Benjamín Constant (Henri-Benjamin Constant de Rebecque, 1767-1830) fue un político francés nacido en Lausana, Suiza, de verbo elocuente e ideas clarísimas. En este blog puede leerse tres fragmentos notables de sus Principios de Política (FS #191, FS #192 y FS #210). Para esta ocasión, se trae acá el comienzo de una lúcida discusión sobre la obsesión por la uniformidad social (del Capítulo XIII—Acerca de la uniformidad—de su ensayo Del espíritu de conquista). El texto citado tiene obvia pertinencia a la actual situación política venezolana y es, entonces, oportuno aclarar que Constant fue un político nada conservador que luchó contra la Restauración Borbónica; en cualquier caso, con el mismo denuedo denunció los enfermizos excesos de la Revolución de 1789. LEA

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Acerca de la uniformidad

Es bastante notable que la uniformidad no haya nunca encontrado tanto favor como en una revolución hecha en nombre de los derechos y la libertad del hombre. El espíritu sistemático se extasió primero en la simetría.

El amor al poder descubrió muy pronto la ventaja inmensa que le procuraba esta simetría. Mientras que el patriotismo sólo existe por un vivo apego a los intereses, a las costumbres, a las costumbres locales, nuestros supuestos patriotas han declarado la guerra a todas esas cosas. Ellos han agotado esta fuente natural del patriotismo, y lo han querido reemplazar por una pasión facticia hacia un ser abstracto, una idea general, despojada de todo lo que impresiona la imaginación y de todo lo que habla a la memoria.

Para construir el edificio, comenzaban por triturar y reducir a polvo los materiales que debía usar. Poco faltó para que designasen por cifras las ciudades y las provincias como designaban por cifras las legiones y los cuerpos del ejército: ¡tanto parecían temer que una idea moral pudiese incorporarse a lo que ellos constituían!

El despotismo, que ha reemplazado a la demagogia, y que se constituía legatario del fruto de todos nuestros trabajos, ha persistido muy hábilmente en la ruta trazada. Los dos extremos concuerdan sobre este punto, porque, en el fondo, en los dos extremos hay voluntad de tiranía. Los intereses y los recuerdos que nacen de las costumbres locales contienen un germen de resistencia que la autoridad soporta a su pesar y que se apresura a extirpar. Así, ella se las arregla mejor con los individuos, porque pasa sobre ellos sin esfuerzo su enorme peso, como sobre arena.

Hoy, la admiración por la uniformidad, real admiración en algunos espíritus limitados, afectados por muchos espíritus serviles, es recibida como un dogma religioso por una multitud de ecos aficionados a toda opinión ganadora. Aplicado a todos los puntos de un imperio, ese principio se aplicará a todos los países que este imperio quiera conquistar. Esta es, en consecuencia, una continuación inmediata e inseparable del espíritu de conquista. Pero cada generación, dice uno de los extranjeros que mejor han previsto nuestros errores desde el origen, hereda de sus abuelos un tesoro de riquezas morales, tesoro invisible y precioso que lega a sus descendientes. La pérdida de ese tesoro es para un pueblo un mal incalculable. Despojándole le despojáis de todo sentimiento de su valor y de su propia dignidad. Incluso cuando lo que sustituye al despojo sea mejor, aquello de lo que lo priváis es más respetable, porque imponéis vuestra mejora por la fuerza, así el resultado de vuestra operación es simplemente hacerle cometer un acto de cobardía que lo envilece y desmoraliza.

La bondad de las leyes es, osemos decirlo, algo mucho menos importante que el espíritu con el que una nación se somete a sus leyes y les obedece. Si las ama, si las cumple, porque le parecen emanadas de una fuente virtuosa, un don de las generaciones cuyas almas venera, las leyes se unen íntimamente a su moralidad; ennoblecen su carácter, e incluso aun cuando tengan defectos, crean virtudes y por ahí más felicidad que leyes mejores apoyadas sólo en el orden de la autoridad.

Tengo por el pasado, lo confieso, mucha veneración, y cada día, a medida que la experiencia me instruye o que la reflexión me ilumina, esta veneración aumenta. Diré, para escándalo de nuestros modernos reformadores, así se llamen a sí mismos Licurgos o Carlomagnos, que si yo viera un pueblo al que se hubiera ofrecido las instituciones más perfectas, metafísicamente hablando, y que las rehusara para manifestarse fiel a las de sus padres, estimaría a ese pueblo, y lo creería mucho más feliz por su sentimiento y su alma, bajo sus defectuosas instituciones, que la posibilidad de serlo a través de todos los perfeccionamientos propuestos. Entiendo que la naturaleza de esta doctrina no es favorable. Nos gusta hacer leyes, las creemos excelentes, nos enorgullecemos de su mérito. El pasado se construye solo; nadie puede reclamar su gloria.

Independientemente de estas consideraciones y separando la felicidad de la moral, notad que el hombre se doblega a las instituciones que encuentra establecidas como a reglas de la naturaleza física. Él ajusta según los defectos mismos de esas instituciones sus intereses, especulaciones, todo su plan de vida. Esos defectos se suavizan, porque siempre que una institución dura mucho tiempo, hay transacción entre ella y los intereses del hombre. Sus relaciones, sus esperanzas, se agrupan alrededor de lo que existe. Cambiar todo esto, incluso para mejor, es hacerle daño. Nada más absurdo que violentar las costumbres, bajo pretexto de servir a los intereses. El primero de los intereses es ser feliz, y los hábitos forman una parte esencial de la dicha.

Benjamin Constant

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