Nacha con nuestros hijos

Nacha con nuestros hijos: María Ignacia, Eugenia Josefina, Luis Armando.

 

She sang beyond the genius of the sea

Wallace StevensThe Idea of Order at Key West

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Debo a Andrés Ignacio Sucre Guruceaga la inmensa fortuna de haber conocido a mi esposa, en la noche del martes 11 de mayo de 1976. En El padrino, de Mario Puzo, se da cuenta del rayo que cayó sobre Michael Corleone cuando por primera vez vio a Apolonia. María Elena Ramos reseña el pasaje:

Descansaba a la sombra de un naranjo cuando sufrió el ataque de lo que los sicilianos llaman “el rayo”. Su corazón empezó a latir “más de prisa de lo normal, se sentía un poco aturdido y notaba que la sangre bullía en su cuerpo. Percibía intensamente los mil perfumes de la isla; el aire olía a naranja, a limón y a flores. El cuerpo no le pesaba. Se sentía en otro mundo (…) Estaba tan anonadado que se hubiera dicho que acababa de atropellarlo un coche”. (…) “Lo que sentía en ese momento era un irresistible deseo de posesión (…) No conseguiría quitarse de la cabeza el recuerdo de la muchacha si no conseguía que fuera suya. De repente, su vida se había simplificado. Ahora todo convergía en un solo punto, haciendo lo demás indigno de atención”. (…) “Flechazo” o “amor a primera vista”, no alcanzan a definir, a nuestro parecer, el golpe inédito, eléctrico, violento, feliz y animal, que sufren todos nuestros sentidos cuando pega el rayo; un golpe que te deja anonadado. (…) El rayo es una instantánea revolución de los sentidos en la que no existe la ternura, la dulzura. Es como un exuberante paraíso en el que nunca creímos, pero que se aparece de repente.

Fue más o menos eso lo que me pasó esa noche, y nunca me había ocurrido algo que se le aproximara medianamente. Como dijera de mi primer hijo, ella es causa de un amor y de un orgullo de los que no he podido recuperarme.

Andrés Ignacio me había invitado a un concierto aniversario en su casa de una coral que dirigía mi compadre y amigo de juventud, Eduardo Plaza Aurrecoechea. Allí me cayó el rayo. Nacha Sucre—¡qué nombre único y perfecto!—formaba parte del grupo de contraltos. Me fueron evidentes su vivacidad y su alegría, su poderosa hermosura. Al salir de la casa de la Calle 5 de Los Palos Grandes, obtuve de Andrés una sucinta información acerca de la situación sentimental de su prima y concebí esperanzas. A pesar de no haber cruzado con ella más de dos decenas de palabras, tenía la clarísima certeza de que era la mujer que siempre amaría. Ya en mi apartamento de divorciado solitario, me atravesaba un solo pensamiento: que yo debía por sobre todo respetar, siempre y escrupulosamente, la libertad de esa mujer de la que me había instantáneamente enamorado.

Días después (28 de mayo), sentí la necesidad de escribir sobre lo que me pasaba, e imaginé que decía a un cercano amigo: «Quiero contarte, Diego Bautista, de una mujer. Que se me está metiendo, compañero»:

Es muy fácil recordarla. Tan fácil como difícil describirla. Claro, puedo poner en palabras cada atuendo que le he visto. Desde el uniforme de pañuelo color contralto, hasta la blusa rayada de botones grandes. Puedo escribir los objetos que la tocaron o las cosas que me ha dicho en una noche, una mañana y una noche. De allí hacia más, la tarea se me escapa. Logro sólo, por ejemplo, después de un buen esfuerzo, desmenuzar alguno de sus gestos de demolición. Es algo así como una explosión de breve eternidad en la que coinciden una inclinación de la cabeza, una sonrisa inestimable y un brillo salado en la mirada. Pero eso no es avanzar demasiado, pues no describo—y quizás no pueda hacerlo—ninguno de esos socios expresivos, ni otros solidarios en su fuga y que no he sabido glosar aunque sé que están presentes. Tampoco me importa mucho, porque cuando viven en su rostro están juntos. Mi intento, por tanto, profano. Además puedo repetir en mi memoria la escena de ese gesto, su dulce violencia, con nitidez de lluvia fina.

Llegado julio, había aceptado compartir conmigo un café en Sabana Grande, y el recuerdo de la noche en que un hombre se acercó a nuestra mesa—para ver si le comprábamos un ejemplar de La ciencia en la Unión Soviética—quedó plasmado en Camarada Carmona, que justamente comienza con otra imagen pluvial: «Ya la lluvia se había hecho enumerable». Nacha era capaz de calar los huesos de cualquiera.

Eso lo supe después. Se tomó casi tres años para aceptarme el matrimonio, y en ese lapso fue cortejada por una serie interminable de caballeros. Francisco Villegas me contó una vez que en la discoteca La Lechuga se referían a ella como «la Mata Hari», tal era su fama de competente femme fatale. Pero yo había jurado respetar su libertad y mi suegra me explicó de uno de los pretendientes: «Es sólo un amigo que la distingue».

En 1979 fuimos marido y mujer, y nos dedicamos a procrear tres hijos hermosos, entre ellos el primer descendiente varón de mis suegros. (Trajimos uno previo cada uno; yo el ya aludido, ella una hija que vale la pena). Hicimos primero a Eugenia, a quien su abuelo le escogió el nombre para significar que era bien nacida; yo la exhibía feliz, al mes de haber venido, en mi oficina, y uno de los empleados la bautizó como Estrella de la mañana. Luego, Luis Armando, la copia exacta del mismo abuelo materno, genéticamente portador de 45 cromosomas Sucre, hombre de mil amigos en quien sus hermanas confían ciegamente. Por último, María Ignacia, nacida en el cumpleaños de mi madre para distinguirse mucho académicamente y con su pluma y, recientemente, en el ciclismo urbano. Los tres han heredado la nobleza de la madre.

Más allá de eso, Nacha no ha dejado de crecer personal y profesionalmente. No conozco gente que sepa de ella y no la quiera, y ella quiere—mis celos se desvanecen ante el hecho—estrictamente a todo el mundo y sobre éste distribuye su bondad. Ha surgido en ella una escritora de seguro instinto narrativo; es autora publicada—Alicia Eduardo: Una parte de la vida—: «…es la misma Nacha Sucre de siempre, sabia ante la vida y el amor, la misma mujer de fresca relación con lo real, que escribe as a matter of fact de modo eficaz y bello con el don de los escritores natos. …la oportunidad del trabajo sistemático le hizo sentirse segura en la constatación de su poder, y ya sabe que es irreversiblemente una escritora». No cesa de estudiar y aprender su nuevo oficio.

Mientras yo esperaba (o desesperaba) su admisión de que yo era «el hombre de su vida», concebí en mi guayabo componer una novela que la tuviera como centro, y los capítulos iban a tomar su título de cada verso de La idea de orden en Cayo Oeste, el gran poema de Wallace Stevens, pues ella, en verdad y no sólo como contralto en un coro, cantaba más allá del genio del mar. Es el mar parte de la sustancia de mi esposa, y aunque el matrimonio hizo innecesaria la novela, acá dejo constancia hoy, en el día de su cumpleaños, de su retrato anticipado por Stevens: «But it was she and not the sea we heard. For she was the maker of the song she sang».

It was her voice that made
The sky acutest at its vanishing.
She measured to the hour its solitude.
She was the single artificer of the world
In which she sang. And when she sang, the sea,
Whatever self it had, became the self
That was her song, for she was the maker. Then we,
As we beheld her striding there alone,
Knew that there never was a world for her
Except the one she sang and, singing, made.

(Pero era ella y no el mar lo que oímos./ Porque era ella la hacedora de la canción que cantaba. (…) Era su voz la que hacía el cielo más agudo al desvanecerse./ Ella medía su soledad a la hora./ Ella era la sola artífice del mundo/ En que cantaba. Y cuando cantaba, el mar,/ Cualquiera esencia tuviera, se hacía la esencia/ Que era su canción, porque era ella la hacedora. Entonces nosotros,/ Al verla allí caminando sola,/ Supimos que nunca habría un mundo para ella/ Que no fuera el que cantaba y, cantando, hacía).

El poema leído por su autor 

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Apostilla del 2 de agosto:

Claude Debussy también presintió a esta mujer de mar en 1905; por supuesto, en La mer. La anticipación ocurre en el último movimiento de la gran suite: Dialogue du vent et de la mer. He aquí su cierre, que comienza con la melancólica dulzura de su canto en oboe y flauta. Nacha ha condimentado su alegría, su rasgo fundamental, y como la magnífica cocinera que es, con una pizca de la tristeza que ha vivido. Pero a ésta se superpone el triunfo luminoso de su dicha, y danza juguetona en la orilla mojándose los pies. Entonces se aleja para atender cosas de la tierra diciendo adiós con la voz penetrante y lejana del flautín, y el mar se agita para pedirle que vuelva; él queda convencido de su promesa de retorno y calla abruptamente.

Dialogue du vent et de la mer

LEA

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