Ha partido al descanso definitivo un venezolano verdaderamente excepcional, un gran compatriota, el dos veces Presidente de la República, a quien sus conciudadanos debemos mucho: Rafael Caldera.
La suerte dispuso que cuando yo fuera niño ya pudiera conocerlo, puesto que su familia y la mía eran vecinas de Las Delicias de Sabana Grande. Trabé amistad con sus hijos, especialmente con los tres mayores—Mireya, Rafael Tomás y Juan José—y visité la famosa quinta Punto Fijo un buen número de veces. Junto con doña Alicia, el doctor Caldera era un anfitrión de gran gentileza. También conocí y visité Tinajero, y el despacho del gran hombre en el Escritorio Liscano del edificio Austerlitz. Alguna tarde, esperé en la biblioteca mientras se desocupaba para atenderme y, desde un rincón poco pretencioso, un certificado enmarcado en formato pequeño llamó mi atención. Era la constancia que la Universidad Central de Venezuela había expedido de sus calificaciones definitivas en la Facultad de Derecho. Una sola mácula humanizaba la perfección del desempeño: en Derecho Internacional Privado había sido calificado con sólo diecinueve puntos.
Muchas cosas se dirán ahora sobre este venezolano eminente, constructor de la democracia venezolana (que todavía resiste), luchador contra la dictadura, pacificador del país y principal redactor de la Constitución de 1961. Acá quiero decir únicamente que Rafael Caldera tuvo la virtud de interesarse por las personas y sus vidas concretas. No pocos se sorprendían de cómo guardaba en la memoria nombres y circunstancias de los allegados de sus conocidos, a quienes preguntaba por los primeros con un cálido recuerdo infalible.
Se dirá de él cosas mezquinas; ya han sido dichas antes. Quiero reproducir abajo dos artículos en los que saliera en su defensa: el primero apareció publicado en referéndum a comienzos de su segundo gobierno, con el título Para entender a Caldera – Guía sencilla sobre su pensamiento económico (8 de agosto de 1994); el segundo, Tiempo de desagravio, fue publicado en El Diario de Caracas el 14 de diciembre de 1998, ocho días después del primer triunfo electoral del actual Presidente.
La fórmula acostumbrada diría paz a sus restos, pero ha sido que fue Caldera mismo quien echara el resto en mensaje póstumo. Redactado antes de fallecer, es él allí quien nos aconseja la paz desde sus restos. Dice El Universal:
Caldera expresó su deseo de que Venezuela viva en «libertad, con una democracia verdadera donde se respeten los derechos humanos, donde la justicia social sea camino de progreso. Sobre todo, donde podamos vivir en paz, sin antagonismos que rompan la concordia entre hermanos».
Es decir, nos ha deseado una Feliz Navidad.
LEA
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Para entender a Caldera – Guía sencilla sobre su pensamiento económico
8 de agosto de 1994
El período constitucional de 1969 a 1974, el primer período presidencial de Rafael Caldera, culminó—a fines de 1973—en un enfrentamiento entre éste y el entonces Presidente de Fedecámaras, Alfredo Paúl Delfino. Ya antes de esas postrimerías de su primer gobierno se habían manifestado discrepancias de enfoque entre el Gobierno y algunos líderes del sector empresarial privado. Pero no fue sino hasta el final, con Caldera ya de salida, cuando Paúl Delfino se atrevió a confrontarlo, en un debate de declaraciones y remitidos por la prensa. Caldera no asistió a la asamblea de Fedecámaras de ese año. (Luis Herrera Campíns jamás asistió a las que se celebraron durante su mandato).
En cambio, el actual Presidente de la República hizo muy notable acto de presencia en la asamblea de este año, dándose el lujo de ser ovacionado por los asistentes al fustigar duramente a los banqueros “mafiosos” que habían malversado los dineros de sus depositantes.
Poco después del magno evento del empresariado nacional comenzó a leerse declaraciones de rechazo a ciertas expresiones del Presidente, y a escucharse interpretaciones acerca del ideario calderista que lo presentan como contrario a la empresa privada. Se dijo que Caldera había generalizado irresponsablemente, sin hacer distingos entre distintos banqueros o entre comerciantes correctos y comerciantes inescrupulosos y acaparadores, entre legítimos compradores de dólares y especuladores. En fin, según esas manifestaciones, Caldera sería un “enemigo de la actividad económica privada”.
Esa caracterización de Rafael Caldera dista mucho de la realidad. Su mano derecha, su amigo de muchos años, es el Dr. Julio Sosa Rodríguez, banquero e industrial destacado. Carlos Bernárdez, Presidente del Fondo de Inversiones de Venezuela, fue banquero hasta no hace mucho, como Gustavo Roosen, antes de su ingreso a las filas de la administración pública, fue muy importante ejecutivo del más grande grupo industrial privado venezolano. Esto, para comenzar y mencionar solamente los nombres más connotados de los colaboradores suyos que han llegado al Gobierno desde posiciones privadas.
Pero esto sólo es indicativo, no demostrativo, y a fin de cuentas pudiera argüirse que Caldera prefiere escoger sus ministros y comisionados de entre las filas de ciertos y determinados grupos económicos, por lo que no sería verdaderamente imparcial.
Más pertinente al tema en discusión es el conjunto de pasos iniciales de su gobierno en materia económica. Pareciera necesario un cierto tupé para decir que Caldera está en contra de la empresa privada cuando ahora se le critica por haber entregado gigantescas sumas de bolívares en auxilios financieros a los bancos en problemas, bancos que estaban, por cierto, en manos privadas. Antes de decretarse la intervención de los institutos intervenidos después del caso del Banco Latino, el Gobierno intentó salvarlos, y en esto arriesgó capitales considerabilísimos. Mal puede argumentarse entonces que Caldera ha actuado en contra de la empresa privada y planea seguir haciéndolo.
Pero más allá de estas ejecutorias tempranas, ilustradoras de una disposición en general favorable a la iniciativa privada, resulta lo más iluminador explorar en la ideología sustentada por Caldera. Esto es lo sensato porque en Caldera se tiene a un político que, junto con muy pocos otros, procede políticamente con arreglo a sus principios doctrinarios. Caldera es un demócrata cristiano auténtico, como hay unos cuantos en COPEI y unos cuantos también fuera de sus filas.
Para quienes se tomaron la democracia cristiana en serio, los principios de esta ideología están muy claros. Son fácilmente aprendibles en el trabajo de Enrique Pérez Olivares—Principios de la Democracia Cristiana—o en un pequeño libro del propio Rafael Caldera: Especificidad de la Democracia Cristiana.
El título del libro de Caldera es definitorio: los principios de la democracia cristiana le serían tan específicos que sin ellos no sería democracia cristiana. Uno de esos principios es el principio de la “subsidiaridad del Estado”. Lo que viene a significar, ni más ni menos, que el Estado concebido desde una perspectiva social o demócrata cristiana prefiere que la mayor parte de la actividad social y económica sea desempeñada por actores privados. Es cuando el agente privado no puede o no quiere acometer alguna labor necesaria que el Estado, subsidiariamente, decide entrar en funciones.
Obviamente, el Estado tiene funciones que le son propias, y en éstas su cometido es esencial, no subsidiario, pero en el resto de las cosas la democracia cristiana prefiere y estimula la actividad privada.
Tomándose muy en serio estos principios, ésa es la posición exacta de Rafael Caldera ante la actividad económica privada, y antes lo ha demostrado al presentar lucha frontal contra posturas socializantes, como la que antiguamente definía a Acción Democrática y como la que sostuvo por una época no muy lejana el actual Embajador en Colombia, el fugaz Presidente del Fondo de Inversiones, Abdón Vivas Terán. Cuando Vivas Terán despachaba como Secretario General de la Juventud Revolucionaria Copeyana y predicaba las excelencias de una cierta “propiedad comunitaria”, el mismo Rafael Caldera instrumentó su intempestiva salida y su suplantación por el menos “cabeza caliente” de Oswaldo Álvarez Paz.
Así pues, constituye una interpretación incorrecta la comprensión de Rafael Caldera como contrario a la empresa privada. A lo que Rafael Caldera es contrario, como lo es la ideología social cristiana desde sus inicios—desde aquella encíclica hito de 1891, la Rerum Novarum—es a la postura liberal que pone a la economía por encima de los intereses generales, del Bien Común. No hace mucho (1991) el Sumo Pontífice Wojtyla volvió a insistir sobre la inhumanidad de un capitalismo “salvaje”. No hace mucho, pues, que la ideología social cristiana ha recibido una reinyección de activación de sus líneas conceptuales básicas.
Lo que puede haber llevado a engaño respecto de Caldera no es su propia posición, perfectamente consistente y estable a lo largo de los años, sino la de otros muy notorios dirigentes de un partido que se llama a sí mismo demócrata cristiano y que ha venido desechando toda referencia ideológica para hacerse practicante del más puro estilo de Realpolitik.
La clave para entender a Caldera está en la lectura del muy sencillo código principista de la democracia cristiana original, del que nunca se ha desviado, y ese código incluye una muy decidida defensa de la propiedad privada como derecho natural. Lo que no obsta para que sea igualmente un principio demócrata cristiano la noción de una función social de la propiedad. Principio éste, por lo demás, que está inserto en el texto constitucional que nos rige. (Artículo 99).
A quien quiera hacer oposición o crítica a Rafael Caldera—empresa, por cierto, harto viable—puede aconsejársele con honestidad que busque un flanco distinto al de su supuesto prejuicio contra los empresarios privados. Por ejemplo, exigiéndole una definición de esquema estratégico general, la que continuamos echando en falta.
Es natural, tal vez, que Jorge Redmond, muy notorio orador de aquellas tristes sesiones de apoyo a Carlos Andrés Pérez por aquellos días entregolpistas de 1992, quiera ver en Caldera una especie de anticristo económico. Seguramente existen fundados motivos para sospechar de la excelencia de las decisiones económicas del gobierno de Rafael Caldera. Pero quienes antes no atentaron contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez carecen de toda autoridad moral para atentar ahora contra el gobierno de Rafael Caldera Rodríguez.
Luis Enrique Alcalá
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Tiempo de desagravio
14 de diciembre de 1998
Personalmente, no creo que tengo que agradecer nada del otro mundo a Rafael Caldera. De hecho, en los últimos años ha transcurrido entre ambos alguna corriente de velados disgustos mutuos. Por eso todo lo que tenga que agradecerle es a título de ciudadano. Acá creo sinceramente, y a pesar de que en mi personal evaluación pudiera tener razones de insatisfacción con él, que en tanto ciudadano tengo que agradecerle bastante.
Creo que los ciudadanos de la República de Venezuela tenemos que agradecer mucho a Rafael Caldera. Por eso me llenó de molestia leer un artículo reciente del profesor Aníbal Romero. (Caldera: El tiempo del desprecio, El Universal, 9 de diciembre de 1998).
Claro que el profesor Romero ha sido objeto de algo más que una gélida mirada o una altiva distancia presidencial. En 1994 su morada fue objeto de allanamiento, así como la de Ignacio Quintana y otros más. Era la época en la que se investigaba un plan de derrocamiento contra el presidente Ramón Velázquez, como modo de prevenir la llegada de Rafael Caldera al poder. En esos días alguien comentó, algo preocupado, el incidente allanatorio a Eduardo Fernández en sus predios de Pensamiento y Acción. Fernández explicó el asunto del siguiente modo: “Bueno, lo andaban siguiendo”.
Los motivos personales, por tanto, del profesor Romero, incluyen un resentimiento muy fuerte y particular. A nadie le gusta que le allanen la casa. El rencor del profesor Romero por este agravio público seguramente modifica en mucho lo que, sin aquél, su calidad profesoral tramitaría con mayor objetividad.
El profesor Romero, por ejemplo, celebra como ‘justicia histórica» que Rafael Caldera haya sido el Presidente de la República al momento del deceso del Pacto de Punto Fijo, al que llama «sistema de componendas entre élites mediocres». Hoy en día, cuando algunas de las previsiones de este pacto—como la de elegir a un miembro del partido del Presidente Electo como Presidente del Congreso—parecen repetirse, no es tan claro que Punto Fijo ha muerto, por lo menos no totalmente. Por otra parte, si bien puede hablarse en Venezuela de un deterioro de las élites, en los comienzos de nuestra democracia esas «componendas» se dieron entre los mejores hombres públicos del país, que asentaron bases democráticas tan firmes que han soportado eventos tan poderosos como el Caracazo, el 4 de febrero y el 27 de noviembre de 1992, la deposición constitucional de Carlos Andrés Pérez y la elección de Hugo Chávez Frías. Además, y en todo caso, el mismo profesor Romero no ha dejado de participar en ese sistema de componendas elitistas, cuando ejercía indudable influencia como mano derecha política del antiguo presidente bancario Gustavo Gómez López y simultáneamente se desempeñaba como muy cercano colaborador (¿controlador?) de Eduardo Fernández.
Yo no creo, como expone el profesor Romero, que “el juicio de la historia será muy duro con la ya triste figura de Caldera”. Ni siquiera creo que Caldera exhibe una triste figura; creo que exhibe una figura dignísima. Y creo también que el juicio de la historia le será favorable en general, con una dosis variable de crítica ante algunos de sus procedimientos y algunas de sus decisiones.
Politología simplista
Se ha repetido hasta el punto de convertirlo en artículo de fe que Rafael Caldera fue elegido Presidente de la República por el discurso que hizo en el Congreso en horas de la tarde del 4 de febrero de 1992. Esto es una tontería. Caldera hubiera ganado las elecciones de 1993 de todas formas. Sin dejar de reconocer que ese discurso tuvo, en su momento, un considerable impacto, Caldera hubiera ganado las elecciones porque representaba un ensayo distanciado de los partidos tradicionales cuando el rechazo a éstos era ya prácticamente universal en Venezuela y porque venía de manifestar tenazmente una postura de centro izquierda frente al imperio de una insolente moda de derecha.
De mediados de 1991 data una encuesta que distribuía la intención de voto entre los precandidatos de aquellos días de modo casi totalmente homogéneo. Rafael Caldera, Luis Piñerúa, Eduardo Fernández, Andrés Velázquez, absorbían cada uno alrededor del 20% de la intención de voto (con pequeña ventaja para Caldera) y un restante 20% no estaba definido o no contestaba. Se trataba de una distribución uniforme, indiferente, que a la postre iba a desaguar por el cauce calderista por las razones anotadas más arriba. Las elecciones de 1993 contuvieron dos ofertas sesgadas a la derecha en lo económico, la de Álvarez Paz y la de Fermín, y dos sesgadas a la izquierda, la de Velázquez y la de Caldera. Con este último ganó, si se quiere, una izquierda sosegada, puesto que los candidatos furibundos eran claramente Álvarez Paz y Velázquez, que llegaron detrás de los más serenos Caldera y Fermín. El pueblo no estaba tan bravo todavía.
Se ha dicho que la “culpa” de que Chávez Frías haya ganado las elecciones es de Rafael Caldera, porque el sobreseimiento de la causa por rebelión impidió la inhabilitación política del primero. Esto es otra simplista tontería. Al año siguiente de la liberación de Chávez Frías se inscribe una plancha del MBR en las elecciones estudiantiles de la Universidad Central de Venezuela, tradicional bastión izquierdista. La susodicha plancha llegó de última. Y la candidatura de Chávez Frías, hace exactamente un año, no llegaba siquiera a un 10%. La “culpa” de que Chávez Frías sea ahora el Presidente Electo debe achacarse a los actores políticos no gubernamentales que no fueron capaces de oponerle un candidato substancioso. Salas Römer perdió porque no era el hombre que podía con Chávez, y ninguna elaboración o explicación podrá ocultar ese hecho.
Son explicaciones puntuales, ocasionales, tácticas, simplistas, que se ciegan ante las verdaderas explicaciones: las que están fundadas sobre la lectura de las más gruesas corrientes de la opinión nacional. Pasan por ser politología ocurrente y aguda, cuando no son otra cosa que superficial interpretación de las cosas, politología simplista.
Tenía razón
Escuché, con frecuencia creciente, una frase que expresaba una esperanza residual de seguridad durante las semanas inmediatamente precedentes a las elecciones presidenciales que acabamos de celebrar: “Gracias a Dios que es Caldera quien está en Miraflores en este momento”. Pensaban, quienes la decían, que lo único que podía impedir estallidos de violencia, fraudes electorales masivos, intentonas de golpe de Estado y otras violentas manifestaciones, era la presencia de Caldera en Miraflores. Aunque el profesor Romero no quiera reconocerlo, sí le debemos a Rafael Caldera una parte considerable de la paz del país. La otra parte se le debe, por supuesto, al país mismo.
Caldera fue quien rehabilitó a los partidos de izquierda proscritos por Betancourt, con lo que se cerró el capítulo guerrillero de la década de los sesenta. Caldera fue quien sobreseyó la causa de los alzados de 1992, reinsertándolos, ya sin uniforme, dentro de la pugna civil. Caldera fue también quien a conciencia pagó el costo de su yerno en la Comandancia General del Ejército, fue asimismo quien pone a Orozco Graterol al frente de la Gobernación del Distrito Federal para tenerle al mando de la Policía Metropolitana, e igualmente fue quien tomó todas las previsiones para impedir la interrupción de la constitucionalidad, como pretendió hacerse, profesor Romero, como usted bien sabe, poco antes de las elecciones de 1993.
Caldera fue quien llevó a uno de sus hijos a la Secretaria de la Presidencia para estar tranquilo mientras subsistían los coletazos de esa pretensión violenta de 1993, escarmentado con aquella mala pasada que jugaron al presidente Velázquez. Pero al mismo tiempo, y con el mayor dolor, es quien no ha tenido trato especial para otro de sus yernos, contado en el éxodo de banqueros prófugos que se produjo en 1994.
Caldera fue objeto, al arranque de su gobierno, de los más despiadados y prematuros ataques por su postura en materia económica, resistente a las imposiciones paqueteras que se fundaban—otra vez el simplismo—en el dogmatismo neoliberal imperante. Resulta que ahora, no después que los venezolanos rechazábamos de todas las formas posibles tan simplistas esquemas, sino luego del desplome de las economías asiáticas, incluido el Japón, y de la resistente gravedad económica rusa, los propios economistas norteamericanos están reconociendo que el mundo no es tan sencillo como lo creía Fukuyama y que el Fondo Monetario Internacional ha estado evidentemente equivocado. Ahora resulta que Chávez Frías se perfila como el nuevo consentido de los mercados financieros internacionales. Parece, pues, que al dinosaurio Caldera no le faltaba raz6n.
Seguramente Caldera es criticable en muchos sentidos, y seguramente sus altivos rasgos personales y su estilo de gobernar avivan la crítica, pero estoy seguro de que el juicio de la historia, profesor Romero, le tratará muy favorablemente. Por lo menos porque a quienes se investigó en relación con las conspiraciones de 1993 Caldera no los llevó, desnudos y en un camión de estacas, hasta Fuerte Tiuna, que es lo que algún ensoberbecido militar amenazaba hacer con él a las alturas de noviembre de 1993, si es que Caldera se negaba a reconocer el “triunfo” de Oswaldo Álvarez Paz en las elecciones que ocurrirían al mes siguiente.
Hasta Chávez Frías ha dicho, en las primeras cuarenta y ocho horas después de su elección, que Caldera había evitado que el barco se hundiera y que “últimamente” su gobierno había venido manejando lo económico de forma acertada. Así como ahora con Chávez Frías parecieran estar muchos poseídos del “síndrome de Estocolmo”, ya ha comenzado la reinterpretación positiva del gobierno de Caldera.
Luis Enrique Alcalá
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