Gauss le gana a Marx

Tal vez el mito político más generalizado y penetrante sea el mito de la igualdad. Hay diferencia entre las versiones, pero en general ese mito es compartido por las cuatro principales ideologías del espectro político de la época industrial: el marxismo ortodoxo, la socialdemocracia, el socialcristianismo y el liberalismo. Sea que se postule como una condición originaria—como en el liberalismo—o que se vislumbre como utopía final—como en el marxismo—la igualdad del grupo humano es postulada como descripción básica en las ideologías de los distintos actores políticos tradicionales. El estado actual de los hombres no es ése, por supuesto, como jamás lo ha sido y nunca lo será. Tal condición de desigualdad se reconoce, pero se supone que minimizando al Estado es posible aproximarse a un mítico estado original del hombre, o, por lo contrario, se supone que la absolutización del poder del Estado como paso necesario a la construcción de la utopía igualitaria, hará posible llegar a la igualdad. (Entre estos polos procedimentales extremos se desenvuelven corrientes de postura intermedia, como la socialdemocracia y el socialcristianismo). Entretanto, se concibe usualmente a la obvia desigualdad como organizada dicotómicamente. Así, por ejemplo, se comprende a la realidad política como si estuviese compuesta por un conjunto de los honestos y un conjunto de los corruptos, por un conjunto de los poseedores y un conjunto de los desposeídos, un conjunto de los reaccionarios y uno de los revolucionarios, etcétera.

La realidad social no es así. Tómese, para el caso, la distinción entre “honestos” y “corruptos” que parece tan crucial a la persistente y agravada problemática de corrupción administrativa. Si se piensa en la distribución real de la “honestidad”—o, menos abstractamente, en la conducta promedio de los hombres referida a un eje que va de la deshonestidad máxima a la honestidad máxima—es fácil constatar que no se trata de que existan dos grupos nítidamente distinguibles. Toda sociedad lo suficientemente grande tiende a ostentar una distribución que la ciencia estadística conoce como distribución normal de “las cualidades morales”: en esa sociedad habrá, naturalmente, pocos héroes y pocos santos, como habrá también pocos felones, y en medio de esos extremos la gran masa de personas cuya conducta se aleja tanto de la heroicidad como de la felonía.

Si no se entiende las cosas de ese modo la política pública se diseña entonces para un objeto social inexistente. Y esto es lo usual, pues nuestra legislación típica incluye un sesgo hacia una descripción angélica de los grupos humanos—la famosa “comunidad de profesores y estudiantes en busca de la verdad” de nuestra legislación universitaria, por ejemplo—o bien hacia el polo contrario de una legislación que supone la generalizada existencia de una propensión a delinquir, como es el caso de la legislación electoral o la del instrumento orgánico de “salvaguarda del patrimonio público”.

Es necesario entonces que esa óptica dicotómica e igualitarista sea suplantada por un punto de vista que reconozca lo que es una distribución normal de los grupos humanos.

Por ejemplo, la distribución teóricamente “correcta” de las rentas, de adoptarse un principio meritológico, sería también la expresada por una curva de “distribución normal”, dado que en virtud de lo anteriormente anotado sobre la distribución de la heroicidad y en virtud de la distribución observable de las capacidades humanas—inteligencia, talentos especiales, facultades físicas, etc.—los esfuerzos de una sociedad adoptarán asimismo una configuración de curva normal.

Diagramas feb. 1985 (clic amplía)

Diagramas de febrero 1985

Esta concepción que parece tan poco misteriosa y natural contiene, sin embargo, implicaciones muy importantes. Para comenzar, en relación con discusiones tales como la de la distribución de las riquezas, nos muestra que no hay algo intrínsecamente malo en la existencia de personas que perciban elevadas rentas, o que esto en principio se deba impedir por el solo hecho de que el resto de la población no las perciba. Por otra parte, también implica esa concepción que las operaciones factibles sobre la distribución de la renta en una sociedad tendrían como límite óptimo la de una “normalización”, en el sentido de que, si a esa distribución de la renta se la hiciera corresponder con una distribución de esfuerzos o de aportes, las características propias de los grupos humanos harían que esa distribución fuese una curva normal y no una distribución igualitaria, independientemente de si esa igualación fuese planteada hacia “arriba” o hacia “abajo”.

No es, sin embargo, la normalización de una sociedad una tarea pequeña. La actual distribución de la riqueza en Venezuela dista mucho de parecerse a una curva normal, y es importante políticamente, al igual que correspondiente a cualquier noción o valor de justicia social que se sustente, que ese estado de cosas sea modificado.

Otra conclusión, finalmente, que se desprende del concepto de sociedad normal, es que el progreso posible de una sociedad es el progreso que desplaza a la curva normal como conjunto en una dirección positiva, y no el de intentar el igualamiento de la distribución por modificación en la forma de la curva. Si bien es posible que todos progresen, los esfuerzos que lleven una intencionalidad igualitaria están condenados al fracaso por constituir operaciones tan imposibles como las de construir un móvil perpetuo. Tan imposible como hacer que una población esté compuesta por genios, es lograr que sea toda de idiotas. Tan imposible como hacer que toda sea una población de santos es obtener que sea íntegramente conformada por delincuentes, y, por tanto, en una sociedad económicamente justa, no podrá ser que todos sus habitantes sean ricos o que todos sus habitantes sean pobres.

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Son concepciones como las arriba contrastadas las que constituyen un viejo y un nuevo paradigma político. Por un lado, las concepciones que se hacen cada vez más ineficaces y menos pertinentes. Por el otro las que introducen una perspectiva inusitada y en correspondencia con una visión más exacta de lo social, lo que reduce la impertinencia política, al ser concepciones más del tiempo de esta gran fase nueva de la civilización. Es importante construir lo necesario para que se dé el tránsito de uno a otro paradigma, de uno a otro concepto, de una vieja a una nueva conceptualización. Esto precisa de una nueva asociación política. Los actores políticos tradicionales, legitimados internamente por sostener alguna posición ideológica en algún “espacio” del viejo eje político de derechas e izquierdas, difícilmente pueden aceptar lo que tendrían que aceptar, que es, ni más ni menos, que de aquello que les sostiene no es posible deducir soluciones a los problemas políticos importantes. Las reglas de las organizaciones políticas tradicionales configuran un ambiente asfixiante que impide la ventilación de planteamientos que difieran de las interpretaciones consagradas. Es necesario por esto diseñar y crear una nueva asociación política, con unas normas que faciliten la emergencia y difusión de las nuevas concepciones, así como la actividad de nuevos y más competentes actores políticos individuales. LEA

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