Un plan que lucía razonable

Hasta 1973, la economía venezolana creció serena y consistentemente, a ritmo sensato, dentro del marco de la democracia. A comienzos de ésta (1959) el Estado venezolano propició una reforma agraria, pero también una política de industrialización que implicaba un explícito e importante estímulo a la actividad económica privada.

A partir de 1974 el país experimentó un crecimiento desmedido, cuyas consecuencias seguimos sufriendo a la fecha. En ese año se había cua­druplicado, en cuestión de meses, el valor de las exportaciones energéti­cas venezolanas, a raíz del embargo árabe de fines de 1973. Es conveniente enfatizar este hecho: el crecimiento de la década 1973-83 no se debió a factores buscados por Venezuela, sino a causas totalmente exógenas determinadas por terceros actores internacionales, entre las que debe anotarse además la profusa y espléndida oferta de financia­miento internacional de la época.

Cualquier economía, por más sana que fuese, enfermaría de importancia si se viera inundada de esa forma por tan desorbitada y repentina for­tuna. De hecho, se conoce con el nombre de “enfermedad holandesa” a procesos de este tipo, para designar la dolencia económica en la que el súbito influjo de ingreso petrolero y ayuda internacional puede destruir la economía. (En los años 70 la explotación de petróleo en el Mar del Norte generó una inundación, esta vez de dólares, en Holanda. La divisa holandesa se revalorizó sustancialmente, encareciendo sus exportaciones no petroleras hasta el punto de hacerlas no competitivas. Al mismo tiempo la importación se hizo barata, y los altos salarios del sector pe­trolero causaron su elevación en otros segmentos de la economía. Estas fuerzas se combinaron para causar estragos en la actividad privada no petrolera).

De modo que sufrimos una enfermedad por factores no endógenos. Su­frimos un atragantamiento e indigestión de divisa extranjera. (En 1963 el Primer Curso de Dirigentes Campesinos del Instituto Venezolano de Ac­ción Comunitaria se celebraba en Caracas, con una duración de un mes. A los pocos días de haberse iniciado la angustia cundía entre los directi­vos del instituto, pues la gran mayoría de los dirigentes campesinos asistentes habían enfermado de aguda dolencia digestiva. El temor inicial de una intoxicación causada por presuntos alimentos descompuestos dio paso después a la comprensión de la causa real de la epidemia: los asis­tentes al curso rara vez habían comido tres veces diarias, y la ingesta normal que ofrecía el IVAC representaba un marcado salto en la dieta habitual de los enfermos. Lo que en principio es bueno puede perfecta­mente hacerse pernicioso en la práctica, en ciertas condiciones).

Y tampoco es que la gestión económica pública de la época no intentó protegerse de la enfermedad. La creación del Fondo de Inversiones de Venezuela pretendió ser el remedio que el gobierno de los EEUU prescribiría en Irak, luego de invadirlo, para precisamente buscar esa protección. (“En Irak sus funcionarios se pre­ocupan porque el influjo de dólares empuje hacia arriba el valor de la mo­neda local y dispare los salarios hasta el punto de que la manufactura y otras industrias no petroleras languidezcan… Entre los remedios que la administración Bush está considerando para contrarrestar la enfermedad holandesa está la creación de un fondo para estabilizar el ingreso petro­lero del gobierno incluso ante fluctuaciones en los precios del crudo…” Mi­chael M. Phillips, U.S. Tries to Gird Iraq for the Perils of Oil-Cash Glut, The Wall Street Journal, 19 de enero de 2004).

Debe apuntarse, por otra parte, que la República de Venezuela trató de emplear el excedente de ingresos en inversión económicamente razona­ble. En 1975 cualquier economista del planeta hubiera recomendado al gobierno venezolano que hiciera lo que precisamente emprendió: el desa­rrollo, mediante concentradas e importantes inversiones, de sus “venta­jas comparativas”. Si Venezuela se caracterizaba, además de por su ele­vado ingreso petrolero, por una abundancia de minerales de hierro y aluminio en una región bendita por la presencia de energía hidroeléctrica abundante y relativamente barata, entonces hacia allí debía ir la inver­sión pública. El Plan IV de SIDOR fue el programa emblemático de esa política. (Naturalmente, el primer uso del chorro inicial de dólares fue la adquisición de la industria petrolera misma en 1975, cuando se expropió a las transnacionales del petróleo. Decir que la «cuarta» república estaba «vendida al imperio» es una grosera distorsión. Ya antes de ese hecho fundamental durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez, Rafael Caldera había denunciado el tratado comercial de Venezuela con los Estados Unidos).

11 años después del Plan IV

Pero nadie, ningún experto económico en el mundo entreveía entonces que una profunda transformación de la economía mundial estaba en marcha y haría eclosión en los últimos años del siglo XX. Así, hubo que esperar a 1986 para leer un comentario como el siguiente: “«La Revolución Industrial estuvo en gran medida basada en mejoras radicales en los métodos de modificación de materiales básicos tales como el algodón, la lana, el hierro y más tarde el acero. Desde en­tonces, continuas mejoras en las técnicas de producción han hecho dispo­nible un creciente número de productos basados en mate­riales a un nú­mero mayor de mercados. De hecho, desde la Revolución Industrial un aumento en el consumo de materiales ha sido un signo de crecimiento económico… En años recientes parece haberse producido un cambio fun­damental en este patrón de crecimiento. En Norteamérica, Europa Occi­dental y Japón la expansión económica continúa, pero la demanda por muchos materiales básicos se ha estabilizado. Pareciera que los países industriales han alcan­zado una encrucijada. Ahora están saliendo de la Era de los Materiales, que abarcó los dos siglos siguientes al advenimiento de la Revolución Industrial, y se están adentrando rápidamente en una nueva era en la que el nivel de uso de los materiales ya no constituye un indicador importante de progreso económico». (Eric D. Larson, Marc H. Ross y Robert H. Williams, Beyond the Age of Materials, Scienti­fic American, junio de 1986).

Sólo entonces advirtieron: “Dado que el procesamiento de los materia­les básicos consume mucho más energía por dólar de unidad producida que lo que lo hacen las actividades de fabricación intermedia y final, aún un pe­queño cambio en el procesamiento puede tener un profundo efecto en la energía consumida por la industria (que en 1984 representó dos quintas partes de toda la energía consumida en los Estados Unidos). Nuestro aná­li­sis sugiere que la producción agregada de materiales en los Estados Unidos permanecerá en términos gruesos constante entre 1984 y el año 2000 (cuando se la mide en términos de kilogramos de producto pondera­dos por la energía consumida en fabricar cada producto). Ya que espera­mos que la industria mejorará su eficiencia en el uso energético a una tasa de entre 1 a 2 por ciento por año durante ese período, el resultado puede muy bien ser una disminución en el consumo industrial de energía, quizás en tanto como 20%…»

Finalmente concluyeron: «Como cualquiera otra profunda transformación histórica, traerá consigo beneficios así como pesa­dos costos para aquellos que han hecho una inversión en la era que ter­mina. Los países industria­les están siendo testigos de la emergencia de una sociedad centrada en la información, en la que el crecimiento económico está dominado por produc­tos de alta tecnología que tienen un contenido de materiales relativamente bajo. En esta sociedad los materiales básicos continuarán siendo usados, y a muy altas tasas si se les compara con las tasas de otras sociedades. El hecho económico crítico es que su uso ya no estará creciendo. En los años por venir, el éxito y el fra­caso económicos estarán determinados por la capacidad de adaptarse a esta realidad”.

Pero eso no lo sabía nadie en 1974. Aun doce años más tarde los autores del trabajo reseñado formulaban su visión en términos tentativos. (“Puede ser que la nueva era llegue a ser la Era de la Información, aunque es probablemente demasiado temprano para bauti­zarla con alguna segu­ridad»).

En suma, fuimos atacados desde 1973 por patología económica de origen extraño y no sabíamos que poner todos los huevos en la cesta de Gua­yana crearía rigideces de tanta consideración que aún gravitan sobre no­sotros. Esta lectura es importante para desmontar la impresión estándar que se tiene de nuestro desempeño económico general en tanto sociedad: que exhibimos una conducta esencialmente censurable. Dentro de una general propensión nacional a la autodenigración, una interpretación in­correcta de la trayectoria económica venezolana contribuye a la entroni­zación de un marco cognitivo asfixiante e injusto. LEA

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