Anthony Quinn en la obra maestra de Fellini: La calle (La strada), película favorita del papa Francisco

 

Hay protesta de calle contra el chavismo-madurismo desde el 20 de enero de 2001, cuando una marcha de padres y representantes, principalmente mujeres, llevó la consigna que se oponía a los primeros intentos de manipular, con fines de adoctrinamiento socialista, los programas de educación: «Con mis hijos no te metas». Desde entonces, no ha cesado de protestarse en la calle; en 2002, inolvidablemente, la grandiosa manifestación del 11 de abril de 2002 precedió con sus muertos el golpe de Estado que se conoce como Carmonazo. A partir de allí, la cosa adquirió visos de fórmula de encantamiento; hace once años fue posible hacer esta observación (en Enfermo típico):

El tipo ideal de opositor que estamos considerando es, por otra parte, simplista y trillado. Va por la vida (política) armado de dogmáticas prescripciones estratégicas: “Hay que calentar la calle” (de allí la marcha del domingo 22 para conmemorar el 23 de enero)…

Más recientemente, la fórmula se ha compactado para convertirse en mantra de un solo vocablo: «calle».

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Quien ahora se muestra más afanado en la convocatoria de manifestaciones callejeras de oposición, Henrique Capriles Radonski, convocó una en marzo de 2013 con la pretensión de lograr con presión ciudadana su proclamación como Presidente electo; algún ramalazo de sensatez lo llevó a desmontar inmediatamente su llamado, argumentando que la exigencia popular conduciría a una seria represión y unas cuantas muertes—varias ha habido en las que por estos días «dirige»—, pero se pasaría un año refiriéndose a Nicolás Maduro con el cognomento de «El Ilegítimo». Hubo quienes lo criticaran amargamente por aquella reculada; María Corina Machado y Germán Carrera Damas coincidían en condenar el retroceso en conversación que les fuera grabada ilegalmente en junio de ese año. (Puede oírse el audio ya público en María Corina me quiere gobernar).

Dos grandes manifestaciones opositoras se han producido en los últimos ocho meses: el 1º de septiembre del año pasado, cuando se habló de un millón de personas en el este de Caracas, y la del día de ayer. El servicio de noticias de Costa del Sol FM trajo hoy un cálculo de la más reciente asistencia:

Medición de fuerzas

El oficialismo, con todos sus recursos halagadores y coercitivos, con todos sus autobuses y ventajas comunicacionales, sólo habría logrado movilizar una cuarta parte de la masa opositora. Ésta fue a marchar principalmente para drenar su sensación de angustia y preocupación, para expresar su repudio a un régimen agudamente pernicioso, para decir lo que todo el mundo sabe: que una mayoría abrumadora del Pueblo de Venezuela no quiere que nos presida Maduro un minuto más. Un buen número de los marchistas cree que con «presión de calle» el gobierno caerá, un buen número piensa que algunos militares debieran alzarse y deponer a Maduro—¿los «militares decentes» de Juan Carlos Sosa Azpúrua o el «Larrazábal II» que predica Luis Ugalde S. J.?—, la mayoría que se trata de un deber ciudadano contra un gobierno que cierra las vías electorales. Las cosas no son tan simples, sin embargo, y procurar salidas militares a un régimen militarizado es un contrasentido.

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Un afanoso asesor de la dirigencia opositora me decía anoche que la manifestación de septiembre de 2016 había sido mayor, aunque el movimiento en el interior de la República habría sido ayer mucho más significativo en términos de asistencia. Al preguntarle por el próximo paso estratégico de la Mesa de la Unidad Democrática, contestó que su dirigencia no parecía tener idea de cuál sería; el día antes me había enviado por Whatsapp un microvideo de «Decisión Ciudadana», con lo que parecía ser la consigna dominante: «Presidenciales 2017». Pero me dijo que sobre esto no había consenso en la MUD y que, por lo contrario, había una profunda zanja entre quienes querían esas elecciones este mismo año y quienes preferían que ocurrieran en 2018. Entonces le recordé que desde 2014 ya había importantes dirigentes de la MUD (reservaré sus nombres) que predicaban lo segundo, sobre el argumento de que Maduro debía cocinarse en su misma salsa y pagar los costos políticos del deterioro. (Sin importar que el sufrimiento popular aumentara). Por último, le pregunté si la dirigencia de oposición estaría dispuesta a procurar una alianza del Poder Constituyente Originario y la Asamblea Nacional—como propuse el 9 de enero de 2016, a cuatro días apenas de su instalación (en el programa #178 de Dr. Político en Radio Caracas Radio)—, para que ese poder supremo mandara elecciones presidenciales inmediatas según el procedimiento descrito el 22 de octubre pasado, hace casi seis meses, en Prontas elecciones. Su respuesta: «No, no hay disposición para eso».

Pero la masa que marcha y recibe gases y disparos sigue atendiendo los pedimentos de esa dirigencia carente de imaginación estratégica, que por ejemplo no considera otra posibilidad, si es que ya se ha convencido* de que las vías democráticas usuales son de imposible apertura: la abolición del régimen (Manda Su Majestad, 17 de diciembre de 2016) que, como se explicara acá al día siguiente del incidente de San Félix (Referéndum en sauvage), puede darse en la calle.

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En todo caso, la dinámica política venezolana, le strade venezuelane, está a punto de desaguar por algún cauce definitivo y el de la locura es uno harto probable; hay mucho loco suelto, y Diosdado Cabello es uno:

 

Es suprema responsabilidad de la dirigencia opositora evitar cosas como ésa. Puede asumir, sin rasgadura heroica de vestiduras, sin falsos orgullos—»No nos vamos a arrodillar»—, sin desplantes patrióticos en Facebook o por Twitter, el deber de evitar males mayores y finales. Puede tomar la palabra de los actores oficiales y recuperar la eficacia de la Asamblea Nacional, que entonces podría convocar referendos que disuelvan la altísima peligrosidad del momento (tanto Maduro como el Tribunal Supremo de Justicia han hablado de solucionar el desacato de la Asamblea), incluyendo uno que mande elecciones presidenciales inmediatas desde el poder del Pueblo. Puede tomar conciencia de que no debe exigir ciertas cosas, como la liberación sin condiciones de los «presos políticos»; entre los calificados así hay unos cuantos que están recluidos como consecuencia de sentencia judicial y su anulación no puede ser decidida en una «mesa de diálogo». Pudiera aceptar entonces la fórmula preacordada de una «comisión de la verdad» que revise esto caso por caso, o desde una Asamblea con facultades plenamente recuperadas podría dictarse un decreto de amnistía—el numeral 5 del Artículo 187 de la Constitución establece que corresponde a la Asamblea «Decretar amnistías», como se le advirtió acá ¡el 11 de diciembre de 2015! (Sobre amnistías) sin que, una vez más, hiciera caso—, un decreto que sea razonable, viable. Pudiera disponerse a coordinar con el Ejecutivo Nacional, como lo manda el Artículo 136 de la Constitución, el establecimiento de «una comisión de enlace que determinará urgentes acciones coordinadas entre ambos para resolver o paliar la crítica situación» (Plantilla del Pacto, 25 de abril de 2016), en lugar de requerir la apertura de canales «humanitarios». Puede entender esa dirigencia que ninguna mesa de diálogo puede acordar «elecciones generales», puesto que ellas comportan una modificación constitucional que sólo es válida después de un referendo aprobatorio. (Lo que debieran entender actores internacionales que opinan sobre nuestros asuntos con desconocimiento de nuestra armazón constitucional y legal; éstos pudieran también recapacitar sobre la contradicción de exigir al gobierno cronogramas electorales que son prerrogativa del Poder Electoral y al mismo tiempo afirmar que en Venezuela ¡no hay separación de poderes!).

La situación nacional es delicadísima, pero hay un resquicio aún no totalmente obliterado para que la sensatez se cuele. El gobierno debe, aun más que la oposición, amarrar a sus locos; el presidente Maduro debiera impedir que el Sr. Cabello incite crímenes con nombre y apellido, y si Luisa Ortega Díaz advierte que debe contenerse a tan alucinado y peligroso ciudadano, que Maduro no sugiera que ella es una traidora. El día de la escaramuza, que no de la batalla, de San Félix, recordé acá:

Es el enjambre, Presidente, lo que puede perfectamente matarle. No un asesino a sueldo, no un asalto militar. Ud. pudiera morir como Mussolini sin Petacci. Si Ud. continúa en su libreto, y busca dominar a Venezuela como Castro sojuzga a Cuba; si Ud. manda a atacar ahora a una decena de urbanizaciones en Caracas para aterrorizar las casas de sus enemigos; si Ud. llegare a ordenar una vez que se eche el común delincuente, con la seguridad de resultar impune, sobre los pobladores que le adversan, en alguna persecución de nombre y apellido, sepa que está sellando su suerte.

Lo mismo pudiera pasarle a Cabello, por más protegido que se encuentre, y el gobierno está aun más obligado que la oposición a procurar la paz y la prosperidad de la Nación.

No es frecuente, lamentablemente, que procesos como el nuestro se resuelvan con racionalidad, pero considero mi deber señalar posibilidades sensatas. El caudaloso río de la angustia nacional está a punto de desbordarse, y el gobierno debe saber que a pesar de sus recursos represivos lleva las de perder ante la gigantesca mole de la desesperanza popular, que puede convertirse en agresividad masiva. Un amigo me escribe, al comparar las cifras de asistencia de ayer: «A change is in the offing». (Un cambio está en el aire). La clase política venezolana, de ambos lados de la destructiva polarización, está obligada a evitar que esa transformación sea muy, pero muy dolorosa. LEA

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*Por ejemplo, porque hubiera experimentado la «epifanía» de que Maduro es un dictador. La utilidad de una etiqueta como ésa es bajísima; lo que es práctico es describir operativamente unas conductas que, en cualquier caso, el país conoce perfectamente desde hace mucho. En 2002 redacté un Acta de Abolición del gobierno de Chávez, que propuse el 25 de febrero de ese año en Televén. Allí ya se decía: «…el gobierno presidido por el ciudadano Hugo Rafael Chávez Frías se ha mostrado evidentemente contrario a [la paz y la prosperidad de la Nación], al enemistar entre sí a los venezolanos, incitar a la reducción violenta de la disidencia, destruir la economía, desnaturalizar la función militar, establecer asociaciones inconvenientes a la República, emplear recursos públicos para sus propios fines, amedrentar y amenazar a ciudadanos e instituciones, desconocer la autonomía de los poderes públicos e instigar a su desacato, promover persistentemente la violación de los derechos humanos, así como violar de otras maneras y de modo reiterado la Constitución de la República e imponer su voluntad individual de modo absoluto…» El 17 de diciembre pasado añadía a ese prontuario, para el caso de Maduro, «impedir la manifestación y el ejercicio de la voluntad popular, encarcelar personas arbitraria e injustamente…» ¿En qué es útil llamarlo dictador?

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