La primera vez que expuse con alguna coherencia la tesis de la elegancia innata del español, Alfredo Fernández Porras—economista, ejecutivo de empresas, profesor universitario, pianista clásico—me había invitado a almorzar. Alfredo es el autor del libro más completo en el mundo sobre la ciencia del juego de dominó—El arte de las 28 piedras—, y en una comparación que adelanté entre este juego latino y el bridge anglosajón se coló la cosa.
Resulta que uno de los mejores teóricos del juego de bridge era el inglés Víctor Mollo, y uno de sus más amenos libros es The Bridge Inmortals. En su introducción, Mollo imaginaba que los dioses del Olimpo, encontrándose infinitamente aburridos, optan por seguir la recomendación de combatir el tedio invitando a su divina morada a los más grandes bridgistas de todos los tiempos. El recurso literario sirve para que el autor seleccione una docena o un poco más de nombres de tal Salón de la Fama, a quienes asigna una breve biografía que incluye algunas de sus mejores partidas. Uno entre ellos se distingue, además de por su fino juego, por una característica que Mollo no pudo atribuir a ningún otro de los elegidos: la gran clase de su noble caballerosidad. Era el bridgista español Rafael Muñoz, de cuya refinada cortesía deja Mollo expresa y reverente constancia.
Los ingleses, que son los proverbiales negociantes de jerez (y del vecino oporto portugués), admiran en los españoles su elegancia, la que muy obviamente se expresa en su música—dije a Alfredo—, que nunca había visto el asunto de este modo. Ellos mismos, por supuesto, herederos de una gran tradición real y nobiliaria, tienen música muy elegante, y esto se manifiesta, por ejemplo, en sus himnos y marchas ceremoniales. Un caso de librito es el grupo de cinco marchas militares que compuso Edward Elgar bajo el nombre de Pompa y circunstancia (op. 39). He aquí el tema solemne de la primera de ellas, la más conocida:
La misma distinción habita de manera natural en la música y en la danza españolas. Uno ve el movimiento de los bailarines de Antonio Gades en la película Carmen, de Carlos Saura, y sabe que está frente a una sobrecogedora elegancia, ante una prestancia salerosa y poderosa, existente, por caso, en la sangre primordial del caballero madrileño, orfebre del requiebro amoroso. En gran medida, el donaire de esta música se transmite justamente por su movimiento, su ritmo propio; en el baile flamenco, por caso, hay un ritmo intrincado de doce tiempos por compás, de difícil cuenta para quienes sólo sabemos marcar el más simple binario de los pasodobles o el ternario de los valses.
Las españolas zarzuelas, como las operetas vienesas, son, por supuesto, un género musical “menor”, pero en aquéllas se manifiesta la misma desenvoltura. El Intermezzo de La leyenda del beso, con música de Reveriano Soutullo, es un digno botón de muestra. Es bueno notar el tempo aristocrático que marcan el timbal y el pizzicato de las cuerdas bajas y, en la recapitulación de su tema principal, el apoyo rítmico y armónico del canto grave de los trombones, que contribuye a realzar la elegancia de la pieza, aquí completa:
Claro, hay música española de más alta factura—De Falla, Albéniz, Turina, Granados, Sanz, Sor, Encina, Soler—y alguna de la más elevada es obra de Joaquín Rodrigo, autor del famosísimo Concierto de Aranjuez. Seguramente expresó, de manera espontánea, una exaltación de la elegancia de su gente en la composición que llamó, apropiadamente, Fantasía para un gentilhombre. Simetrías de la humanidad: el carácter de esta pieza recuerda al de la música de corte inglesa de su período isabelino, su Edad de Oro. Éste es su breve movimiento final:
Las peculiaridades únicas de la música española—de obvias raíces melódicas mediterráneas (arábe y hebrea)—la han hecho imán irresistible para compositores de otros países. Hasta un alemán—Richard Strauss—compuso El Quijote, uno de sus más importantes poemas sinfónicos, y antes su obra de juventud, Don Juan. Los rusos como Tchaikovsky—las danzas españolas en El Lago de los cisnes y Cascanueces—y Rimsky-Korsakoff—Capricho español—compusieron estupenda y genuina música española, y el Preludio en Sol menor (op. 23, #5) de Sergei Rachmaninoff es inconfundiblemente ibérico. Cuando Rimsky ensayaba la Orquesta de San Petersburgo para la première de su Capricho, los músicos le aplaudían calurosamente al cabo de cada una de sus secciones, en reconocimiento a la hermosura y fuerza de sus temas y la excelencia de la orquestación. (Tchaikovsky lo declaró “colosal obra maestra de la instrumentación”). Rimsky, conmovido, solicitó permiso de la orquesta para dedicarle la pieza—no sólo colectivamente—, lo que hizo al publicar la partitura con los nombres impresos de todos y cada uno de los ejecutantes. En el concierto inaugural, el público aplaudió a rabiar y no estuvo contento hasta que se la repitiera por completo al concluir la primera ejecución. Aquí está un mínimo fragmento pianísimo de uno de sus episodios, en el que es evidente la donosura de la música de España (con el ineludible timbal marcando el característico tempo):
Los franceses del siglo XIX y el XX también sucumbieron a la fascinación de la música española: Edouard Laló (Sinfonía española), Claude Debussy (Suite Iberia), Maurice Ravel (Alborada del gracioso, Rapsodia española, Bolero y Pavana para una infanta difunta), Jules Massenet (El Cid) y, por supuesto, Georges Bizet, con la ópera que Tchaikovsky tocaba al piano—no había tocadiscos—para solazarse: su Carmen. Mi abuela materna, Mary Chenel-Calcaño de Corothie, traía por el castellanizado apellido italiano sangre musical en sus venas; era una magnífica pianista (como su tía Graziella Calcaño, que tocó en París valses venezolanos junto con Josefina Sucre—bisabuela de mi esposa—durante la Exposición Internacional de 1889, cuando se inaugurara la Torre Eiffel). A Mamá Mary le escuché de niño muchas veces, en versión para piano, la danza Aragonesa del ballet de la ópera El Cid, de Massenet. Adoraba esa pieza, al punto de que puso a su casa el mismo nombre. Aquí está entera en su gloriosa versión orquestal, con un timbal que esta vez es protagonista, no sólo rítmico sino melódico. De nuevo, fue imposible al compositor francés disimular la elegancia consustancial a la música española, que supo aprender a crear:
De modo que un sentido instintivo de la elegancia reúne a ingleses y españoles, a pesar del divorcio de Enrique VIII de Inglaterra y Catalina de Aragón. (Sostengo que la más opulenta ejecución del Concierto de Aranjuez es la que grabara el guitarrista inglés John Williams, con Eugene Ormandy haciendo que la Orquesta de Filadelfia le acompañara. Abajo está su versión del famosísimo Adagio). Es aquel sentido un nexo augural benéfico para una aventura conjunta emprendida recientemente: el acuerdo de fusión corporativa de Iberia y British Airways, las dos grandes líneas aéreas. No podrá viajarse por los cielos con mayor elegancia.
Quod erat demostrandum. LEA
__________________________________________________________________
Escuchar «Noches en los Jardines de España», por ejemplo, lo reconcilia a uno hasta con una bestia como Diego de Losada… Pero vienen unos bárbaros desdentados y arrancan la estatua de Colón y tratan de imponer eso de Waraira Repano (y hay gente que repite eso de Waraira Repano, así, sin pudor y con «W») y entonces uno vuelve a escuchar a De Falla y siente que el apocalipsis es now…
Pues, para que todos sepamos de qué hablas, pongamos aquí (como ñapa) En el Generalife*, el primer movimiento de las Noches en los Jardines de España, de Don Manuel De Falla y Matheu.
Gracias por el pretexto.
*Generalife —Jannat al-‘Arif—el palacio de verano de los emires de Granada. Entre sus jardines, olorosos a jazmín, se encuentra nada menos que el Jardín de la Sultana. Vivían mal los nobles moros.
Y, por lo que respecta a la necedad esa de rebautizar todo, traigo un recuerdo de mi Carta Semanal #60 (Cuentas por cobrar), del 20 de octubre de 2003:
La “hipótesis de Sapir-Whorf” en el campo lingüístico sugiere que los lenguajes imponen, por decirlo así, una metafísica sobre sus parlantes. Es decir, por el mero hecho de hablar español—más propiamente, castellano—pensamos en alguna forma diferente de cómo piensa el inglés o el bantú. Por ejemplo, en castellano diferenciamos con facilidad entre las nociones de “ser” y de “estar”. Los pobres angloparlantes están impedidos de ese pensamiento, pues con “to be” están condenados a decir ambas cosas de una vez, de modo indisoluble. Uno no piensa “en chino”, sino que “piensa chino”.
Esto es: incluso para decir barrabasadas Evo Morales y Hugo Chávez emplean el español, piensan en español, piensan español. Si fuesen lógicamente consistentes, Morales debiera amenazar en quechua y Chávez despotricar en pemón. Debieran negar sus nombres, pues Morales no es apellido inca ni Chávez es caribe. Debieran resistir los micrófonos y las cámaras, puesto que son de marca Sennheiser o Ikegami, en lugar de modelos Paramaconi XC o Atahualpa Special Edition.
Si al encuentro de la civilización occidental con una miríada de tribus por su mayor parte dispersas y enemistadas entre sí, éstas “aportaron” un continente físico que de todos modos les quedaba grande, los españoles en Hispanoamérica contribuyeron precisamente con eso, con civilización. No hay manera de que Chávez siquiera formule una sola idea si no es a partir de los hechos de Losada o Garci González de Silva. LEA
Gracias, LEA, por devolver el tema adonde debe estar… A la barbarie sólo se le puede enfrentar con la serenidad de la luz… Nosotros somos el «Lejano Occidente».
¡Bravo, Luis Enrique! ¡Vivan la cultura y la mente clara para entender al mundo a través de ella!
Gracias por todas estas maravillas que publicas. En momentos tan difíciles como vive el mundo, y más nuestro adorado país, por momentos terribles que ha creado el hombre, tú haces que nos reconciliemos con aquel hombre que también ha hecho maravillas.
Mary
Mil gracias, Mary. Viniendo de ti, la aprobación es un preciado diploma.