Lo siguiente es el plan expositivo de la emisión #204 de Dr. Político desde Radio Caracas Radio (750 AM), que en principio será transmitida en vivo mañana, sábado 9 de julio de 2016, a partir de las doce del mediodía.
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La semana pasada hice dos promesas en el programa #203 de Dr. Político en RCR: una al Sr. Roberto de Petare—envió un mensaje SMS desde su teléfono móvil sin ofrecer su apellido (¿cuántos Robertos hay en Petare?)—; otra al Sr. Félix Vásquez. El primero preguntó en cuál diccionario pudiera encontrar el verbo «preveer», que él sostuvo había empleado yo dos veces el 2 de julio. Me comprometí a revisar el audio del programa—cosa que hice, como siempre—para verificar la pertinencia de su acusación, y le hice notar de una vez que yo estaba perfectamente consciente de la diferencia entre prever (ver con anticipación) y proveer (suministrar o facilitar lo necesario o conveniente para un fin, entre otras acepciones). En verdad, creo haber resbalado la e final en «prevé» (fue la palabra que pronuncié) por tal vez una décima de segundo, de modo que el refinado oído gramatical de Roberto de Petare tuvo motivo para perturbarse tanto que se tomó el tiempo de escribir el exitoso mensaje que me halló en falta. (Por cierto, he comenzado esta nueva emisión sin la cita que ahora incluyo al inicio del programa desde que un amigo me lo sugiriera (a raíz de Citas favoritas). Esta vez quiero mencionar un proverbio de los chinos, entre los muchos y muy sabios que su cultura ha producido; es éste: «Cuando el sabio señala la luna, el necio mira al dedo»).
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En todo caso, uno debe enmendar sus errores; es algo que hago cada vez que tomo conciencia, por autocrítica o la de terceros, de que he cometido una equivocación. Por ejemplo, en Las élites culposas (2012) dejé esta constancia:
…un poco más de dos años después redacté Sobre la posibilidad de una sorpresa política en Venezuela (26 de septiembre de 1987). En este trabajo consideré la posibilidad de un outsider en la Presidencia de la República y la de un golpe militar. Una de las versiones consideradas era un golpe de raíz izquierdista. Así puse: “Por otra vía, los golpistas podrían buscar apoyo, ya no en los sectores económicos, sino en los estratos de más bajos ingresos, planteando una orientación populista (al estilo de Perú en los años sesenta) nutrida ideológicamente de fórmulas de izquierda, esto es, con dosis variables de marxismo”. A pesar de eso, mi visión de entonces era más bien miope. En el mismo estudio no concedía muy alta probabilidad a un golpe de Estado de origen marxista. Creía, equivocadamente, que las Fuerzas Armadas se habían vacunado eficazmente contra el parásito izquierdista. Estaba errado.
Nadie me forzó a tal admisión, nadie había notado mi error; sin embargo, me obligan en esta materia dos estipulaciones de mi Código de Ética (24 de septiembre de 1995):
*Consideraré mis apreciaciones y dictámenes como susceptibles de mejora o superación, por lo que escucharé opiniones diferentes a las mías, someteré yo mismo a revisión tales apreciaciones y dictámenes y compensaré justamente los daños que mi intervención haya causado cuando éstos se debiesen a mi negligencia.
*No dejaré de aprender lo que sea necesario para el mejor ejercicio del arte de la Política, y no pretenderé jamás que lo conozco completo y que no hay asuntos en los que otras opiniones sean más calificadas que las mías.
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En cambio, prometí al Sr. Vásquez comentar acerca del ya trillado expediente del diálogo: él solicitó un comentario mío sobre el tema no sin adelantar su opinión de que ese diálogo sería abortado antes de nacer porque «esta gente no quiere». Prometí tratar el asunto en la siguiente oportunidad, pues su intervención se produjo cuando faltaban muy pocos minutos para el cierre de la transmisión.
Fue el sábado 22 de marzo de 2014, en el programa 87, cuando adelanté la opinión de que el diálogo debe ser «logrado primordialmente en el seno de la sociedad, sin esperar a que las organizaciones políticas formales terminen de ponerse de acuerdo»; esto es, que el diálogo importante es el que debe darse en el corazón del Pueblo mismo. Refresquemos lo dicho sobre este problema del diálogo hace más de dos años:
Por supuesto, es del mayor interés nacional que los extremos de la polarización puedan encontrar la forma de sentarse a dialogar y, más allá de eso, el modo de acordarse. El diálogo no es el producto que requerimos, sino sólo la herramienta para construirlo. Ya en febrero de 1994, hace más de dos décadas, se puso en Los rasgos del próximo paradigma político:
La confusión de la herramienta con el fin explica mucho de los resultados de la política nacional. La discusión pública venezolana se halla a punto de agotar los sinónimos castellanos del término conciliación. Acuerdo, pacto, concertación, entendimiento, consenso, son versiones sinónimas de una larga prédica que intenta convencernos de que la solución consiste en sentar alrededor de una mesa de discusión a los principales factores de poder de la sociedad. Nuevamente, no hay duda de que términos tales como el de conciliación o participación se refieren a muy recomendables métodos para la búsqueda de un acuerdo o pacto nacional. No debe caber duda, tampoco, que no son, en sí mismos, la solución. (…) La oposición de intereses en torno a una mesa de discusión difícilmente, sólo por carambola, conducirá a la formulación de un diseño coherente. Es preciso cambiar de método. Y es preciso cambiar el énfasis sobre la herramienta por el énfasis en el producto.
Es por tal razón que propuse el 25 de abril de este año una Plantilla del Pacto, el texto de un acuerdo concreto (el producto) que es posible y estimo beneficioso para el país. En esa entrada observé:
…en lugar de un acuerdo entre gobierno y oposición, lo que conviene al país es un pacto de los poderes públicos nacionales. Dice el segundo parágrafo del Artículo 136 de la Constitución: “Cada una de las ramas del Poder Público tiene sus funciones propias, pero los órganos a los que incumbe su ejercicio colaborarán entre sí en la realización de los fines del Estado”. Asamblea Nacional y Gobierno, Tribunal Supremo de Justicia, Poder Ciudadano y Poder Electoral, están constitucionalmente obligados a acordarse en procura de los fines del Estado, que no son otros que los de la consecución de la paz y la prosperidad de la Nación.
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Pero si el diálogo fundamental es el que se puede producir en el seno del Pueblo, entonces es altamente aconsejable que los ciudadanos dialogantes estemos bien preparados para él. Acá caben dos observaciones.
La primera puedo ponerla en palabras de Julia Galef, pronunciadas en una de las conferencias TED (Technology, Entertainment, Design) en febrero de este año. Esta joven es cofundadora del Center for Applied Rationality, dedicado a mejorar el razonamiento y la toma de decisiones de las personas, especialmente en la consideración de problemas planetarios. (Su preparación académica es del campo estadístico, e hizo investigación social en las universidades de Columbia y Harvard).
Galef presentó el caso de dos modos o marcos mentales—mindsets—diferentes: el del soldado y el del explorador, con los que es posible tramitar las evidencias disponibles sobre asuntos polémicos. El nivel de adrenalina del soldado es elevado, y su actuación procede de reflejos profundamente arraigados en la necesidad de protegerse a sí mismo y a los suyos y la de vencer al enemigo. En cambio, el oficio del explorador no es el de atacar o defender, sino el de entender; quiere saber qué es exactamente lo que está donde explora, con tanta precisión como sea posible. Ambos roles pueden ser entendidos como metáforas de cómo procesamos las ideas y la información.
El «razonamiento motivado», según los psicólogos de la percepción, está teñido por nuestro mindset: si pensamos desde el marco mental del soldado, nuestro razonamiento procurará que algunas ideas ganen y otras pierdan, desde un impulso de atacar nuevas ideas o defender ideas preconcebidas. Algunas ideas y alguna información parecerán ser nuestras aliadas y querremos defenderlas, mientras que otra información y otras ideas se nos antojarán como enemigas y nuestra disposición será la de destruirlas. Si vemos un juego de fútbol y el árbitro impone una penalización a nuestro equipo, tendremos tendencia a encontrar argumentos que demuestren que su juicio fue equivocado, y viceversa si impuso la pena al equipo contrario. (En nuestro discurso político sesentoso, hablábamos ya de «solidaridades automáticas»).
El explorador, por lo contrario, está motivado a obtener una imagen precisa de la realidad, aunque sea desagradable o inconveniente a su propia posición personal y, muy importantemente, a la de «su» gente; no obedece al impulso de hacer que una idea gane y otra pierda, sino a determinar la realidad de las cosas tan honesta y precisamente como se pueda. El trabajo de Galef consiste en encontrar cómo es posible que algunas personas sean capaces de superar sus propios prejuicios y sesgos para tratar de ver las evidencias tan objetivamente como puedan. La respuesta es que también el explorador actúa desde emociones, sólo que desde unas diferentes. Los exploradores, por ejemplo, son gente curiosa que deriva placer de la obtención de datos desconocidos o la solución de algún acertijo, y se siente intrigada al encontrar algo que contradice sus propias expectativas. Los exploradores no creen que sea signo de debilidad cambiar de opinión.
Es claro que lo más indicado es participar en un diálogo desde la mentalidad del explorador objetivo que desde la del soldado destructor.
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La segunda observación proviene del teorema fundamental en La ética de la creencia, la obra más conocida del genial matemático y filósofo inglés William Kingdon Clifford (1845-1879): «Es en todo tiempo y lugar moralmente erróneo que cualquiera crea en algo sobre la base de evidencia insuficiente».
La más elemental responsabilidad exige hablar con verdad, y ésta no puede garantizarse con seriedad si no estamos seguros de que lo que afirmamos está soportado por evidencias indudables, sólidas; uno no debe opinar por la tapa de la barriga. Claro que tal proceder puede incurrir en algunos costos; Terencio escribió en una de sus agudas comedias (Andria, 166 a. C.): «La verdad engendra odio» (Veritas odium parit»), y Oscar Wilde dijo de un amigo en La esfinge sin secreto: «Solíamos decir de él que sería el mejor de los compañeros, si no dijera siempre la verdad».
Creo que todos sabemos que ambas recomendaciones—dialogar con mentalidad de explorador y desde la evidencia segura—no son habitualmente seguidas por los actores políticos convencionales, que se entienden como guerreros:
En varias ocasiones se ha metido aquí en un mismo saco a Chávez y a Ramos Allup, a Eduardo Fernández y José Vicente Rangel, al MVR y Primero Justicia. Porque con diferencias en maneras, en urbanidad política, todos venden pasteles de la misma masa, diferenciados tan sólo por el nevado decorativo de sus respectivos estilos. Caldera decía, famosamente, que él estaba “en las arenas de la lucha política”; Lusinchi o Pérez se autodefinían como “luchadores políticos” y los militantes del MEP (que respalda a Chávez), optaron por saludarse—impedidos de llamarse entre sí “camaradas”, pues así se nombra a los comunistas, o “compañeros”, pues de este modo se reconocen los adecos—oficialmente como “combatientes”. Chávez no se ha cansado de las metáforas de guerra, de señalar “batallas” y celebrar victorias sobre una derrota adversaria, aunque sí de recomendar, por razones que no vienen al caso, la lectura de El oráculo del guerrero. (Repudio paradigmático, 8 de diciembre de 2005).
Esa conducta es ancestral, y quedó retratada en las secuencias iniciales de 2001: Odisea del espacio, la obra impar de Stanley Kubrick y Arthur C. Clarke: dos tribus de homínidos, aún desprovistos de lenguaje, van todos los días a beber agua del mismo pozo, al que acceden desde riberas opuestas; antes de saciar su sed, se amenazan ritualmente con gruñidos, alaridos y chillidos; todos los días. Luego se hartan, beben y regresan a sus madrigueras. He aquí un fragmento de la banda de sonido del ritual:
Pero no es inevitable conducirse de ese modo; hasta el combate puede ser reglamentado:
…el boxeo, deporte de la lucha física violenta, fue objeto de una reglamentación transformadora con la introducción de las reglas del Marqués de Queensberry. Antes de esta intervención, una pelea de box se daba en alguna taberna en la que se abría espacio a los pugilistas apartando sillas y mesas. Se peleaba a mano limpia, y un asalto concluía cuando un contendor caía al suelo, y el combate mismo cuando un peleador ya no pudiera levantarse. (Hubo peleas que superaron el centenar de rounds). Queensberry introdujo la prescripción de los guantes, marcó las zonas corporales prohibidas a los golpes, e introdujo el ensogado, así como el tiempo de tres minutos por asalto y claras funciones para el árbitro. Así se transformó el boxeo de un deporte “salvaje” en uno más “civilizado”, en el que no toda clase de ataque está permitida. Lo mismo puede forzarse con la política. En cualquier caso, probablemente sea la comunidad de electores la que termine exigiendo una nueva conducta de los “luchadores” políticos, cuando se percate de que el estilo tradicional de combate público tiene un elevado costo social. (Debe ser que puede ser, 22 de marzo de 2007).
¿Por qué no damos nosotros el ejemplo en el diálogo popular, que es el fundamental? LEA
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