Anoche aceptó Meryl Streep el Premio Cecil B. DeMille en la ceremonia de los premios Golden Globe, para los que ha recibido durante su asombrosa carrera el récord de treinta nominaciones. (Donald Trump comentó hoy, resollando por la herida, que la actriz estaba «sobrevalorada»; ella, que además de tres premios Oscar y 19 nominaciones, ha recibido el Premio al Logro de una Vida del American Film Institute, el Oso de Oro Honorario de Berlín y uno de plata como mejor actriz, el mayor reconocimiento de Francia—Ordre des Arts et des Lettres—, innumerables distinciones en el Festival de Cannes, los premios BAFTA, Screen Actors Guild, Grammy, Critics Choice y People’s Choice, la Medalla de la Libertad, la Medalla Nacional de las Artes, el reconocimiento del Kennedy Center for the Performing Arts y nada menos que cuatro doctorados honoris causa de las universidades de Yale, su alma mater, Dartmouth. Princeton y Harvard, o la mitad de las universidades de la afamada Ivy League).
Streep había admitido en su discurso de aceptación:
Hubo una actuación este año que me aturdiera, hundiendo sus garfios en mi corazón. No porque fuera buena. Nada de bueno hubo en ella. Pero fue eficaz y cumplió su cometido. Hizo que su audiencia escogida se riera y mostrara los dientes. Fue ese momento cuando la persona que pedía sentarse en la silla más respetada de nuestro país imitó a un reportero discapacitado, alguien a quien superaba en privilegio, poder y la capacidad de retaliar. Cuando la vi, de alguna forma rompió mi corazón. Todavía no puedo sacarla de mi cabeza porque no fue en una película, sino en la vida real. Y este instinto de humillar, cuando es modelado por alguien en la plaforma pública, por alguien poderoso, se filtra a la vida de todo el mundo, porque de algún modo autoriza a otras personas a hacer lo mismo. El irrespeto invita al irrespeto. La violencia incita a la violencia. Cuando los poderosos usan su posición para abusar de los demás, todos perdemos.
La Reina del Séptimo Arte pasó por encima de ese desagrado con un recuerdo de Carrie Fischer, recientemente fallecida: «Como me dijera una vez mi amiga, la querida Princesa Leia que nos ha dejado: Toma tu corazón roto y conviértelo en arte».
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En efecto, la violencia incita a la violencia. En Nocivo para la salud (mental), se escribió el 5 de julio de 2007:
La conclusión principal del equipo de [Albert] Bandura y sus colaboradores, en síntesis, es que conductas específicas como la agresión pueden ser aprendidas a partir de la observación y la imitación de modelos. (…) La agresividad se aprende. (…) Cualquier cosa positiva que Chávez haya podido traer a su pueblo es anulada por [su] permanente modelación de la violencia, por cuanto aquí el daño que infiere es a lo psíquico de nuestra sociedad. No hay, pues, nada que pueda salvar a las administraciones de Chávez en el registro de la historia, y esto debe ser explicado a sus partidarios en nuestra ciudadanía. Uno pudiera invitarles a que hicieran una lista de los aciertos de Chávez, pues por más larga que fuese sería reducida a la insignificancia al cotejarla con su perenne modelación de la violencia y la agresión, que deja cicatrices en el espíritu de la Nación. ¿Cómo puede disminuir la delincuencia en un país cuyo presidente la modela, exacerbando el azote que lacera por igual a sus partidarios y sus opositores? ¿Qué asaltante no se sentirá “dignificado” por la conducta presidencial, cuya agresividad y cuyo desprecio por la propiedad puede tomar por modelos?
Es eso lo que Nicolás Maduro ha escogido reproducir; él y su conducta abusiva son «el legado de Chávez». LEA
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