A Juan Manuel Santos, Premio Nobel de la Paz, muy agradecido
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Cuatro de la mañana o algo así, cuatro y cuarto de la madrugada a lo sumo. Me despierta un intenso fulgor, pero al abrir los ojos la habitación está a oscuras, como se supone que esté a esa hora. A mi lado, mi esposa duerme un sueño profundo.
Siento que mi incipiente conciencia madrugadora pasa gradualmente a ser poseída por otra que no es la mía, y entiendo que sólo los músculos de mis ojos me obedecerán mientras dure la posesión, que no sé si tendrá término. Una voz con acento centroamericano empieza a hablarme al interior de mi cráneo, pronuncia mi nombre, y aumenta su volumen hasta estabilizarse en un nivel tolerable, desde el que me llama una y otra vez, como si dijera probando, probando, 1, 2, 3, probando…
—Soy Claudio Salazar, salvadoreño. Estoy muerto; es decir, mi cuerpo ha muerto. Perduro en alguna de las neuronas de Dios. Se me ha permitido constatar que hay, por decirlo así, vida perdurable. Bueno, no sólo a mí, sino a toda alma que persiste en el cerebro que es Dios y se interese en el asunto.
Intenté una réplica en pregunta y me fue imposible. Como si hubiera leído mi mente, la voz prosiguió.
—Deja que te explique. No es la vida perdurable en un cielo concebido para premio de vidas justas, para adoración del Creador; Dios no es católico. (Ni budista; tampoco de la religión de los celtas o de ninguna otra). Es más bien que Dios no puede hacer otra cosa que recordarnos, pues almacena automáticamente en su memoria descomunal—no sé a ciencia cierta si es infinita, aunque sospecho con buenas razones que no lo es—el registro de la vida de cada uno de nosotros. Y cuando te digo registro te digo que es de absolutamente todo lo que experimentamos mientras nuestras conciencias fueron el epifenómeno de una materia gris. He vuelto a oler la leche de mi madre, por ejemplo; he vuelto a ver la niña de quien me enamoré por vez primera, a sentir el dolor de una nalgada de mi padre y a saber por qué me la propinó; he recuperado con todas sus palabras la cuarta clase de Mineralogía que recibí con mis compañeros en el bachillerato; he jugado todos los juegos de pelota con todos mis sudores y esfuerzos y la pérdida de aliento por ellos; he recordado de memoria cada uno de los libros que he leído… Todo eso está aquí, en la neurona divina que se me ha asignado. No nos acompaña el cuerpo que tuvimos, aunque sí la información de todas sus sensaciones, todas. Ahora continuamos pensando dentro de Dios.
Creo que intenté preguntar de nuevo y oí algo que sonó como un bufido apagado que salió por mis fosas nasales. Era yo presa de la inquietud, y entonces vi el rostro de Salazar, serenamente sonriente—un holograma de ultratumba, por supuesto—, y una calma placentera disolvió suavemente mi angustia. En cuanto estuve tranquilo ya no vi más su cara. Decidí no formular preguntas; él parecía saber lo que hacía y no me amenazaba.
—Yo no puedo acceder a tus experiencias guardadas en otra neurona divina, pero se me ha permitido comunicarme contigo. Parece que todo muerto puede hacer eso con un puñado de vivos, y escoger el mensaje verdadero y bueno (son las dos condiciones) que transmitirá a quienes todavía son mortales.
Entonces me invadió una curiosa anticipación, casi intolerable, de nuevo inquieto, expectante. Salazar habló una vez más antes de desaparecer de un todo.
—Te elegí en un mapa de la Tierra. ¿Sabes lo que hace Google Earth? Bueno, algo así, sólo que en vez de calles y árboles ves personas, y no estáticas como si hubieran sido fotografiadas en algún instante de pasado, sino en su vida actual, en sus exactas circunstancias momentáneas. Voy a decirte a qué vine.
Sentí, no sé cómo, que mis ojos brillaban de esperanza en la oscuridad y terminé de escuchar.
—Vine a decirte que dar no es un deber—sentenció—, es un derecho. Todos tenemos derecho a dar.*
Después de eso no percibí otra cosa de él. Salazar no se despidió—tal vez quiso dejar la verdad que me había regalado sin la distracción de su adiós, que la habría hecho borrosa disminuyéndola de algún modo—, pero supe que se había ido de mi cabeza y también que yo no soñaba. Vi a mi esposa de nuevo, memoricé con precisión, como si fuere a ser necesario atestiguarlo luego, los objetos apilados sobre mi mesa de noche y la exacta disposición que adoptaban—«minúsculos granos de ceniza que adoptan una presuntuosa disposición», he leído en alguna parte—, y entonces entró mi hijo, enfundado en su bata, con ánimo de despertarme sin saber que yo no estaba dormido. Me dijo:
—Papá: tienes una llamada telefónica de Oslo. §
LEA
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*La libertad no es el poder de hacer lo que queramos, sino el derecho de hacer lo que debamos. Lord Acton
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