A Néstor Luis y Ana Gabriela
Los logros cumbre del pensamiento tardan un tiempo antes de llegar al vulgo en una suerte de goteo o trickling down (a lo Ronald Reagan), y cuando finalmente lo hacen, con décadas de retraso, muy poco de su esencia es entendido por quienes lo reciben.
Estas filtraciones de cultura de un piso a otro de las conciencias sociales pueden ocurrir, no obstante, con algo de mayor rigurosidad; hay ocasiones en las que teorías exitosas de cierta disciplina son objeto de transplante a otros campos. Por ejemplo, la poderosa eclosión del evolucionismo de Carlos Darwin no tardó en suscitar un “darwinismo social”: la interpretación de la historia humana como resultado de la competencia y el predominio del más fuerte. (Spencer, Galton, Carnegie y otros). El propio Darwin había atizado este fuego, al exponer en El origen del hombre y de la selección en relación al sexo: “Así, los miembros débiles de las sociedades civilizadas propagan su tipo. Nadie que haya atendido la cría de animales domésticos pondrá en duda que esto debe ser altamente injurioso a la raza humana”. Dos siglos después de su nacimiento, ya no se sostiene el principio de supremacía del más dotado como explicación suficiente de la evolución de las especies, por una parte—hay que leer a Stuart Kauffman—; por la otra, el darwinismo social no duró como teoría que las ciencias sociales tomaran en serio.
En otros casos el asunto procede de otra manera: ahora se nota la emergencia de procesos de estructura muy similar en campos muy distintos, los que parecen seguir una misma matemática. Los modelos de teoría del caos, por ejemplo, se aplican con idéntica pertinencia a problemas de turbulencia de fluidos, fibrilación ventricular, colapsos bursátiles, dinámica planetaria, meteorología o acústica. Pero, las más de las veces, dentro de la ciencia habitual la contaminación de una disciplina a partir de otra ocurre inconscientemente. La ciencia precursora, por así llamarla, contribuye a la conformación de un contexto cultural genérico—la episteme de Foucault—, un telón de fondo, casi un “inconsciente colectivo” en el que es posible que una disciplina tome, sin advertirlo, alguna noción prestada de otro campo. (El concepto común de «fuerzas» políticas, por ejemplo, directamente de Newton). Y éste es el caso de los esfuerzos profesionales por hacer predicción social seria.
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Es en 1794 cuando el Príncipe de los Matemáticos, Carlos Federico Gauss, describió el método de los “mínimos cuadrados”, que permite representar un número suficiente de mediciones de algún fenómeno o proceso por una línea recta. En verdad, la ecuación que relaciona, digamos, la presión y la temperatura de un gas dentro de un recipiente da origen a una línea recta como representación, aun cuando en la práctica las mediciones reales llevadas a un gráfico nos proporcionan más bien una nube de puntos que más o menos se extiende en una trayectoria borrosamente rectilínea. El método de Gauss, pues—que empleó a sus diecisiete años para predecir el trayecto del planetoide Ceres (por estos días asediado por la NASA)—, permite lo que los estadísticos llaman una “regresión lineal”, la conversión de una serie de datos en una línea recta cuya pendiente sigue aproximadamente la dirección general de los puntos que esos datos determinan en un gráfico. Es la recta que mejor representa a los puntos; ninguna otra lo haría mejor.
Muy pronto comenzó a trasladarse esta técnica al problema de la predicción social; no en balde el nombre de la Estadística viene del término Estado. A pesar de que hay Física Estadística, y que los sistemas de control de calidad en una fábrica de cerveza se fundan en métodos estadísticos, aquella ciencia se considera fundada en 1662, con la obra del demógrafo precursor inglés John Graunt: Observaciones naturales y políticas sobre las partidas de defunción. Los Estados serios debían asentar sus decisiones sobre censos y otras mediciones confiables, y la ciencia que los trataba era la Estadística.
Pero al principio la Estadística no se usaba para predecir. Es en el siglo XIX cuando comienza a generarse líneas de regresión para series temporales, las que correlacionaban el progreso de alguna magnitud—tamaño de una población en habitantes, por ejemplo—con el mero paso del tiempo. Al obtener líneas rectas que representaban el crecimiento poblacional, los profesionales de la Estadística sucumbieron a la tentación de prolongar sus líneas hacia fechas del futuro. Así pronosticaban, y con marcado acierto, el tamaño de una población en tiempos del porvenir.
Es en el mismo siglo XIX cuando Carlos Marx pregona su pretensión de que ha dado con un método para tratar científicamente el despliegue histórico de la humanidad: el materialismo histórico. Marx creyó haber descubierto, como si fuera un Newton social, las “leyes de la historia”, las que le permitirían pronosticar el decurso futuro de la humanidad como si se tratara de una trayectoria balística, fácilmente determinable mediante ecuaciones de mecánica racional.
Y, en gran medida, la cultura inmediatamente postmarxista llegó a pensar que, en efecto, el futuro de la humanidad era predecible. En cierto sentido, todos eran algo marxistas a comienzos del siglo XX, como eran todos un poco darwinistas. Allí estaba el telón de fondo cultural que reforzaba la validez de la regresión lineal como método adivinatorio del futuro cuantificable. Se trata, por supuesto, de un telón rasgado por Karl Popper en La miseria del historicismo (1944).
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Sin embargo, es justamente en los propios inicios del siglo veinte, entre 1905 y 1916 para ser precisos, cuando Alberto Einstein construye una nueva física de lo más grande: sus teorías especial y general de la relatividad. Uno de sus gráficos más didácticos consiste en una mitad inferior en la que una línea vertical choca hacia arriba, perpendicularmente, contra una línea horizontal que representa el instante presente; la línea vertical representa la trayectoria del pasado hasta este momento. De ese pasado no hay duda; ya ocurrió, ya colapsó, aunque pueda ser ignorado mientras no sea descubierto. A Julio César se le asesinó de veintitrés puñaladas el 15 de marzo del año 44 antes de Cristo; no fue el 16 de marzo ni el 8 de enero, y no fueron cinco puñaladas ni cincuenta, sino las referidas.
¿Qué pasa con el futuro? La mitad superior del gráfico consiste en dos líneas oblicuas divergentes que se originan en el punto de encuentro de las líneas vertical y horizontal ya descritas; aquéllas limitan la distancia que puede ser recorrida en cierto tiempo a la velocidad de la luz. Naturalmente, a mayor tiempo es mayor la distancia que puede recorrerse, y por esto las líneas divergen como los bordes de un abanico, para describir un área que es más grande a medida que uno se adentra en el futuro. Lo que cae fuera de estas líneas oblicuas queda definido como futuro imposible: cualquier punto en el exterior del abanico (o cono, más propiamente) representaría un lugar al que sólo podría alcanzarse viajando a una velocidad mayor que la de la luz, que para la teoría de la relatividad es la velocidad máxima absoluta.
Es seguro que no se razonó así—a partir de un gráfico einsteiniano—en la Corporación RAND a comienzos de los años sesenta para replantearse el problema de la predicción social, pero la episteme más reciente prescribía pensar en términos relativistas cuando los científicos sociales del mayor think tank del mundo inventaban la técnica de predecir mediante la construcción de “escenarios”. Puede presumirse que las nociones relativistas fueron permeando, fueron goteando durante décadas para cristalizar, en el campo de la futurología social, como la idea de que el futuro no era único (la pretensión del materialismo histórico) sino plural. Al mismo tiempo, la constatación evidente de que los más entre los procesos sociales son bastante erráticos, y no pueden ser razonablemente representados por una línea recta, erosionó aun más la noción de que el futuro era lineal. (En procesos de gran inercia, de cambio lento, como el crecimiento de una población lo suficientemente grande, todavía resulta adecuada la herramienta de la regresión lineal; no así en procesos más volátiles, como por ejemplo en el caso de los valores de acciones o productos en el tiempo).
El reconocimiento de la pluralidad del futuro, en consecuencia, comenzó a ser manejado con la redacción de diversos escenarios considerados como posibles, para los que había que imaginar la serie de pasos que llevarían del presente a la situación que describen. Un esquema frecuente es el de imaginar un “mejor escenario”, un “peor escenario” y un “escenario intermedio”. Pero no hay nada de mágico u obligatorio en el número de tres escenarios. Puede perfectamente redactarse cinco escenarios, o seis, u ocho, o veintiséis…
La técnica de predicción por escenarios se inventó delante del telón de fondo cultural del abanico relativista. A medida que el futuro es más lejano, la incertidumbre es mayor, como lo es el área del abanico a medida que se aleja del vértice que es el momento presente. Pero, al hacerlo así, acogió inadvertidamente una premisa no explícita: que el área del abanico es continua, y que en principio sería posible imaginar una infinitud de escenarios. Entre dos escenarios cualesquiera, siempre resultaría posible imaginar un escenario intermedio.
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Así llegamos a una nueva percepción. El nuevo telón de fondo conceptual viene provisto por las teorías de la complejidad y el caos, con su apropiada matemática: la geometría fractal. Son disciplinas que han emergido en la segunda mitad del siglo XX y, por tanto, son de goteo reciente.
Estas teorías tratan con procesos que proceden a paso de bifurcaciones y ramificaciones, como la anatomía de un árbol o la formación de un delta fluvial. El formalismo matemático sobre el que se asienta la teoría de la complejidad permite, también, describir el futuro como una estructura arborificada o ramificada, como una arquitectura discontinua en la que unos pocos futuros posibles actúan como cauces o “atractrices” por los que puede discurrir la evolución del presente.
Los sistemas complejos, como el clima, la ecología o la sociedad, se mueven a lo largo de unos pocos cauces, siendo los más caudalosos los de mayor probabilidad. El futuro, entonces, no está compuesto de una variedad infinita de escenarios. Son tan sólo unos pocos cursos, carriles o cauces—sus atractrices—los que conducen el cambio de un sistema complejo. Son, por ejemplo, unos pocos conductos los que están desaguando el caudal político venezolano, y si esto es así la incertidumbre viene siendo algo menor de lo que habitualmente se supone. Hay incertidumbre, naturalmente, pero al menos podemos estructurarla, al menos conocemos la forma general del delta de los cauces políticos en Venezuela a comienzos del año 2015:
«Es así como aun en condiciones de extrema complejidad es posible tanto predecir el futuro como seleccionarlo. Por el lado de la predicción social, el problema es ahora un asunto de identificación de las atractrices (cauces) actuantes en un momento dado. Por el lado de la acción, se trata de evitar ciertas atractrices indeseables y de seleccionar alguna atractriz conveniente o, más allá, de crear una nueva atractriz altamente deseable. Eso es, fundamentalmente, la esencia de una imagen-objetivo. Eso es lo que deben proporcionar los estrategas políticos». (Los rasgos del próximo paradigma político, referéndum, 1º de febrero de 1994).
luis enrique ALCALÁ
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