Cartas

No matter how many teachable moments we have, some people won’t be taught.

Frank Rich  Even Glenn Beck Is Right Twice a Day, The New York Times
19 de septiembre de 2009

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La proximidad de algún evento electoral—y hemos tenido bastante más de uno en la última década—hace resurgir temas recurrentes. Uno de los ya clásicos es el de la inconveniencia de criticar a los partidos de oposición.

En verdad, es una de las más reiteradas críticas a nuestra nación que somos una nación criticona. Es lo que Augusto Mijares criticaba—y refutaba—en Lo afirmativo venezolano. Quien escribe ha resonado desde siempre con sus admoniciones. El 8 de agosto de 1994 exponía:

Imaginemos un paciente en grave condición. Está acostado sobre una cama, asaetado por agujas hipodérmicas de todos los calibres, vendado, amarrado, cosido, conectado. Y supongamos que todo el personal médico y paramédico del hospital se agrupa a su alrededor, y que también todos los miembros de su larga familia se hallen presentes, y periodistas, sacerdotes, sepultureros y vendedores de seguros estén también allí, todos hablando en voz alta, opinando, criticando, debatiendo: “Se ve muy mal. Yo vine a verlo ayer y hoy está mucho peor. Ese suero no está goteando casi nada. El adhesivo se le está desprendiendo. Por aquí se está desangrando. Por este lado le está saliendo pus. Qué sala tan horrible, no hay derecho. A mí me han dicho que ese médico es un pirata. A mí me dijeron que bebía. Este paciente no tiene remedio”. ¿Cómo pensamos que puede recuperarse un paciente en estas condiciones?

Naturalmente, la crítica excesiva, para no hablar de la meramente mal intencionada, es un exceso, es malsana, es en sí misma criticable, aunque esto último parezca llevarnos, indefectiblemente, a una iteración paradójica digna del análisis de Bertrand Russell o Kurt Gödel. En efecto ¿cómo podemos criticar a quien critica si al hacerlo nosotros mismos criticamos? ¿No es quien critica al crítico un cachicamo diciéndole al morrocoy conchudo? ¿No debiera caer su propia crítica sobre sí mismo?

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No es éste, por tanto, tema nuevo en nuestra política. En junio de 1986 el suscrito comentaba:

El desempeño incorrecto del sistema político se va agravando en virtud de su propia ineficacia. Asimismo, otro rasgo digno de notar es que el sistema político se comporta en estas condiciones con una exacerbación de sus respuestas alérgicas. Las críticas al sistema sólo se aceptan si provienen del mismo sistema político.

Aún esto mismo es estrictamente controlado… Una de las modalidades de descalificación de la crítica externa consiste en calificar a los críticos de “conspiradores”. En este juego se incurre con frecuencia en contradicción. Por ejemplo, en las últimas semanas, a raíz de debates sobre una presunta vulneración de la libertad de prensa y de opinión, el Partido Social Cristiano COPEI ha censurado el uso de la palabra “conspiración” por parte del Gobierno, en aparente olvido de que fue el propio Dr. Rafael Caldera quien introdujo el tema de la “conspiración satánica” durante 1985, reforzado por artículo de prensa del Secretario General, Eduardo Fernández, justamente bajo el mismo título.

Ni siquiera es tema nuevo para esta publicación. En el ya vetusto #64 de esta Carta Semanal, del 1º de diciembre de 2003, se trataba en el artículo De mangueras y enemigos. Decía, por ejemplo:

Una de las recetas más persistentes, favorita entre quienes pretenden ser entendidos como los más valientes patriotas que Venezuela haya tenido, se presenta en varias versiones. Una de las más vulgares reza: “no debemos pisarnos la manguera entre bomberos”.

Se trata del rechazo que en ciertas cabezas encuentra cualquier crítica que se haga, por ejemplo, a la Coordinadora Democrática, al Bloque Democrático, a los militares de Altamira, a la Gente del Petróleo. “No debemos atacarnos entre nosotros mismos”.

En la mayoría de los casos la prescripción parece contener una gran dosis de sentido común. Si hay base para presumir que la desunión puede conducir a la derrota, entonces parece suicida e irresponsable la crítica de “nosotros mismos”. Tan claro como el récipe de no trancar una mano segura.

Pero ¿qué pasa si lo que se critica es precisamente la aparente sabiduría de una estrategia estúpida? En retrospectiva ¿no hubiera sido mejor que la crítica a la idea del paro de hace un año se hubiera dejado sentir con más fuerza, si hubiera terminado por imponerse?

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“No puede haber democracia sin partidos”. Axioma fundamental de cierta lógica política, esa afirmación se propone como la base de un silogismo que se erige como muralla protectora de partidos concretos ante la crítica. Si no puede haber democracia sin partidos, el ataque sobre ellos, su crítica, equivaldría a minar la democracia misma.

Esta defensa, por otra parte, se aplica prácticamente de forma exclusiva a los partidos de oposición al gobierno actual. Es un discurso que no se consigue entre los partidarios de ese gobierno. En una de sus versiones, esgrimida con frecuencia creciente, se pretende asignar la culpa del advenimiento de Chávez a la crítica de los partidos en la década de 1990, a la “antipolítica”—ya no a una “conspiración satánica”—, a la telenovela Por estas calles de RCTV.

La verdad es que los partidos venezolanos, especialmente Acción Democrática y COPEI, que alternaron en el poder suministrando seis personalidades para ejercer ocho presidencias entre 1959 y 1999, no necesitaron ayuda para deteriorarse ante la opinión pública, no necesitaban que Ibsen Martínez expusiera sus defectos en una telenovela que fue posible porque copió de la realidad política, a pesar de que recientemente él haya llegado a pensar que se le fue la mano y se sienta, sin motivo, culpable de la venida de Hugo Chávez por haber atizado la antipolítica. (Es culpa imposible: Chávez conspiraba al menos desde 1983, y se alzó el 4 de febrero de 1992, casi cuatro meses antes de la salida al aire de Por estas calles).

Este proceso de deterioro, por otra parte, no debe ser atribuido mayormente a la maldad específica de actores políticos concretos. En Venezuela, por sus condiciones propias, por su muy larga historia de caudillos y déspotas y su muy corta historia democrática, por su vulnerabilidad económica intrínseca—en razón de su excesiva dependencia del petróleo—, el proceso planetario de agotamiento del paradigma político clásico se manifestó a la vez con precocidad y crudeza. Es en todas partes del mundo donde la fijación doctrinaria sobre una política de poder y la inscripción en el eje izquierda-derecha produce rendimientos decrecientes. (Obviamente, en términos de las necesidades de los pueblos. Los gobernantes de la Realpolitik ambidiestra sí obtienen evidente usufructo del ejercicio del poder).

Mientras la “política realista”—o “política de poder”—se revelaba cada vez más como improductiva (c. f. John A. Vasquez,  The Power of Power Politics, 1983 y 1998), y cuando el método ideológico se hacía claramente irrelevante, nuestros partidos respondieron a su crisis echando más leña al fuego, con oportunismo, laboratorios de guerra sucia y congresos ideológicos. Insistieron en la interpretación de que, en realidad, no estaba pasando nada.

Y bastante antes de que pudiera decirse que hubo una actividad “antipolítica” en Venezuela, los estudios de opinión anticiparon la crisis de credibilidad partidista que se avecinaba. Tan temprano como en 1984 la encuestadora Gaither mostró cómo, en el lapso de un año, el porcentaje de encuestados que no lograba identificar un “mejor partido” entre las opciones AD, COPEI, MAS y otros—es decir, todos—saltó bruscamente de 27% a 43%, o casi la mitad de la opinión pública. Tradicionalmente, la abstención electoral en Venezuela había sido mínima; todavía para las elecciones presidenciales de 1983, la abstención fue de sólo 12%. Seis meses después, la abstención creció a 40,7% en las elecciones municipales de 1984. Dos años más tarde la empresa Datos registraba que ya 58% de sus entrevistados prefería un candidato presidencial que no viniera de los partidos. Etcétera.

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Es obvio que la práctica de la política requiere organizaciones. El término polis designaba a la clásica ciudad-Estado griega, y de allí viene nuestra palabra. Y es que polis significa muchos, y por ende la política es una actividad impracticable en soledad. Las organizaciones políticas son, pues, imprescindibles.

Pero esto no equivale a admitir que las organizaciones necesarias o adecuadas son exactamente los partidos políticos de la actual oposición venezolana, o aceptar que éstos deben gozar de inmunidad a la crítica. De hecho, cuando los estudios de opinión arrojan que los apoyos ciudadanos a todos los partidos de la oposición en conjunto están en el orden de 10% de los consultados, una inmensa mayoría de 90% de los venezolanos indica que no son ellos las organizaciones necesarias o adecuadas.

Tampoco puede sostenerse que esto último sea un fenómeno momentáneo. Hace años que las preferencias por cualquiera de los partidos de oposición se mide con un dígito inferior a cinco o en decimales, y que sumados todos no componen siquiera la quinta parte del electorado. Para la última elección de Asamblea Nacional (diciembre de 2005), las mediciones en las encuestas hacían presumir que el conjunto de partidos de oposición, a lo sumo, podría obtener no más de 15% de las curules en disputa, y eso que todavía operaba un esquema de representación proporcional de las minorías, que ahora ha sido llevado a un mínimo por la recientemente promulgada Ley Orgánica de Procesos Electorales. Fue esa desagradable expectativa lo que en verdad llevó a los partidos de oposición, luego de encontrar un buen pretexto, a retirarse irresponsablemente de tales elecciones y entregar de ese modo el control absoluto del Poder Legislativo Nacional a Miraflores.

Ahora aparece en la agenda política de la nación una nueva elección de Asamblea Nacional, precedida de la elección de concejales y miembros de juntas parroquiales. ¿De qué desempeño reciente vienen los partidos de oposición? En las elecciones de gobernadores y alcaldes del 23 de noviembre de 2008, hace menos de un año, la oposición formal logró un avance significativo: cuando hasta ese momento contaba sólo con las gobernaciones de Nueva Esparta y Zulia, logró sumar a ellas las de Carabobo, Miranda y Táchira, así como la Alcaldía del Distrito Metropolitano de Caracas.

Pero las candidaturas oficialistas se alzaron con el resto de las gobernaciones (18) y ganaron 281 alcaldías, mientras los partidos de oposición, todos juntos, lograron convertir a sus candidatos en sólo 54 alcaldes. ¿Son éstos resultados auspiciosos?

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Además del cómodo teorema de que no se debe atacar a los partidos porque así se debilita a la democracia—que justamente existe para que pueda haber crítica y diversidad de opiniones—, otro silogismo de aceptación casi universal es que la oposición debe ir unida a sus confrontaciones electorales con el gobierno. En abono a esta tesis son señalados los ejemplos de la gobernación del estado Bolívar y la Alcaldía de Valencia, circunscripciones en las que la ausencia de un esquema unitario redundó en triunfo oficialista.

De nuevo, el razonamiento parece impecable. Si “vamos” desunidos se le sirve la mesa al gobierno.

Sin embargo, hay alianzas que restan en lugar de sumar. Una entrevista a Irene Sáez pudiera conocer su opinión acerca de lo útil que resultó ser la fusión de su candidatura con COPEI, y otra a Henrique Salas Römer sobre cómo afectó el tardío apoyo de Acción Democrática a la suya, eventos que sí contribuyeron decisivamente al triunfo de Hugo Chávez en diciembre de 1998. (Y es mucha la tentación de reproducir, una vez más, la definición de bote salvavidas de Jardiel Poncela: “Lancha que sirve para que se ahoguen juntos los que se iban a ahogar por separado”).

Hay casos en los que pareciera bastar, incluso, un solo partido para asegurar una mayoría de candidaturas exitosas a la Asamblea Nacional el año que viene. De no sobrevenir sorpresas, por ejemplo, Primero Justicia y sus aliados debieran ser capaces de llevar a la Asamblea Nacional más diputados por el estado Miranda que el PSUV. Igual cosa parece capaz de lograr Un Nuevo Tiempo en el caso del Zulia, y la gente de Morel Rodríguez, quizás, pudiera hacer lo propio en Nueva Esparta. (El asunto no es tan claro en Carabobo y Táchira; en estas dos circunscripciones, luchas intestinas debilitan las opciones partidistas).

Y es que la estructura latente de las preferencias partidistas, a estas alturas y grosso modo, arroja la siguiente composición: a favor del PSUV se pronuncia hoy un 25% de los consultados por las encuestadoras; por la suma de los partidos de oposición un 10% apenas. La muy grande mayoría nacional no está alineada a lo largo de ningún partido, y lo estratégicamente lógico, consistente y sensato sería entonces producir candidaturas no alineadas, con un discurso no alineado que alcance a una población no alineada.

Esto es más importante ahora que hay una nueva legislación electoral, pues el mayor peso se concede en ella a los diputados nominales. Como cantaba el grupo ABBA, The winner takes it all, y esto significa que es preciso llegar de primero. En los cotejos nominales no hay subcampeones.

En síntesis, la crítica seria a los partidos es necesaria; ella no se hace por deporte ni como actividad placentera. Sobre todo con Acción Democrática y COPEI tiene el país una deuda inmensa, puesto que ellos crearon la democracia venezolana y produjeron gran parte de la institucionalidad del país, mientras atinaron en muchas de sus políticas públicas. Pero su tragedia es que no han podido superar la entropía que los ha carcomido para reducirlos a una sombra ineficaz, y esto seguirá peor porque reiteran los mismos remedios que ya no funcionan.

El primer deber de un partido político es el de leer la realidad honestamente y sacar las consecuencias que de ella se derivan; si la suma de los partidos de oposición sólo entusiasma a la décima parte de los electores venezolanos, una aplicación estricta del principio de representación proporcional de las minorías—que unánimemente defienden en su crítica a la LOPE—implicaría que sólo uno de cada diez diputados debiera provenir de su alianza perfecta. El país tendría que encontrar la manera de identificar los restantes nueve fuera de esos partidos.

luis enrique ALCALÁ

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