Cartas

La política responsable es la que puede ofrecerse responsablemente, sin promesas insinceras, inalcanzables o meramente vagas. Es la política que promete lo que puede cumplir y, en política, más de una vez lo que se puede cumplir es sólo que se tratará lo más que se pueda, hasta donde se pueda, de lograr la solución o tal vez la simple mejora de un problema público mediante la implantación de ciertas políticas. Cuando algún candidato aspire a algún cargo público, sea éste legislativo, ejecutivo o contralor, su campaña electoral será responsable en la medida en que se atenga a la regla enunciada. Sus promesas electorales no debieran rebasarla.

Los médicos, usualmente, no prometen larga vida a los enfermos terminales, a los desahuciados. No mienten. Los médicos no le pintan a un jorobado un futuro atlético. Del mismo modo, los políticos no debieran mentir al electorado. Ningún demagogo puede ser tenido por verdadero político, por alguien que entienda su misión en la vida el alivio de los problemas públicos.

Ningún político serio puede prometer que eliminará la pobreza, como se prometiera en la campaña presidencial de 2006; ninguno puede decir que eliminará la corrupción, como se prometió en la misma campaña, porque todo control imaginable de los erarios públicos puede ser violado y, hasta que la especie humana sea reprogramada genéticamente para evitarlo, sus poblaciones tendrán todas una minoría de miembros con propensión irresistible al peculado; ningún presidente puede garantizar que no habrá crímenes en la sociedad a la que debe servir, ninguno que acabará con la delincuencia. Ni siquiera a plomo limpio, como un cierto candidato a gobernador prometía en 1989 a los electores de su estado. Lo más que puede hacerse a esos respectos es moderar las dimensiones de las dolencias públicas habituales.

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Los electores venezolanos tenemos por delante unas cuantas elecciones. Las de Asamblea Nacional, el año que viene; dos años después las presidenciales; este mismo año las de concejales y miembros de las juntas parroquiales. Los candidatos a los cargos derivados de estas elecciones tendrán que hacer promesas electorales. El objeto fundamental de toda campaña electoral es una promesa. ¿Cuáles serían los tipos de promesa que debiéramos permitir, que pudiéramos admitir los electores?

Por ejemplo, un candidato a la diputación a la Asamblea Nacional no puede prometer resultados ejecutivos, puesto que las atribuciones de ese órgano del Poder Público son legislativas, indagatorias, contraloras, de autorización o aprobación, limitantes del Poder Ejecutivo. Pero como cada diputado individual no es sino uno entre muchas decenas de iguales, un candidato a la Asamblea Nacional no puede prometer una ley cualquiera que considere beneficiosa a la comunidad o parte de ella sin dañar otras partes. Lo que pudiera prometer es que intentará persuadir a sus colegas—en número suficiente para su aprobación—acerca de su bondad. Si en su campaña, por caso, hubiera ya convencido a dos candidatos más, y si éstos resultaren electos, pudiera anticipar que presentará un proyecto legislativo, puesto que la iniciativa de las leyes puede ser ejercida por un grupo de tres diputados. Hasta allí; no puede prometer más. No puede decir a los electores del estado Guárico que serán felices por su causa o a los electores del municipio Brión que meterá al Presidente de la República en cintura. Por supuesto, puede prometer con sinceridad que trabajará para lograrlo, puede prometer que dará su voto a favor de una legislación que proteja los árboles de caimito o que privilegie las relaciones de Venezuela con las islas Caimán, suponiendo que ella se presente a la discusión en cámara.

Cualquier otra cosa prometida por un candidato a la Asamblea Nacional constituye una promesa irresponsable.

Otra cosa distinta es su explicación honesta al electorado de cómo entiende la cosa política, de cómo ve o comprende los problemas de la nación o alguna de sus regiones, de los criterios que emplea para juzgar la cosa pública. Esto también es una obligación, pero no es una promesa estrictamente, más allá de la obvia de que regiría su actuación como diputado con arreglo a ese entendimiento, esa visión, esos criterios.

Esto es, entonces, lo que puede prometerse, y en buena medida lo que se promete es una conducta antes que resultados concretos. Es por esto, seguramente, que Bárbara Tuchman predicaba así, en el epílogo de La marcha de la locura:

Conscientes del poder controlador de la ambición, la corrupción y la emoción, puede ser que en busca del gobierno más sabio debamos encontrar primero la prueba del carácter. Y esa prueba debiera ser el coraje moral. (…) El problema puede no ser tanto un asunto de educar funcionarios para el gobierno como uno de educar al electorado para que reconozca y premie la integridad de carácter y rechace lo postizo.

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Un candidato a la Presidencia de la República puede prometer, ciertamente, muchas más cosas, puesto que un presidente tiene mucho más poder, y éste es fundamentalmente ejecutivo. El Presidente de la República tiene una enorme organización bajo su mando, con atribuciones de intervención en muchos aspectos de la vida de la comunidad nacional. (En especial desde que tenemos al actual gobernante, que ha expandido brutalmente su radio de acción en detrimento del territorio que antes era prerrogativa de la sociedad. El Estado de Chávez ha arrancado facultades que antes ejercía el enjambre ciudadano por su cuenta, ha sido un invasor de la ciudadanía, incluso de la de sus partidarios, que ya se atreven a señalar cómo es que su “hiperliderazgo” no deja espacio a otros líderes, ni siquiera a una “dirección colectiva”).

Pero aun con esas recrecidas facultades ningún presidente puede hacer, o garantizar que se haga, cosas que la sociedad hace por sí misma. Es esta limitación fundamental la que hace que cualquier “proyecto-país” sea en principio un espejismo. Los países tienen la costumbre de hacerse ellos mismos, y lo hacen sin proyecto. Incluso bajo férulas tan apretadas como la que impusiera José Stalin, la mayor parte del aporte soviético al mundo se debía al trabajo, a la acción de los pueblos soviéticos, no a la de su régimen totalitario.

Allá por 1980 llegó a manos del suscrito un documento inusual. Era la declaración completa y precisa, aunque escueta, de las políticas del Ministerio de Industrias de Israel, explicadas en cincuenta páginas a lo sumo. Llamó su atención porque contrastaba con los documentos típicos de nuestra costumbre en planificación pública. Por ejemplo, el Plan Petroquímico Nacional, en siete u ocho tomos, promulgado durante el primer gobierno de Rafael Caldera. Era tan detallado, y sus componentes estaban tan íntimamente trabados, que nunca fue llevado a la práctica en proporción apreciable, entre otras cosas porque, al no completarse unos cuantos eslabones colocados al principio, las cascadas de proyectos que dependían de aquéllos se veían irremisiblemente interrumpidas. El V Plan de la Nación, ensamblado durante el sucesor de aquél, Carlos Andrés Pérez, no llegó al cincuenta por ciento de metas ejecutadas, como tampoco Mi compromiso con Venezuela, el programa de gobierno de Luis Herrera Campíns recogido en dos volúmenes, fue llevado a la práctica en proporción significativa. Las innumerables promesas programáticas del gobierno de Hugo Chávez, desde el Eje Orinoco-Apure hasta la universidad en Miraflores, pasando por el plan de conversión del Aeropuerto de la Carlota, típicamente se quedan a mitad de camino, cuando no en la primera piedra y el más reciente discurso.

En cambio, el documento israelí se limitaba a describir cómo se comportaría el Ministerio de Industrias ante ciertas circunstancias, y a enumerar cuáles prioridades e iniciativas fomentaría o apoyaría. De nuevo, el “plan” del fomento industrial israelí era más un compromiso de conducta que un conjunto de proyectos públicos excesivamente articulado y concatenado. El ejemplo encierra una lección, e ilustra cómo no es lo serio y responsable que los candidatos a Presidentes de la República prometan programas de gobierno demasiado específicos.

De nuevo, las poderosas atribuciones conferidas al presidente venezolano—veintitrés especificadas en la Constitución en su Artículo 236, amén de “[l]as demás que le señale esta Constitución y la ley”—no pueden lograr lo imposible. En Krisis, Memorias Prematuras (Ex Libris, 1986), quien escribe contaba:

Fue pensando sobre todo en el drama de Luís Herrera Campíns que escribí el primero de una serie de artículos que publiqué en El Diario de Caracas durante 1983. Lo llamé: Lo que puede hacer un presidente. Advertía allí sobre la verdadera capacidad de un jefe de gobierno venezolano. Estábamos en período electoral y pronto nos lloverían las promesas. Un presidente en Venezuela puede, aparentemente, lograr mucho, considerando la acumulación de mando que administra. Para moderar las expectativas recordé la fábula de la industria petroquímica nacional. Durante años había arrojado pérdidas, llegando a convertirse en uno de los clásicos quebraderos de cabeza de la administración pública venezolana. Luego fue entregada a la gerencia petrolera local. En cinco años dejó de ser lo que era y rindió su primer flujo de caja positivo. Ahora bien, este exitoso experimento era justamente eso: un experimento de laboratorio en condiciones harto especiales. La nueva gerencia era la mejor gerencia del país, y actuaba sin limitaciones prácticas de fondos y sin la incidencia del constante escrutinio al que se somete a un Presidente de la República. Ninguna de estas condiciones son asequibles a un jefe de gobierno. Ninguna lo era en esos momentos para Luís Herrera Campíns. Ninguna lo sería para su sucesor.

Si algo conoce ya la conciencia de Hugo Chávez—y prefiere no pensar en eso—es que mucho de lo que criticaba en sus antecesores, a los que despreciaba, no ha podido él remediarlo, a pesar de contar con poderes muy marcadamente mayores que los de ellos, prácticamente dictatoriales, y con presupuestos mucho más ricos. Si supo conseguir pretextos para alzarse en armas, en violación de nuestro marco constitucional, por comportamientos mucho peores que esas excusas tendría que admitir que hubiera debido alzarse contra sí mismo muchas veces más.

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Y es que un Presidente de la República no es el jefe del país. El Presidente no debe mandar a los ciudadanos; éstos pueden mandarle a él. El Presidente de la República es, meramente, el jefe del aparato del Poder Ejecutivo Nacional, el que debe dirigir en el servicio exclusivo de la comunidad.

Nosotros debemos tomar conciencia de los límites presidenciales y de nuestra propia soberanía sobre nuestros presidentes. Por eso hace residir Tuchman la clave del asunto en la educación del electorado. No es que no sean importantes las luces que puedan adornar a un gobernante, sino que más importante aún son las que deben distinguir a un pueblo mejor preparado para la democracia, para que, entre otras cosas y muy precisamente, sepa escoger bien a quien le conferirá poderes enormes.

Esta publicación ha reproducido más de una vez estas palabras de John Stuart Mill:

Un pueblo puede preferir un gobierno libre, pero si, por indolencia, descuido, cobardía o falta de espíritu público, se muestra incapaz de los trabajos necesarios para preservarlo; si no pelea por él cuando es directamente atacado; si puede ser engañado por los artificios empleados para robárselo; si por desmoralización momentánea, o pánico temporal, o un arranque de entusiasmo por un individuo, ese pueblo puede ser inducido a entregar sus libertades a los pies de incluso un gran hombre, o le confía poderes que le permiten subvertir sus instituciones; en todos estos casos es más o menos incapaz de libertad: y aunque pueda serle beneficioso tenerlo así sea por corto tiempo, es improbable que lo disfrute por mucho.

Pero, claro, las condiciones del estadista, y antes del candidato, son muy pertinentes. Un candidato idóneo a la Presidencia de la República debiera satisfacer, al menos, las condiciones que Alexis de Tocqueville, en El Antiguo Régimen y la Revolución, consideraba esenciales al “verdadero arte del Estado»: “…una clara percepción de la forma como la sociedad evoluciona, una conciencia de las tendencias de la opinión de las masas y una capacidad para predecir el futuro…”

Tales rasgos o talentos no son el contenido de una promesa, de una tesis política, de un programa; tan sólo son objeto de ostensión, tan sólo puede mostrárselos.

Las tesis políticas, por lo demás, no se fabrican en laboratorios políticos para luego encontrar líderes que las asuman. En la práctica humana, ellas vienen encarnadas en los líderes. El programa de Roosevelt, el de Reagan, el de Clinton, el de Obama no existieron antes de lo que fuesen sus convicciones más acendradas acerca de la conducta correcta del gobierno; cada uno de esos programas fue el desarrollo, justamente, de esas convicciones, con el auxilio experto que siempre es aconsejable para evitar que el candidato diga necedades.

Así que la promesa más básica que puede hacer un candidato a gobernar es una política seria, una política responsable.

Porque es que si se trata de elegir a un hombre, es a él, a su carácter, a su trayectoria, a lo que debe dirigirse la atención ciudadana. Es lo que nos daría la pista para saber, más que el contenido concreto de sus decisiones, por lo demás de absoluta importancia, cómo se comportaría en el poder.

luis enrique ALCALÁ

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