El político que tiene el poder en sus manos es, por su misma posición, un inevitable modelo de conducta. Si es deshonesto se convierte en modelo de deshonestidad, y daña así el temple moral de la sociedad entera. Convierte a la comunidad en organismo cínico, desvergonzado, que se siente autorizado a la corrupción porque sus hombres más encumbrados se conducen deshonestamente.
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El primero fue mientras trabajaba en una empresa industrial en tiempos de cambio de gobierno.* Mi jefe me pidió que atendiera al sobrino del recientemente nombrado presidente de una industria pública nacional, que producía una materia prima que necesitábamos.
Acepté el encargo e hice preparativos para recibirlo: poco antes de la hora fijada, encendí el dictáfono que guardaba en una gaveta de mi escritorio. Un regordete joven en sus veinte años, trajeado de seda y con voluminoso reloj de oro en la muñeca, me participó el nombramiento de su tío y comentó luego que había escasez del material en cuestión, pero que su tío presidía el instituto que fabricaba la materia prima producida por la empresa dirigida por su tío en momentos en que no se la conseguía, aunque, claro, su tío… y así circularmente. Dos veces lo felicité por el nombramiento de su pariente y le dije: “Sr. Sutano: si no hay corrupticrato de sodio no lo hay para VVVV (la empresa en que yo trabajaba), ni para XXXX, ni para YYYY ni ZZZZ (nuestros más importantes competidores), y si hay corrupticrato para VVVV entonces debe haberlo para XXXX, YYYY y ZZZZ”. El sobrino no pudo desalojarme de esa posición y nunca llegó a formular el negocio que tenía en mente: “Yo les consigo tantas toneladas de corrupticrato y ustedes me dan tanto”. Nos despedimos y ya. Bueno, enteré a mi jefe de lo acontecido y él aprobó mi conducta.
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El jefe de un gobierno regional logró convencerme de que le ayudara en la composición de su primera memoria y cuenta al cuerpo legislativo de rigor. Recibí de sus asistentes montones de papeles y cifras. Con relativa prontitud encontré en ellas una discrepancia: dos de las agencias de su gobierno reportaban números distintos de camas hospitalarias instaladas en el último año en su circunscripción; la diferencia era muy marcada. Le pregunté entonces cuál de las dos cifras era la correcta y obtuve esta recomendación: “Ve a hablar con Mengano (uno de los administradores de su despacho) y él te resuelve el asunto”.
A la tarde siguiente fui a la lóbrega oficina de Mengano; salvo la iluminación que caía sobre su escritorio desde una lámpara de mesa, el recinto estaba sumido en la penumbra, pues hasta las ventanas estaban cubiertas por gruesas cortinas. En conocimiento del problema, abrió un cajón y puso frente a mí los reportes que serían fidedignos. Pero mientras yo copiaba cifras a duras penas, oí que me decía: “Me enteré de que quieres hacer un posgrado en los Estados Unidos”. Tenía razón y le contesté: “Es verdad; la Universidad de Stanford me ha admitido en su Maestría de Ciencias Políticas; pienso irme en agosto”. (Estábamos en febrero, y nunca la cursé).
Seguí en mi dificultosa labor de amanuense sin luz y sentí que abría otro cajón de su escritorio, de donde sacó un listado en filas verdes y blancas que colocó sobre la mesa. Entonces declaró: “¡Pero un Luis Enrique Alcalá no puede estar en Stanford con menos de 3.000 dólares al mes!” Recuerdo haber pensado: “¡Caray! ¿Será que hay becas gubernamentales de ese monto?” Él prosiguió: “Mira acá, fíjate: esta es una cuenta de nosotros en el banco tal y cual. Allí tenemos esta cuenta corriente con n millones de bolívares que no se moviliza hace más de dos años. Mira esta otra: n + 5 millones que no perciben interés ninguno; estamos perdiendo dinero. Si tú te consigues el banco, yo puedo poner eso en depósito a plazo fijo y acepto 6% de interés—en la época, tales depósitos percibían 9%—, te da 2% a ti y ¡se gana 1% en la operación!” Llegó a calcular cuánto sería el monto que tendría que depositar para que su 2% en bolívares equivaliera a 3.000 dólares mensuales por el año de la maestría a la tasa de 4,30. No recuerdo la cifra.
Cerré mi cuaderno y le dije para despedirme: “Ya tengo los datos que me hacían falta. Gracias. Adiós”. Salí del fotofóbico recinto y caminé tres cuadras hasta el despacho de su jefe, en el que entré sin anunciarme para espetarle: “¡Oye lo que acaba de ofrecerme Mengano!” El gobernador hizo su teatro: “¡No puede ser! ¡Llámenme a Mengano inmediatamente!”, en instrucción a su grupo de secretarias. Ninguna pareció ser capaz de encontrarlo.
Mengano continuó en su estratégico oficio al menos dos años más. Nunca fue removido del cargo, e ignoro si fue reconvenido siquiera. ¿Qué habrían ganado él o su jefe si yo hubiera aceptado el redondito negocio? Dos cosas, supongo que creían: la compra de mi lealtad y tenerme en una lista de gente controlable por chantaje.
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Ahora especificaré sitios y fechas, igualmente sin nombres, pues lo que narraré de seguidas acaeció a mi paso por la Secretaría Ejecutiva del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas, entre enero de 1980 y marzo de 1982.** (La única función pública que he ejercido, si no cuento mi empleo en PDVSA—una compañía anónima—a partir de ese último mes y mi anterior asesoría ad honorem al Consejo Nacional de Seguridad y Defensa en 1976 y 1977).
Habrían transcurrido unos diez días de mi ingreso, cuando se presentó en mi oficina un funcionario de la organización; iba a comunicarme que quería coordinar conmigo la celebración de mi cargo: una fiesta en mi casa a la que podría invitar a familiares y amigos y, naturalmente, a unos pocos ejecutivos del CONICIT, empezando por su Presidente. La institución correría con todos los gastos. Como con el sobrino del corrupticrato, me puse bruto; le dije, pues, que no entendía por qué el organismo para el que ambos trabajábamos debía sufragar lo que a todas luces sería un festejo de carácter privado. Mi interlocutor se retiró visiblemente frustrado.
Unos dos meses después lo cité a mi oficina, y en esta ocasión le indiqué que un vehículo del CONICIT que estaba asignado a quien, un buen tiempo antes que yo, fuera su Secretario Ejecutivo—yo no era su sucesor inmediato—, ya no debía continuar prestando servicios (con chofer y todo) a quien ya no laboraba con nosotros. Tampoco le gustó eso, pero no tuvo más remedio que obedecer.
Lo siguiente fue de naturaleza enteramente distinta. Otro funcionario a mi cargo se apersonó en mis predios para presentarme una empleada que acababa de contratar. Se trataba de una mujer verdaderamente hermosa, recién graduada universitaria. Una vez más, no comprendí el objeto de la presentación y no pensé más en la visita, hasta que uno o dos meses después fue la joven quien solicitó directamente que la recibiera. Se sentó en un pequeño sofá de mi oficina y me dispuse a escucharla desde un sillón contiguo. No tardé mucho en percatarme de que la despampanante dama tenía abiertos dos botones de su blusa, y de que no usaba sostén; al hablarme, se inclinaba para regalarme la perturbadora vista de un busto verdaderamente maravilloso. Muy pronto le dije que tenía otras ocupaciones y la despedí. (No de su cargo, sino de mi oficina, pues no me quejé del incidente ante su jefe).
En vena parecida, una cierta pareja de ejecutivos que me respondían directamente viajó conmigo a Washington, en visita a la National Science Foundation del gobierno estadounidense. Una noche, acepté su invitación a un bar de la ciudad, no sin advertirles que la bebida no era una de mis aficiones. Me llevaron a un sitio en el que se exhibían jóvenes enteramente desnudas que hacían piruetas en la consabida barra vertical que iba del techo al piso. Después de compartir con ellos un trago, salí del establecimiento alegando cansancio de un día de mucho trabajo.
Los mismos personajes intentaron entonces otra aproximación. Uno de los dos me dijo que su hija se había casado con un alto ejecutivo petrolero en un país extranjero, y que éste se hallaba en posición de asignarle una cuota personal de varios miles de barriles de petróleo para que los colocara con ganancia apreciable. Vinieron a ofrecerme una participación en el negocio, pidiéndome que saludara al dispendioso yerno en un telefax que yo debía dirigirle directamente. Una vez más, pude torear la confusa proposición y me negué a comunicarme con alguien desconocido acerca de algo que no me interesaba y no tenía la menor conexión con mis ocupaciones.
Más tarde, uno de la pareja me informó que el CONICIT disponía de fondos de reserva suficientes como para adquirir una sede propia, cuando la institución funcionaba apretadamente en un edificio alquilado en localización no muy cómoda. (Los visitantes debían estacionar en la calle, a veces a buena distancia de nuestra sede, pues nuestro minúsculo estacionamiento se llenaba con los vehículos de los trabajadores). Eso sí me interesó, por lo que llevé la posibilidad al Directorio que me supervisaba.
En poco tiempo, teníamos una media docena de ofrecimientos: dos pisos en una famosa torre de la Avda. Andrés Bello que estaba por estrenarse, un edificio industrial en La Urbina, otro en Boleíta, otro que me ofreciera un familiar con insinuación de que yo sería compensado si promovía y lograba su compra… uno que me pareció funcional y dignísimo en Las Mercedes. En visitas con otros funcionarios a las varias edificaciones, a veces acompañado del Presidente, no oculté mis preferencias, y siendo su precio conmensurable con los fondos disponibles, pareció que esa opción sería la escogida, decisión que correspondía al Directorio, no a mí. En camino a la decisión, recibí dos ofertas concretas de engrasamiento; la más tentadora era un cheque por un millón y medio de bolívares. (En la época, casi 350 mil dólares). Ambas las rechacé, e informé de tal cosa a uno de los miembros del Directorio, quien era viejo conocido mío.
Una década después conversaba con un querido amigo, ya fallecido, acerca de mis posibilidades políticas, y en algún momento me dijo explicando mis dificultades: “Es que a ti te hizo mucho daño lo del CONICIT”. En tal ocasión, creí que se refería a mi pretensión infructuosa por la Presidencia del CONICIT en 1982. El fundador de la institución, el Dr. Marcel Roche, me pidió una cita para decirme: “Luis Enrique: toda la comunidad científica sabe quién ha sido en los últimos años el Presidente del CONICIT; eres tú quien ha revolucionado el organismo”. Esa visita, además de inflar mi ego, excitó mi ambición, e hice saber al Ministro de Estado para la Ciencia y la Tecnología que me gustaría ser promovido a ese cargo en la inminente renovación del Consejo. No tuve, previsiblemente, el menor éxito.
No fue sino mucho después de mi intercambio con el difunto amigo cuando pensé que ha podido estar insinuando algo distinto. En el tiempo de búsqueda de sede para la agencia principal de la ciencia y la tecnología venezolanas, alguien dijo en sus pasillos que yo recibiría dinero por la compra. En verdad, un día antes de la sesión del Directorio que rechazaría al edificio de Las Mercedes—más tarde adquirido por otro instituto del gobierno—, atendí a su dueño sin testigos minutos antes de la incorporación de otros funcionarios. Esa vez, lo que hice fue exprimirlo un poco más luego de que hubiéramos arribado a un acuerdo sobre el precio: le arranqué un compromiso de construir un baño adicional para los empleados a su costo. El competente ingeniero venezolano que poseía el inmueble permitió que le torciera el brazo, y jamás me hizo una oferta de ningún otro tipo. Siempre ha sido un caballero.
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Mi último roce con la corrupción ocurrió el año pasado. Fui invitado a jugar dominó en un club caraqueño, y a la mesa se acercó Fulano, un personaje que, por cierto, había trabajado en el CONICIT en mis tiempos de Secretario Ejecutivo. De pie al lado mío, pronto comenzó a ofrecer explicaciones que nadie le había pedido: “Mi hijo sí guisa”. (El hijo tiene fama de boliburgués que desempeñó cargos importantes en las administraciones de Hugo Chávez; aparentemente, compró un edificio entero para usarlo como vivienda para él solo y su familia inmediata—recientemente supe de un caso similar—, luego de inducir con violencia la venta y desalojo de apartamentos del resto de inquilinos). “Bueno—prosiguió Fulano—, yo sí he guisado. Pero yo guisaba así: le decía a un suplidor: me das el producto al mejor precio y con los mejores tiempos de entrega y… de lo que te ganes me das un poquito”. Cuando lo conocí no tenía autoridad para algo parecido; lo que describió habrá sido conducta posterior.
Le hice notar que nos estaba distrayendo del juego y pedí que nos permitiera la concentración. Algún gesto acompañante de disgusto habrá hecho que callara y se alejara poco después.
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La Ley de Salvaguarda del Patrimonio Público fue promulgada en diciembre de 1982. Al año siguiente, la Facultad de Derecho de la Universidad Central de Venezuela organizó un simposio sobre el tema, y a él llevó el Dr. Humberto Njaim, a la sazón miembro de su Instituto de Estudios Políticos (después su Director; hoy Individuo de Número de la Academia de Ciencias Políticas), una ponencia que llevó por título Costos y Beneficios Políticos de la Ley Orgánica de Salvaguarda del Patrimonio Público. Allí ofreció dos estimaciones: el régimen de Pérez Jiménez incurrió en peculado equivalente a 1% del Presupuesto Nacional; el período democrático habría sustraído entre 1958 y 1982 un montante de 1,5% del mismo. (Una vez me dijo un taxista a quien comentaba estas cosas: “¿Tan poquito?” Le hice notar que el Presupuesto de la Nación era entonces—en los primeros días de Chávez—de 20 billones castellanos de bolívares, por lo que uno y medio por ciento representaba ¡300 mil millones de nuestra moneda en un solo año! Luego le hice ver que era una buena noticia que no se hubiera robado 98,5% del presupuesto, y que no podía sostenerse que un tumor execrable de sólo 1,5% de tamaño era la explicación de nuestro atraso, lo que era su tesis. El hipotético peculado venía alcanzando a 32 bolívares diarios por habitante, o el valor de media arepa rellena en 1999; con eso no salíamos de la pobreza).
Mi estimación de la corrupción del chavismo-madurismo es que esos niveles pudieran haber ascendido a 5% del Presupuesto Nacional, lo que monta a cantidades descomunales. A tres economistas destacados pedí hace un año sus propias conjeturas, pues ninguno de ellos conocía una medición hecha a conciencia. Uno solo aventuró la cifra de 10%, luego de explicarme que los períodos antes y después de 1999 eran incomparables, pues ahora existían fondos opacos que no están incluidos en el Presupuesto Nacional. Sea que su más competente estimado sea la cifra correcta o que sea la mía mejor informada, se trata de un peculado monstruoso. Aun así, no creo que sería tarea de un Presidente que pudiera sustituir a Nicolás Maduro a breve plazo una cacería de corruptos. Para eso está nuestro Poder Judicial, admitiendo, claro, que se trata de un poder también corrompido. En todo caso, contesté una pregunta del semanario La Razón de este modo (el 29 de junio de 2015):
Hay quienes afirman que existen factores dentro de la MUD que en función de sus intereses políticos y pecuniarios, juegan a favor del gobierno. ¿Qué habrá de cierto en ello?
Mi aproximación a la política es clínica. Si un médico intentara curar un hígado enfermo tratando célula por célula se volvería loco; por eso no me intereso por la chismografía política acerca de actores particulares. Si tuviera que descalificar a algún actor político no lo haría por su negatividad, sino por la insuficiencia de su positividad. No me intereso por esa clase de asuntos.
Del mismo modo que no compete a la Asamblea Nacional la promoción de la cesantía de Maduro, tampoco es asunto del Ejecutivo Nacional el enjuiciamiento de venezolanos por causa de robo a la Nación. Claro, el Presidente de la República nombra al Procurador General con autorización requerida de la Asamblea Nacional. (Artículo 247 de la Constitución Nacional: “La Procuraduría General de la República asesora, defiende y representa judicial y extrajudicialmente los intereses patrimoniales de la República…”) LEA
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*En una de las aventuras de Sherlock Holmes imaginada por Enrique Jardiel Poncela, el gran detective recibe una botella lanzada al mar con un mensaje escrito en un papel. En éste se le comunica que el remitente se encuentra extraviado en el Polo y le ruega que venga en su rescate, y se añade: “No le diré en cuál de los dos polos para picar su curiosidad”. La anécdota puede ser de 1969 o 1974, años de nuevo gobierno cuando trabajaba en Corimón. Ahora me he perdido en alguno de los polos, de los años.
**Esta nota se formó en mi cabeza a raíz del reciente fallecimiento de Pedro Rodríguez, el inolvidable Secretario de Actas del Directorio y el Consejo del CONICIT. Fue un dulce, inteligente y divertido personaje, además de leal y amistoso compañero. La hija primera de mi señora y yo nació bellísima en mayo de 1980, y la llevé con orgullo a mi oficina para exhibirla sobre una mesa en su portabebé. Allí vinieron a verla mis compañeros de trabajo como pastores o Reyes Magos, y Pedro la bautizó como “Estrella de la mañana” (Morning star). Comentando su deceso con mi esposa, ella recordó la oferta que recibí para que favoreciera a un cierto edificio en la búsqueda de sede para la institución y me aconsejó: “Escribe esas cosas”.
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Quizás convenga añadir lo siguiente: a mi llegada en enero de 1980, el CONICIT tenía un poco menos de 350 empleados en total. (¡11 más que PDVSA para manejar un presupuesto que a duras penas se acercaba a 70 millones de bolívares!) En dos años, sustituí a tres, uno despedido y dos renunciados—uno de estos últimos era el de la fiesta en mi honor y el carro para un cierto líder adeco—, y creé dos posiciones adicionales. Esto es, boté sólo a un empleado—él insistía tercamente en que la Dirección de Política Científica de la institución debía regirse por principios marxistas (presuntamente científicos; en el futuro, la cosa emergería con Chávez)—y básicamente hice mi labor con los empleados que encontré, que fueron contratados por administraciones previas de gobiernos de Acción Democrática. Supe que en los baños de nuestras oficinas se comentaba: «Este Luis Enrique es bien pendejo. Si nosotros hubiéramos ganado las elecciones hubiéramos sacado con tractores hasta el último copeyano ¡y el bolsa no nos saca!» No pasó mucho tiempo sin que aprendieran a respetarme y hasta quererme. («Por accidente biográfico había sido un insólito copeyano, pues mis padres me inscribieron en el colegio de La Salle en La Colina cuando tenía seis años de edad. Allí estudié hasta egresar como bachiller en 1959. Es así como a los quince años cobro conciencia política con el derrocamiento de Pérez Jiménez, mientras me encuentro en un ambiente naturalmente inclinado a adoptar la perspectiva socialcristiana. Siendo yo un ‘extremista del centro’, como años más tarde trataba de explicar a compañeros de universidad, la equidistancia copeyana del liberalismo y del marxismo convenía a mi temperamento. Así, pues, desde 1958 había tenido una episódica y semiclandestina simpatía o militancia verde. Para 1983 no me había separado del Partido Socialcristiano COPEI». En KRISIS – Memorias prematuras).
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Es bueno que lo hayas descrito, además siempre se habla de corrupción en sentido nominalista y poco se menciona cómo se da en la práctica interpersonal como lo haces con las anécdotas de las vivencias personales.
Es como dices. En general, alguien se rasga las vestiduras en nombre de «la centralidad de la persona humana» (el obispo Moronta) o algo parecido, y propone un «código de ética del parlamentario» tras el patuque descubierto de la extorsión al empresario Lamaletto. Es decir, tratamientos moralistas e ineficaces. En 1986, proponía en Dictamen un aumento de la remuneración pública para atenuar los incentivos de corromperse, junto con el establecimiento de jurados en los juicios de salvaguarda—argumentaba que 12 cheques eran más problemáticos que uno solo—, cuando no había jurados, ni escabinos siquiera, en el país. En el mismo trabajo proponía una reducción programada y significativa de los niveles de empleo público en tiempo razonable, como modo de quedarse con los mejores empleados, dotarlos de computadores de escritorio—comenzaban a aparecer por entonces—que aumentaran su eficiencia y remunerarlos mejor. (Estando en CONICIT, solicité al Jefe de la Oficina Central de Personal—adscrita a la Presidencia de la República—que me permitiera hacer eso en la institución. Sólo encontré frontal oposición). Puse en Dictamen:
Un aumento de la remuneración pública como el que se propone debería ir acompañado de un sensato y gradual programa de reducción de los volúmenes del empleo público, lo que atenuaría y hasta podría anular el efecto negativo que sobre el Presupuesto Nacional tendría el tratamiento propuesto. El nivel de redundancia en el empleo público es alarmante.
Por citar un ejemplo, en 1981 el número de empleados del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICIT). era de ¡once empleados más que los empleados de Petróleos de Venezuela! La Secretaría Ejecutiva de esa época estimaba que el servicio podría ser prestado mejor con la tercera parte del personal.
La corrupción no puede ser erradicada, como más de un político acá y en todo el mundo ha declarado que logrará; el pecado está en la naturaleza humana. Lo que puede lograrse es su atenuación, a niveles manejables por el sistema político-inmunológico (el poder judicial), aunque hoy esté él mismo corrompido y excedido en su capacidad de castigar.