Por acá hemos tenido nuestros sustos. Desde el temblor que sirvió para acosar a Globovisión y el pronóstico de Jesse Chacón sobre un ciclo sísmico milenario, nuevos sismos, como el de Tucacas, han puesto nerviosa a la población venezolana. Nada, sin embargo, como lo que está ocurriendo por los lados de Indonesia.
Luego de un tsunami cernido sobre la isla de Samoa, ya en el Pacífico abierto, un terremoto feroz de 7,6 grados en la escala de Richter, y otro no tan intenso al día siguiente, han azotado a Sumatra, una de las más grandes islas indonesias. Solamente en Padang, la ciudad del oeste de Sumatra bajo la que se desató la energía del terremoto, la cuenta de fallecidos va por quinientas personas y se tiene la seguridad de que esa cifra ascenderá significativamente. La mortal secuela ha afectado muy considerablemente a la isla que es el centro de las industrias petrolífera y gasífera de Indonesia, país miembro de la OPEP. En la Universidad Tecnológica de Nanyang en Singapur, el sismólogo Kerry Sieh cree que falta ver todavía un terremoto mucho peor.
Y es que la zona ha presentado una recrecida actividad sísmica desde el año 2000. Los expertos han registrado una historia de varias décadas de actividad sísmica intercaladas con épocas de tranquilidad: desde comienzos del siglo XIV van tres de estas fases de peligro, y todas terminan con un terremoto masivo. El último ocurrió en 1833.
La tierra, pues, parece estar revirando. Un recuento de terremotos, tsunamis y huracanes reflejará cómo es que nuestra época es particularmente nutrida en desastres naturales.
Jacquetta Hawkes escribió en 1953 una fábula ominosa: Una mujer tan grande como el mundo. (Fue recogida en Subversive Science: Essays Towards an Ecology of Man, libro editado por Daniel McKinley y Paul Shepard en 1969). Una mujer del tamaño de un planeta, «habitualmente de plácida disposición», es visitada de cuando en cuando por el viento, que tiene con ella tórridas sesiones de amor, luego de las cuales seres nuevos pululan por la piel de la hembra planetaria. Después de la sesión más apasionada de todas, nuevos seres bípedos surgen y la maltratan con perforaciones, cortes y polución.
La fábula concluye así:
Pronto, también, las nuevas criaturas se hicieron molestas. Atormentaban su piel y su carne de cien modos con su incansable actividad; dañaban su física belleza mientras destruían la milenaria quietud de su mente. Sus querellas con el viento y sus celos, su incomodidad corporal y mental, fueron al fin demasiado para la natural negligencia y el buen carácter de la Mujer. Su cuerpo era ella misma y suya la plenitud de ser. Se dio vueltas una y otra vez, se rascaba y se abofeteaba, y mientras se rascaba, se abofeteaba y se volteaba comenzó a reír. Rió mas fuerte, abandonándose totalmente a la risa. Cuando se calmó y las nubes pudieron de nuevo doblarse suavemente en su derredor, estuvo una vez más en paz, sabiéndolo todo y no importándole nada. Ni siquiera se preocupaba porque el Viento nunca regresara, incapaz de perdonarle su disoluta destrucción.
No hagamos caso. Sigamos molestándola.
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