El peñero Ugueto

El peñero Ugueto

Dicen que Jaime Balmes era tan intelectualmente capaz, que cuando llegaba a sus manos un nuevo libro se sentaba a la mesa con él y miraba fijamente su portada. Luego, lo apartaba a un lado y cavilaba un rato sobre lo que pudiera decirse bajo el título de la obra. Sólo entonces abría el libro y comenzaba a leer. Si después de un tiempo más bien breve, el texto no transitaba por donde había pensado, entonces lo desechaba por entero.

No voy a intentar el ejercicio de Balmes con La Centro Democracia, el nuevo libro de José Antonio Gil; principalmente porque no soy tan capaz como Balmes lo fuera, pero también porque mañana podré ponerme en un ejemplar, pues pretendo asistir a su presentación en El Nacional. No voy a pelar ese boche.

Pero si no hice el ejercicio de Balmes no pude menos que recordar cosas dichas por el propio José Antonio desde hace ya un buen rato. Por ejemplo, la Carta Semanal #55 de doctorpolítico, del 25 de septiembre de 2003, hace ya seis años, registraba lo siguiente:

El periodista Roberto Giusti acaba de escribir un clarísimo y pertinente análisis para El Universal, en el que insiste sobre temas adelantados en la presente publicación. Su tema es el de las desventuras y traspiés de la oposición formal en Venezuela. Después de una compacta y exacta caracterización del régimen chavista Giusti concluye: “Nunca antes un gobierno había fracasado tan estruendosamente y nunca antes una oposición fue tan inepta a la hora de meterse en el corazón de la gente y de identificarse con sus penurias”. Y luego de exponer esta carencia fundamental, señala la siguiente verdad estratégica: “A todas luces se nota el imperativo de un liderazgo único, firme y con la autoridad para desarrollar una sola política, una sola estrategia y un solo discurso, lo cual no significa un solo líder”. En intuición que apunta en dirección aun más penetrante, José Antonio Gil formula: “carecemos de un paradigma basado en el justo medio”.

O, también, en mi Carta Semanal #72, del 5 de febrero de 2004, ponía:

Las últimas décadas del siglo XX, en gran medida por usanza norteamericana, dieron en llamarse post modernismo. No teniendo conciencia clara de lo que eran, tampoco encontraron un nombre propio, un sustantivo que les describiera con propiedad. Por esto lo adjetivo, por esto lo adverbial. Nosotros somos lo que viene después del modernismo, y no tenemos nombre todavía.

Así hubo en Venezuela un lema de campaña que proponía una “democracia nueva”, o un “paquete alternativo” que se llamó “una economía con rostro humano”. Pretendían llegar a la sustantividad con la adición de adjetivos. Casi pudieran haber dicho, en vez de una nueva democracia, una post democracia, para seguir la antedicha moda intelectual norteamericana.

Así hubo una estrategia de un partido en Venezuela expresada en estos términos: oposición al gobierno de Caldera, deslinde de Acción Democrática, continuar la exploración de alianzas con el MAS, la Causa R y otros partidos. Textual. No hay, en esta estrategia alienada, fuera de sí, una sola referencia a la esencia propia. Todo se entiende en oposiciones o alianzas respecto de terceros.

O no hay ya esencia, entonces, o se carece del modo de nombrarla. Tal vez esto sea síntoma de tiempos nuevos, de cosas demasiado incipientes, de cosas que comenzamos a hacer sin saber cómo se llaman. García Márquez habló de mundos que eran tan recientes que las cosas aún no tenían nombre, y para referirse a ellas había que señalarlas con el dedo.

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Laureano Márquez y Elías Santana, por nombrar sólo dos recientes casos, emiten vistosas pero superficiales y fáciles invectivas contra una buena cantidad de ciudadanos, a quienes una igualmente superficial nomenclatura intenta designar con el negativo apelativo de «ni-ni». Lo hacen, además, con autosuficiencia moral. Regañan.

José Antonio Gil, en cambio, anticipa o echa en falta un promedio entre extremos. William Ury viene a hablarnos de un «tercer lado». ¿De quién hablamos? ¿Es que no hay modo de hablar de esa gente de modo sustantivo?


Pero también hemos tenido la delación de Luis Vicente León en El Universal del domingo pasado, quien después de asentar que “Siguen siendo mayoría los ni-ni”, adelantó palabras del propio José Antonio para decir:

La Centro Democracia es un enfoque político que busca el equilibrio entre los principios de la derecha y la izquierda.

Contrariamente a las tradicionales descalificaciones entre ellas, la C. D. considera que ambas ideologías aportan principios que son valiosos y necesarios para el funcionamiento adecuado de la sociedad: la Centro Democracia no descalifica a nadie. Lo único que rechaza es no ser pluralista, no ser tolerante de las diferencias, no ser democrático. Rechaza el autoritarismo, el totalitarismo, el pluralismo a medias, y la pseudodemocracia que manipula las leyes en ventaja del poderoso, sea de izquierda, como ocurre en Venezuela, sea de derecha, como ocurrió en el Perú de Fujimori.

El aporte que hace la derecha se puede resumir en el énfasis que pone en la libertad.

El aporte que hace la izquierda se puede resumir en el énfasis que pone en la igualdad.

No es cierto que tales principios sean dilemáticos. Por el contrario, son una díada. Ambos principios son necesarios para lograr la justicia, la paz, el bien común, así como también la prosperidad y la seguridad individual.

Finalmente, el mero título del nuevo libro de José Antonio me hizo recordar un incidente de fines de octubre de 1963, cuando Raúl Leoni, Rafael Caldera y Arturo Úslar Pietri competían por la Presidencia de la República en campaña que culminaría en las elecciones del 1º de diciembre de ese año. En ese entonces, hace la friolera de cuarenta y seis años, José Antonio y yo compartíamos pupitres del primer año de Sociología en la Universidad Católica Andrés Bello, y recibíamos clases de Filosofía Social que impartía José Rafael Revenga, aquí presente.

Bueno, nuestra querida compañera, Clementina Lepervanche, observaba a prudente distancia una conversación entre quien les habla y un simpatizante copeyano, a quien hice observaciones críticas de la campaña de Caldera. Clementina, que estaba con la campaña uslarista de la campana, razonó que el enemigo de su enemigo era su amigo, y que si yo criticaba a Caldera entonces era un mango bajito que ella recogería a favor de Úslar. Al concluir mi diálogo con el compañero copeyano se me vino encima, y me propuso que me sumara a la causa uslarista. Entonces hice también observaciones críticas a la campaña de la campana y Clementina quedó totalmente desconcertada, al no poder ubicarme en el universo. Sospechó que yo pudiera estar con Leoni o, peor aún, ser un comunista infiltrado en casa de jesuitas. Así que quiso preguntarme cuál era mi ubicación política. Alguna musa desocupada me inspiró a decir: “Clementina, lo que yo soy es un extremista del centro”. Es ésa anécdota que predijo la simpatía que guardo hacia el libro de José Antonio antes de haberlo leído.

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La tesis de José Antonio Gil tiene ilustres antecesores. Nadie menos que Octavio Paz dijo: “Debemos buscar la reconciliación de las dos grandes tradiciones políticas de la modernidad, el liberalismo y el socialismo. Es el tema de nuestro tiempo”.  (Citado por Enrique Krauze en El poder y el delirio).

Más recientemente, Bernard-Henri Lévy, el líder de la Nouvelle Philosophie de los años setenta, escribió Left in Dark Times: A Stand Against the New Barbarism (2008), que es el discurso de un izquierdista contra distorsiones como las de Chávez, motivado por su renuencia a apoyar políticamente a su amigo, Nicolás Sarkozy. En una entrevista que le hizo La Nación de Argentina al salir su libro, Lévy diagnosticó: “La izquierda está enferma de derechismo”. En otra posterior al mismo periódico, y criticando el repudio automático del liberalismo por parte de ciertos izquierdistas, dijo: “El verdadero liberalismo nunca defendió la ley de la jungla o el mercado desregulado. Por el contrario, el liberalismo exige reglas, pactos, obligaciones que enmarcan la relación de las fuerzas económicas. El liberalismo no es el mercado, es el contrato”.

Todavía recibió una pregunta que nos atañe más de cerca: “¿Usted no cree que Chávez sea de izquierda?” Lévy contestó así: “Naturalmente que no. ¿Cómo puede ser de izquierda un hombre que ejerce un poder personal, que sueña con que ese poder sea vitalicio, que amordaza a los medios de comunicación de su país, que está sentado sobre una montaña de oro que su población no aprovecha y que es el aliado de Ahmadinejad en la guerra planetaria que libran los demócratas y los antidemócratas? Hay actualmente una izquierda que piensa que Chávez es de la familia, el niño turbulento de la familia. Yo no. Yo soy de izquierda y creo que Chávez es mi adversario”.

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Para el problema escogido por José Antonio promuevo una cierta solución: no intentar la fusión de liberalismo y socialismo, sino dejar a ambos atrás, superándolos desde un plano de discurso político que prescinde de ideologías y resiste a ser entendido con ubicación precisa en el eje izquierda-derecha. Este eje es, junto con la noción de Realpolitik, la política de poder, componente fundamental del paradigma político que ha hecho crisis, la que explica la insuficiencia política notada en Venezuela desde mediados de la década de los ochenta.

La dirección descrita es lo verdaderamente moderno, al menos en comprensión de Tony Blair al describir, precisamente, la política de Nicolás Sarkozy: “[Sarkozy] se yergue en el moderno molde post-ideológico”. Recién electo, Barack Obama dijo que su gobierno no podía estar “impulsado ideológicamente”. Un intérprete de la elección que lo convirtió en Presidente de los Estados Unidos, Roger Simon, escribió el 5 de noviembre de 2008: “La victoria de Obama no señala un desplazamiento ideológico en este país. Significa que el público americano se ha hartado de las ideologías”.

Así, pues, no creo que la tarea estipulada por Octavio Paz pueda ser acometida como síntesis ideológica que nos traiga una ideología nueva y promediada. Por ejemplo, regresemos a la siguiente caracterización de José Antonio, tal como es entendida por Luis Vicente León: “El aporte que hace la izquierda se puede resumir en el énfasis que pone en la igualdad”. Pues, por una parte, también el liberalismo procede de raíz igualitaria; si el socialismo marxista propugna la igualdad final de la sociedad sin clases, el liberalismo se conformó con la tesis de la igualdad originaria de los buenos hombres que luego fueron dañados por la vida en sociedad.

Pero, más importante aún, porque la igualdad de los hombres es una utopía. Nunca seremos iguales, y esto es un dato que se obtiene de una desapasionada observación científica (que es lo que debe presidir una política responsable), y no de los deseos ideológicos. A lo mejor que puede aspirarse en materia de distribución de renta, por caso, es a una normalización de ella: a una situación en la que haya, como en toda sociedad independientemente de su régimen político, muy pocos muy ricos, pero también muy pocos muy pobres (que serán inevitables), y en cambio haya una muy mayoritaria clase media, toda en un nivel adecuado y suficiente de renta.

La sustitución del paradigma político ideológico no puede ser una combinación sintética de ideologías. No es una nueva ideología lo que necesitamos, sino dejar atrás toda ideología.

Si esta Peña decide que pudiera ser de su interés escuchar los rasgos de un paradigma político que sustituya a la ideológica política de poder, estaré a la orden para describirlos y justificarlos. Ese paradigma tiene nombre.

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