Circula por estos días una invitación electrónica a la presentación de un nuevo libro de Ramón Guillermo Aveledo, su biografía del fallecido ex presidente Luis Herrera Campíns. Antes nos había dado, dentro de una obra numerosa, un libro utilísimo: La 4ta. República – Lo bueno, lo malo y lo feo de los civiles en el poder. (Ver Privilegio exigente, del 4 de diciembre de 2007: «Su serena exposición está organizada, muy útilmente, al modo temático. De ella emerge una convincente y justa imagen: los gobiernos civiles en Venezuela, con todas sus criticables equivocaciones, trajeron más progreso al país que todos los gobiernos militares juntos, que fueron muchos más»).
Aveledo es biógrafo particularmente indicado para contar la vida y la política de Herrera Campíns; como éste, egresó del Colegio La Salle de Barquisimeto y ha sido importante dirigente de COPEI y, por si fuera poco, fue su Secretario Privado durante su presidencia. Conoce como pocos, pues, la verdad de la trayectoria de Herrera Campíns. Quien escribe no puede presumir, siendo caraqueño y lasallista de La Colina, tener un mejor conocimiento del ex presidente, pero creo tener autoridad para sostener hoy evaluaciones que hice de su período constitucional hace un cuarto de siglo, y para complementarlas con un juicio posterior que redondea mi opinión personal sobre su significación política.
Durante su gobierno, casi que éramos únicamente Ricardo Zuloaga y quien escribe los que sosteníamos una visión más bien positiva de Luis Herrera en el círculo del Grupo Santa Lucía, en el que la mayoría era francamente crítica. Esta postura trasluce en un fragmento de mis Memorias prematuras (1986), que registra una petición que me hiciera, en nombre de COPEI, Oswaldo Álvarez Paz durante el año electoral de 1983, el último del gobierno de Herrera, poco después de las medidas monetarias anunciadas el viernes de su febrero que fuera bautizado como Negro:
Álvarez Paz me recibió una tarde en el cuartel general de la urbanización El Bosque. Acusaba el impacto de los traumáticos anuncios del 18 de febrero, más brumario que aquel 18 francés. Su saludo consistió en las siguientes palabras: “Luís Enrique, dime cómo vamos a ganar esta campaña, porque así como anda vamos a perder con toda seguridad”. Repetí las escuetas líneas de mi análisis: estamos a las puertas de una profunda crisis que debe ser asumida por Rafael Caldera; Rafael Caldera confrontará un problema principal de campaña en su relación con el gobierno del presidente Herrera; habrá que decidir un curso radical ante este asunto: o defensa decidida o deslinde completamente claro. Quedamos en que desarrollaría por escrito esos conceptos, así como también describiría un nivel más operativo compatible con la lectura estratégica, en la que no diferíamos grandemente, salvo en el punto de la viabilidad de la defensa del gobierno. En su opinión, una mejoría en la imagen del gobierno no favorecía en nada a la candidatura de Caldera, aunque un deterioro de la imagen gubernamental sí le afectaría negativamente. Le recordé que una reciente encuesta en el Área Metropolitana de Caracas todavía mostraba una muy considerable proporción de entrevistados que eran renuentes a calificar la actuación del Presidente como mala o muy mala. (La encuesta en cuestión, de marzo de 1983, arrojó los siguientes resultados: opinó que el gobierno era “muy bueno” el 4% de los encuestados, “bueno” el 14%, “malo” el 17%, “muy malo” el 14% y “regular” casi el 50%. Claramente, sólo un 31% había cruzado la raya hacia el juicio definitivamente negativo). Allí había un punto de partida para una enérgica acción de viraje en el planteamiento de campaña, hasta entonces centrada en el prestigio de Caldera, el que hacia 1981 había alcanzado niveles cercanos a un 80% de venezolanos creyentes en él como el mejor presidente de la etapa democrática. Durante esta entrevista llegué a pensar que Álvarez Paz, quien mostraba cierta renuencia a aceptar la totalidad de mis planteamientos, pudiera estar convencido de la indignidad del gobierno de Luís Herrera. Así se lo pregunté. Fue la primera vez que Oswaldo Álvarez Paz me dijera: “Lo único inmoral es no ganar”.
En el mismo libro memorioso expongo con mayor amplitud una valoración del gobierno de Herrera. En ella emerge como factor clave la relación de Herrera con su partido, dirigido desde la Secretaría General por Eduardo Fernández (cito):
Al comienzo de su período el presidente Herrera contó con posibilidades apreciables. Fue elegido con una mayoría moderada pero más convincente que la que obtuvo Caldera en 1968 y recibió poco después la señal de un mayor apoyo de las elecciones municipales de 1979. Por recursos no pudo quejarse, pues contó para la mayor parte de su período con fuertes aumentos de ingreso por los sucesivos aumentos en los precios petroleros. Hubo de contar, es cierto, con el peso de la ya muy considerable deuda pública, aún quitándole la treintena de miles de millones que se empeñó en rebuscar y añadir a la famosa “estimación Bolinaga” para aquella antológica alocución televisada en la que anunció que la hipoteca era por 110.000 millones de bolívares. Y hubo de contar también con la distancia y la frialdad del polo calderista. Varios fenómenos gravitaron fuertemente sobre el gobierno de Luís Herrera Campíns. El primero fue aquella “solidaridad inteligente” que COPEI declaró por boca del flamante secretario general, Eduardo Fernández. El segundo, el frustrante episodio del Sierra Nevada. El tercero, naturalmente, la serie de malas noticias económicas a partir de los inicios de 1982. El cuarto, la incesante oposición adeca, que, reunida en medio de su desesperación post-perecista por la voz aleccionadora de Jaime Lusinchi, no dejó de pronosticar la recesión económica.
Por lo que respecta al indeciso apoyo de un partido controlado por personajes más afectos al calderismo, el gobierno de Luís Herrera encontró apropiado constituirse con los herreristas de mayor confianza en los puestos claves. Todos recordamos la profusión de barquisimetano-lasallistas en puestos gubernamentales, así como la resistencia del Presidente Herrera a destituir funcionarios de su régimen que estuviesen marcados por la sospecha de corrupción. El gobierno de Herrera se condujo desde un principio en un estilo pre-paranoico, pues a la natural oposición adeca se añadía el efecto de un comando partidista propio que no le apoyaba completamente. Esta circunstancia, independientemente de los orígenes de la escisión copeyana, fue constante del período.
La lucha por invalidar políticamente a Carlos Andrés Pérez sirvió posteriormente como caldo de cultivo a un cínico espíritu de rebatiña que pareció apoderarse de algunos notorios funcionarios públicos. El episodio del Sierra Nevada contribuyó grandemente a una suerte de autorización realista de la corrupción. En efecto, razonarían los convencidos de la culpabilidad de Pérez, si éste había salido indemne del proceso de juicio público que le fue montado en el Congreso de la República, entonces podría resultar una necedad, y hasta un suicidio político, adoptar una conducta honesta que sólo les dejaría enemistados con ese poderoso personaje nacional y para colmo sin recursos. Hubo consejeros que propusieron a Herrera Campíns comenzar el asedio por la figura más vulnerable de Diego Arria. Se dice que Herrera optó por irse de una vez de frente contra Carlos Andrés Pérez porque una cacería de Arria hubiese dado mucho más tiempo al ex presidente para preparar su defensa.
En todo caso, la notoria corrupción del período de Herrera Campíns fue un golpe a la opinión pública, pues Luís Herrera había accedido al poder sobre el supuesto de una cruzada moral. Desde el discurso en el acto de su proclamación por el Consejo Supremo Electoral, pasando por el de la toma de posesión, incluyendo la alocución de los 110.000 millones y las acusaciones que promovía por la vía preferente del gran inquisidor Leopoldo Díaz Bruzual, Luís Herrera Campíns había fundamentado una buena parte de su razón de gobierno en la denuncia y el ataque a Pérez y a muchos de sus funcionarios. En 1982 el país presenciaba, atónito, un endeudamiento fuertemente agravado y la epidemia de escándalos administrativos protagonizados por importantes funcionarios del gobierno.
Las malas noticias económicas de comienzos de 1982 completaron el telón de fondo de la época. No hubiera sido imposible presentir que un empeoramiento de la posición financiera del sector público se avecinaba. A fin de cuentas, ya mucho antes voces como la de Juan Pablo Pérez Alfonzo habían “profetizado el desastre”. Pero tampoco era ésta una percepción común. Tan tarde como a fines de 1981 el primer vicepresidente de Petróleos de Venezuela, Dr. Julio César Arreaza, en su discurso ante la asamblea de ARPEL de ese año, se atrevía a predecir un brillante futuro de expansión para los países petroleros. Es así como las primeras señales negativas constituyeron en la práctica una sorpresa. La decisión de la OPEP de establecer un programa de producción a sus países miembros, como una forma de adaptarse a la “debilidad momentánea” del mercado, era de por sí bastante ominosa. Mucho más lo fue el endurecimiento de los banqueros japoneses con el Ministro Ugueto. Como apunté, es probable que este endurecimiento haya tenido más que ver con los problemas de repago de la deuda externa mexicana y la de Polonia que con la situación del mercado petrolero o con el juicio que Venezuela hubiera merecido considerada aisladamente. Pero la analogía con México resultaba natural. A fin de cuentas, el gobierno de López Portillo parecía una copia al carbón del de Carlos Andrés Pérez, impulsado por el boom de los nuevos yacimientos mexicanos. México fue por esos años el paraíso del prestamista internacional. Sus problemas con la deuda externa fueron, por tanto, un golpe psicológico de primera magnitud.
La oposición de Acción Democrática también era natural. Si durante un tiempo, por la época del caso Sierra Nevada, ese partido estuvo deprimido y acomplejado, no tardó en reponerse bajo el liderazgo de Jaime Lusinchi, quien inmediatamente después de la derrota electoral animó a sus copartidarios a reagruparse para continuar en la lucha. Los resultados fueron, obviamente, correspondientes con esa valerosa postura de rechazo a la rendición. Pero la oposición de Acción Democrática contribuyó en mucho a la conformación de un clima de desconfianza en las políticas económicas del gobierno de Herrera Campíns. Una prédica incesante desacreditaba la bondad de las decisiones, y la participación adeca en el Congreso de la República no le hacía en nada fácil la vida a Luís Herrera.
Ésos fueron los cuatro principales factores que operaron negativamente sobre la administración de Herrera Campíns. Otros valen la pena de ser mencionados. El primero es el propio estilo de gobierno del ex presidente. Por un lado, desde muy temprano abrió frentes de lucha múltiples y simultáneos. Intentó arreglar el problema de los indocumentados y el del diferendo con Colombia, atacó los intereses de las televisoras comerciales con la prohibición a la propaganda de licores y cigarrillos y a la participación infantil en programas y cuñas de televisión, mostró frialdad o resentimiento ante FEDECÁMARAS al negarse a asistir a sus asambleas, estableció la pelea frontal contra el ex presidente Pérez y, en general, impuso un estilo sombrío desde aquella primera declaración: “Recibo una Venezuela hipotecada”. No era como para animar a la confianza del inversionista privado. Muy pronto, además, impuso el “enfriamiento” a una economía “recalentada”. No mucho tiempo después el Ministro Ugueto confiaba a algunos amigos lo fácil que era congelar la economía y lo difícil que era reactivarla.
Por otro lado, este estilo se complementaba con el aura misteriosa y zamarra del presidente Herrera. Había que ser un experto cultor del folklore venezolano para desentrañar su refranero, con el que pretendía conducir la psiquis del venezolano, o sus extrañas comparaciones, como aquella de la Constitución de 1961 con Sofía Loren. Nadie, se decía, ni sus más íntimos colaboradores conocían lo que pensaba en realidad el presidente. E intencionalmente mantenía dentro de su gobierno personalidades discrepantes, lo que impedía coherencia política. La más notoria de las disensiones se establecía entre Leopoldo Díaz Bruzual y el resto de los ministros de la economía. Díaz Bruzual fue empleado primero como el encargado de desacreditar los megaplanes de la época de Pérez, principalmente en lo que se refería al famoso Plan IV de la Siderúrgica del Orinoco, la que, como casi todas las empresas de la Corporación Venezolana de Guayana, había pasado a ser propiedad del Fondo de Inversiones de Venezuela, del que Díaz Bruzual fue su ministro presidente. Fue Díaz Bruzual quien se atrevió a poner en duda, a fines de 1981 y durante 1982, la productividad de Petróleos de Venezuela, cosa que convenía a su plan de llevar los importantes depósitos de divisas de PDVSA hacia las arcas del Banco Central. Y fue Díaz Bruzual, por supuesto, quien enfiló contra Carlos Andrés Pérez al destapar el turbio negocio del buque Sierra Nevada. Ya en pleno año electoral detonó la bomba del Banco de los Trabajadores de Venezuela, que había sucedido al escándalo del Banco Nacional de Descuento. Díaz Bruzual fue, pues, el gran agitador del período de Luís Herrera, su Robespierre. Ante las obvias discrepancias, Ugueto explicaba la presencia de Díaz Bruzual: “El presidente quiere una segunda voz en el gabinete económico”. Luego sería Arturo Sosa quien sufriría las atrabiliarias declaraciones del “Búfalo”. Más de una vez el impacto que éstas producían descosió los intentos de refinanciamiento de la deuda externa que Sosa pacientemente elaboraba. Venía un telegrama esperanzador del comité de bancos con acreencias sobre la República, lo seguía algún ácido desplante del presidente del Banco Central de Venezuela y desaparecía como por arte de magia toda simpatía de esos acreedores.
El otro factor digno de mencionar es el marcado aumento en el escrutinio que de las ejecutorias públicas hacían, principalmente, los medios de comunicación social. Se puede decir que a este respecto aumentó la democracia venezolana durante el período de Luís Herrera. En efecto, nunca antes un gobierno había estado expuesto a un asedio tan insistente o tan escudriñador. El día que llegue a ser posible una cuenta más objetiva de los casos de corrupción administrativa y se haga una comparación entre los producidos en el gobierno de Pérez y en el de Herrera, será posible notar que durante el período de este último aumentó la frecuencia de reporte. Habrá que decidir entonces si hubo más corrupción absoluta durante el mandato de Luís Herrera o si la percepción de que así lo fue dependió más de una mayor cantidad de iluminación, si el tumor era realmente más grande que antes o si se veía más porque la lámpara del quirófano alumbraba mejor.
Esta era la versión que del gobierno de Luís Herrera Campíns sostenía yo. Pensaba que las inocultables fallas del gobierno no se debían únicamente a su voluntad y que factores que no controlaba le habían encaminado, trágicamente, por el despeñadero. También lo juzgué mal políticamente, pues llegué a creerlo mejor hombre de Estado que lo que resultó ser. Me dejé dominar por el mito de su zamarrería y estuve esperando su famoso y anunciado “volapié” hasta el último momento. Éste nunca llegó, tal vez afortunadamente, pues signos hubo de que el volapié bien pudiera haber sido alguna sorprendente y traumática revelación relativa al caso de secuestro de William Niehous, el que había ocurrido durante el gobierno de Pérez y que había sido “resuelto” en tiempo récord a las pocas semanas del gobierno de Herrera. Digo afortunadamente porque en la tradicional política nacional sus protagonistas parecieran acertar a legitimarse sólo con el descrédito del contrario, mediante la acusación escandalosa y violenta. Una revelación agresiva de algún posible secreto sobre Niehous, aparentemente guardado por Luís Herrera con avaricia, hubiese chocado fuertemente a la psiquis venezolana, ya abrumada por la secuencia de escándalos del año de 1983, espantada ante los casos del Nacional de Descuento y del Banco de los Trabajadores, y conmovida todavía más por el asesinato del penalista Raymond Aguiar a escasas horas del acto de votación electoral. Lo cierto del caso es que el volapié no se produjo y Luís Herrera entregó a Jaime Lusinchi una Venezuela hipotecada en segundo grado.
Como puede verse, el suscrito no tenía un prejuicio acerca del gobierno de Luis Herrera; más bien tenía una predisposición a juzgarlo favorablemente. Ejercí, por otra parte, una función pública durante su período—de enero de 1980 a febrero de 1982—: la Secretaría Ejecutiva del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICIT). Entre las frustraciones que experimenté en ese lapso estuvo la renuencia de Herrera a prescindir de su Ministro de Estado para la Ciencia y la Tecnología, Raimundo Villegas, que se caracterizó por prácticas de nepotismo—que oportunamente denuncié al Secretario General de COPEI, sin resultado alguno—y que en mi presencia informó a un funcionario de la Casa Blanca de la celebración de reuniones secretas del presidente Herrera con mandatarios de Centroamérica durante el conflicto de esta zona; de esto di noticia a un importante ministro de Herrera y tampoco hubo consecuencias prácticas.
Ni siquiera estas últimas cosas amellaron demasiado mi simpatía general por Luis Herrera; creo que hubiera hecho un mejor gobierno si su propio partido no hubiera tenido la grosera ocurrencia de ofrecerle una «solidaridad inteligente», esto es, condicionada. No le ha sido fácil a COPEI llevarse bien con los presidentes que han salido de su seno.
Pero al final de su influencia política Herrera incurrió en graves distorsiones, y las peores entre ellas se suscitaron alrededor de la candidatura presidencial de Irene Sáez. Era Luis Herrera el Presidente de COPEI, sobre la funesta Secretaría General de Donald Ramírez; ellos aceptaron la promoción de quien entonces era la Srta. Sáez, ex Miss Universo, por parte de Enrique Mendoza, a la sazón Gobernador del Estado Miranda. COPEI no estaba bien, financieramente hablando, y el presupuesto mirandino sostenía entonces muchas de sus operaciones. (Como sesiones de trabajo con dirigentes regionales en las que se les vendía las bondades de la candidatura favorita del gobernador Mendoza).
Cuando ya eran obvios los preparativos del partido comandado por la dupla Herrera-Ramírez para lanzar a la Srta. Sáez, el diario El Nacional invitó, a mediados de 1997, al ex presidente Herrera a una entrevista con desayuno. Uno de los periodistas presentes levantó el punto de la impreparación de Irene Sáez para el cargo presidencial, de la carencia en ella de la madera de un estadista. Impertérrito, Luis Herrera contestó: «No se preocupen, que modernamente el poder es compartido». Es decir, admitía las carencias de la candidata y sugería que él sería el verdadero poder detrás del trono.
Llegado el momento de la proclamación oficial de la candidatura Sáez en la convención de COPEI en Caraballeda—Hotel Macuto Sheraton—, Luis Herrera llevó el asunto a límites de desvergüenza. En esa convención habló dos veces, poniendo de manifiesto su reconcomio anticalderista y antieduardista, y en el segundo y último de sus discursos admitió:
…les voy a decir por qué creo que necesitamos ganar: no por ustedes, que al fin y al cabo—unos por razón de experiencia estamos jubilados, otros por razón de méritos están desempeñando importantes responsabilidades en los organismos representativos—tenemos nuestro medio de vida asegurado, ni de la mayor parte de los dirigentes municipales y regionales del partido que también tienen su vida, por lo menos a corto plazo, asegurada. No, no por ellos, sino por los que no tienen cargos en la burocracia, por los que no tienen acceso a la administración pública para plantear sus problemas y que se los resuelvan, para que se les escuche su pobreza, para que se les dé una muestra de afecto y de solidaridad, que se los podría dar un Presidente copeyano o un gobierno donde el Partido COPEI sea también partido de gobierno…
Debo admitir que conocer tan descarada declaración me produjo una muy desagradable sensación, aunque ya había escuchado que esa racionalización herrerista estaba siendo ofrecida a más de un copeyano: ganemos para que puedan tener cómo vivir. Resuélvanse, asegúrense de estar “cubridos”—como habría dicho la inefable Blanca Ibáñez—con un triunfo electoral. No imaginé nunca, sin embargo, que el presidente de COPEI se atreviera a presentar un argumento tan alejado de la ética socialcristiana en el seno de una convención nacional, ante las cámaras—de una Globovisión incipiente—que transmitieron al país todo el discurso. Al día siguiente, una versión escrita de las palabras de Herrera Campíns fue distribuida a los asistentes a la convención. Herrera no estaba avergonzado sino orgulloso de la enormidad que entonces dijo.
Conductas como ésa son las que permitieron que un oficial golpista de mediano rango ganara las elecciones presidenciales de 1998. Lamentablemente, Luis Herrera Campíns se transformó en abierto cultor de la Realpolitik: la procura del poder a toda costa. LEA
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Luis Enrique: la motivación para escribir mi libro Del Viernes Negro a la Revolución Bolivariana – El Ocaso del Rentismo Petrolero, fue haber sido testigo presencial y, de algún modo, protagonista de los hechos del Viernes Negro, fecha muy importante que marca un hito en la historia económica y política del país. No fue un hecho provocado o causado por una mera circunstancia, o la intervención de algún personaje. Se trataba de la interpretación, por los principales actores politicos, empresariales, sindicales y académicos, acerca de la cruda realidad de la vulnerabilidad de le economía venezolana, por la fluctuación abrupta de los precios del petróleo. Todavía no hemos encontrado un sendero por el cual conducir la política económica ante esa realidad de alta dependencia del comercio de petróleo. De modo que no sólo el gobierno de Luis Herrera, sino el país en su totalidad, no tuvo la capacidad de asimilar la crisis que se nos avecinaba, como sucede cuando hay que enfrentar un huracán o una tormenta.
Desde luego, han pasado ya casi 28 largos años de crisis, de gobiernos con capacidad limitada para entender la verdadera causa de esta crisis económica, que sólo ha tenido como realidad el crecimiento de la población bajo pobreza a una tasa muy superior de la respectiva del aumento de la población. Y ello hoy es mucho mas grave que antes, cuando todavía los mensajes de personas que pueden tener la posibilidad de gobernar mantienen un mensaje a la población, como si nada hubiese pasado. Es decir: somos ricos, tenemos petróleo y lo que falta es un buen gerente. Mayor falacia no pude ser esta apreciación. Creo que las sociedades aprenden cuando la gravedad de las crisis las llevan al caos, como pasó en Japón y Alemania después de la guerra. Estamos en camino del caos, pero faltan hechos por ocurrir, que determinarán los cambios que logren reconducir al país hacia nuevos estadios de bienestar.
Tus comentarios, Aurelio, tienen usualmente tanto tino que suscitan nuevas capas de interpretación. Sobre la incapacidad de manejar las crisis, cuya raíz es la incapacidad previa de entenderlas, recordé un episodio relacionado con el que cuento en Hipoteca en 2do. grado. Como digo allí, el comando de la campaña de Caldera en 1983 quiso recabar mi opinión sobre la manera eficaz de conducirla. En Memorias prematuras refiero con detalle esta interacción, y en un pasaje registro el recibimiento de materiales que preparé al efecto:
Se convocó a una reunión en la oficina de Álvarez Paz destinada a la discusión de este material. Asistieron a ella el propio Álvarez Paz, Gustavo Tarre Briceño, Allan Randolph Brewer-Carías y el suscrito. (Con Brewer-Carías había almorzado previamente. En ocasión de este almuerzo esbocé mi noción de diferenciar entre un programa de gobierno y un “programa de Estado”, diferencia explicada luego y más detalladamente en los documentos aludidos). El análisis no duró mucho. Todos estaban con prisa, tal vez, o, como propuso Gustavo Tarre, era mejor leerlos con detenimiento para discutirlos en otra ocasión. Durante el tiempo que empleamos en leer la primera parte de los textos, dedicada a una evaluación estratégica de la situación, Tarre Briceño me preguntó cuándo había escrito yo eso. Pensé que se refería al tiempo que me había tomado escribirlo. Le contesté, orgulloso de mi eficiencia: “Anoche”. En realidad Tarre quería saber si lo había escrito antes del 18 de febrero, pues mi análisis comenzaba diciendo que las recientes medidas económicas, luego de un breve respiro, no tardarían en agotar su efecto, por lo que pronto la situación estaría peor. “Entonces, ¿tú escribiste eso después del 18 de febrero y crees que la situación no está ya controlada?”. Así me preguntó consternado. Esta reveladora e inocente pregunta de Tarre Briceño me hizo comprender que la dirigencia copeyana había llegado a creer que el trago amargo del tristemente célebre “Viernes Negro” había sido suficiente para estabilizar la economía.
La percepción de crisis pasajera no era monopolio de políticos. Nuestro recordado Curro Aguerrevere, uno de nuestros ejecutivos de clase mundial, me preguntó a fines de ese mismo año de 1983 sobre qué iba a escribir en una publicación que estaba a punto de emprender. Al decirle que escribiría de «los procesos de la crisis», pensó un segundo antes de reponer: «Y, cuando se termine la crisis ¿de qué vas a escribir?» Como dices, ya llevamos casi treinta años de crisis.
La lectura de tu libro es ejercicio recomendable para quienes quieran entender los factores estructurales de nuestra deforme economía.