxista llegó a pensar que, en efecto, el futuro de la humanidad era predecible. En cierto sentido, todos éramos marxistas a comienzos del siglo XX, como éramos todos darwinistas. Allí estaba el telón de fondo cultural que reforzaba la validez de la regresión lineal como método adivinatorio del futuro cuantificable.
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Sin embargo, es justamente en los propios inicios del siglo veinte, entre 1905 y 1916 para ser precisos, cuando Alberto Einstein construye una nueva física de lo más grande: sus teorías especial y general de la relatividad. Uno de sus gráficos más didácticos consiste en una mitad inferior en la que una línea vertical choca hacia arriba, perpendicularmente, contra una línea horizontal que representa el instante presente; la línea vertical representa la trayectoria del pasado hasta este momento. De ese pasado no hay duda; ya ocurrió, ya colapsó, aunque pueda ser ignorado mientras no sea descubierto. A Julio César se le asesinó de veintitrés puñaladas el 15 de marzo del año 44 antes de Cristo; no fue el 16 de marzo ni el 8 de enero, y no fueron cinco puñaladas ni cincuenta, sino las referidas.
¿Qué pasa con el futuro? La mitad superior del gráfico consiste en dos líneas oblicuas divergentes que se originan en el punto de encuentro de las líneas vertical y horizontal ya descritas; aquéllas limitan la distancia que puede ser recorrida en cierto tiempo a la velocidad de la luz. Naturalmente, a mayor tiempo es mayor la distancia que puede recorrerse, y por esto las líneas divergen como los bordes de un abanico, para describir un área que es más grande a medida que uno se adentra en el futuro. Lo que cae fuera de estas líneas oblicuas queda definido como futuro imposible: cualquier punto en el exterior del abanico representaría un lugar al que sólo podría alcanzarse viajando a una velocidad mayor que la de la luz, que para la teoría de la relatividad es la velocidad máxima absoluta.
Es seguro que no se razonó así—a partir de un gráfico einsteniano—en la Corporación RAND a comienzos de los años sesenta para replantearse el problema de la predicción social. Mientras unos asistíamos, sin mucho entusiasmo, a fiestas “existencialistas”, los científicos sociales del mayor think tank del mundo inventaban la técnica de predecir mediante la construcción de “escenarios”. Pero puede presumirse que las nociones relativistas fueron permeando, fueron goteando durante décadas para cristalizar en el campo de la futurología social en la idea de que el futuro no era único, como pretendió el materialismo histórico, sino plural. Al mismo tiempo, la constatación evidente de que los más entre los procesos sociales son bastante erráticos, y no pueden ser razonablemente representados por una línea recta, complementó la erosión en la noción de que el futuro era lineal. (En procesos de gran inercia, de cambio lento, como el crecimiento de una población lo suficientemente grande, todavía resulta adecuada la herramienta de la regresión lineal; no así en procesos más volátiles, como por ejemplo en el caso de los valores de acciones o productos en el tiempo).
La definición técnica completa de un escenario incluye la descripción de un estado futuro posible de alguna sociedad o proceso social, junto con la especificación de los pasos por los que la situación actual pudiera alcanzar ese futuro. El empleo de esta técnica, por tanto, es técnicamente exigente cuando se emplea con rigor, aunque en el fondo sea un ejercicio de imaginación.
El reconocimiento de la pluralidad del futuro, en consecuencia, comenzó a ser manejado con la redacción de diversos escenarios considerados como posibles, en el sentido de ser capaces de imaginar la serie de pasos que llevarían del presente a la situación que describen. Un esquema frecuente es el de imaginar un “mejor escenario”, un “peor escenario” y un “escenario intermedio”. Pero no hay nada de mágico u obligatorio en el número de tres escenarios. Puede perfectamente redactarse cinco escenarios, o seis, u ocho…
La técnica de predicción por escenarios se inventó delante del telón de fondo cultural del abanico relativista. A medida que el futuro es más lejano, la incertidumbre es mayor, como lo es el área del abanico a medida que se aleja del vértice que es el momento presente.
Pero al hacerlo así acogió inadvertidamente una premisa no explícita: que el área del abanico es continua, y que en principio sería posible imaginar una infinitud de escenarios. Entre dos escenarios cualesquiera, siempre resultaría posible imaginar un escenario intermedio.
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Así llegamos a una nueva percepción. El nuevo telón de fondo conceptual viene provisto por las teorías de la complejidad y el caos, y con su matemática apropiada: la matemática fractal. Son disciplinas que han emergido en la segunda mitad del siglo XX, y por tanto son de goteo reciente.
Estas teorías tratan con procesos que proceden a paso de bifurcaciones y ramificaciones, como la anatomía de un árbol o la configuración de un delta fluvial. El formalismo matemático sobre el que se asienta la teoría de la complejidad permite, también, describir el futuro como una estructura arborificada o ramificada, como una arquitectura discontinua en la que unos pocos futuros posibles actúan como cauces o “atractrices” por los que puede discurrir la evolución del presente.
Los sistemas complejos, como el clima, la ecología o la sociedad, se mueven a lo largo de unos pocos cauces. El futuro, entonces, no está compuesto de una variedad infinita de escenarios. Son tan sólo unos pocos cursos, carriles o cauces—sus atractrices—los que conducen el cambio de un sistema complejo. Son, por ejemplo, unos pocos conductos los que están desaguando el caudal político venezolano, y si esto es así la incertidumbre viene siendo algo menor de lo que habitualmente se supone. Hay incertidumbre, naturalmente, pero al menos podemos estructurarla, al menos conocemos la forma general del delta de los cauces políticos en Venezuela a fines de 2009.
La forma seria y responsable de considerar el futuro político es, pues, la de imaginarlo como el delta de un río. Está formado por brazos o caños diversos, los que no llevan todos el mismo caudal. Los más caudalosos son los más probables.
Es así como aun en condiciones de extrema complejidad es posible tanto predecir el futuro como seleccionarlo. Por el lado de la predicción social, el problema es ahora un asunto de identificación de las atractrices (cauces) actuantes en un momento dado. Por el lado de la acción, se trata de evitar ciertas atractrices indeseables y de seleccionar alguna atractriz conveniente o, más allá, de crear una nueva atractriz altamente deseable. Eso es, fundamentalmente, la esencia de una imagen-objetivo. Eso es lo que deben proporcionar los estrategas políticos.
luis enrique ALCALÁ
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