Ha debido ser en 1964 cuando leyera un divertido y pedagógico cuento en la revista Vértice, publicación muy bien diagramada e impresa del Opus Dei que se vendía en las universidades venezolanas. (A su inicio en 1964, formaban parte de su consejo editorial Rafael Tomás Caldera Pietri, Carlos Altimari Gásperi, Juan Garrido, Nelson Geigel Lope-Bello y Eloy Anzola Etchevers, entre otros). La narración—La Inguanda o el Ministerio de la Papa—había sido tomada de la revista ARCO, compuesta por textos de escritores noveles colombianos, ecuatorianos y venezolanos e igualmente asociada al Opus Dei. Se llamó también Vértice una revista del falangismo español que nació durante la Guerra Civil Española y dejó de aparecer en 1946, y es sabida la importante participación de miembros del «Opus» en los gabinetes de ministros de Francisco Franco, aunque no tanto la prioridad estratégica que esa organización religiosa concedía a todo lo que fuese editorial. (La casa editora RIALP, por caso, fue fundada tres años después de la clausura de la Vértice española por profesores universitarios miembros de la influyente organización: la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei).
No logro recordar, sin embargo, el nombre del autor* del cuento, así como no he conseguido el texto de La Inguanda en el abundantísimo espacio de Internet. Lo que sí se grabó en mi memoria es su trama, con alguno que otro detalle. He aquí la reconstrucción que he podido hacer de su ingeniosa línea narrativa:
Resulta que un buen día, en el país de Tingledonia, el diputado «Fagúndez»—seguramente no era éste su apellido en el cuento—pronunció un elocuente y vigoroso discurso en el Congreso de su nación, que remató de este modo: «El problema de Tingledonia es un problema de educación».
La pieza oratoria causó un impacto inusitado: los periódicos publicaron extensos trozos de ella, que se convirtió en tema obligado de reuniones académicas y saraos de toda clase, llevando el prestigio del diputado Fagúndez a niveles impensados. El Presidente de Tingledonia consideró aconsejable a su interés invitar al diputado Fagúndez al palacio de gobierno, pues estimó que una conversación suya con él a la que se diera amplia difusión sería, a la vez, políticamente ineludible y conveniente para su valoración por los electores que podrían reelegirlo. El diputado Fagúndez, pues, atendió la invitación presidencial y recibió en premio a sus méritos de orador eficaz el encargo de una comisión que debía responder cómo se acometería el problema de Tingledonia que, reiteró coherentemente, era un problema de educación.
Los investigadores de la comisión se tomaron su tiempo para determinar que el impedimento crucial a la educación de los tingledonienses era la desnutrición de sus niños. Los hambrientos cerebros infantiles eran incapaces de retener las enseñanzas de los maestros, por más que éstos se esforzasen. Después, determinaron además que la estrategia correcta para combatir el impedimento sería sembrar de papa los campos de Tingledonia, que por sus evidentes propiedades nutritivas y cultivada oportunamente terminaría con la desnutrición de los infantes.
Al conocer el importante hallazgo y la solución salvadora, el Presidente tomó una sabia decisión: la creación en Tingledonia del Instituto de la Papa. Como es natural, el flamante centro acometió la fundamental tarea de organizar en Tingledonia el Congreso Mundial de la Papa, al que se invitó a todo experto del mundo en el tubérculo cuya dirección de correos fuera conocida. Ningún dispendio fue escatimado al evento de varios días, y sus deliberaciones fueron ampliamente cubiertas por los periodistas del país. La conclusión de ellas fue recomendar encarecidamente al Presidente de Tingledonia que elevara el Instituto a la condición de Ministerio de la Papa a fin de dotarlo, más allá de su capacidad de investigación, con facultades operativas.
Así se hizo, y el Ministerio de la Papa de Tingledonia se encargó de conseguir en el mundo las más prometedoras semillas de papa e importarlas luego en cantidades más que suficientes. Como corresponde a un despacho serio, también cuidó de imprimir decenas de miles de folletos que explicaban muy detalladamente cómo se sembraba y cultivaba la papa, y cómo se la protegía de parásitos que pudieran dañarla. Por todo el territorio nacional se repartió semillas y folletos, y Tingledonia se sentó a esperar lo que se presumió sería una abundante cosecha de papa, que relegaría la desnutrición infantil al pasado y permitiría la solución del problema nacional que era, como se sabe, un problema de educación.
Al cabo de un año, no obstante, ni una papa había sido cosechada en Tingledonia. La subsiguiente crisis en el Ministerio de la Papa amenazaba con causar la caída del gobierno, y una frenética investigación dio con las causas del extraño y decepcionante fenómeno de las papas ausentes: los campesinos de Tingledonia eran analfabetas y, por tanto, no habían podido leer, mucho menos entender, los folletos explicativos del cultivo de papa que el ministerio había distribuido profusamente.
No todo estaba perdido: el programa estrella del Ministerio de la Papa, explicó el gobierno, había servido para poner de relieve que el problema de Tingledonia ¡era un problema de educación!
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Eso es lo que recuerdo de la estupenda sátira. Nunca supe qué significaba La Inguanda. LEA
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*Susana Carolina Gil Olo acaba de conseguir la cosa en la red. Se trata de Luis Borobio, catedrático de la Universidad de Navarra y miembro del Opus Dei fallecido en Pamplona en 2004. La Inguanda se publicó originalmente en ARCO en el volumen de las ediciones 41 a 51.
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